24 de junio de 2015

El imperativo categórico del III Reich

Hoy teníamos previsto tratar en el Seminario Fº de Investigación Ética varios capítulos del libro: el octavo referente a la personalidad de Eichmann, y los cuatro que le siguen que tratan el asunto de la gestión de las deportaciones en distintas zonas de Europa. Como veremos en el siguiente post, y tal y como comentó una compañera del seminario, se podía ver un paralelismo más que notable entre el trato que los países europeos daban a los denominados judíos apátridas (judíos alemanes que habían huido de Alemania, y que en cuanto cruzaron la frontera quedaron sin patria) y los inmigrantes que cada día llegan a decenas a las costas europeas procedentes de países africanos. Pero no adelantemos acontecimientos, a lo que iba. Estos capítulos no tienen desperdicio. ¡Cuántas cosas ignoraba de este tema! El caso es que al final no pudimos avanzar demasiado. Nos atascamos con los dos primeros… y bueno, dejaremos el resto para la próxima sesión. Hablaré ahora del primero de estos dos, en el que Arendt analiza el comportamiento de Eichmann.

El capítulo octavo se centra en la personalidad del acusado, un individuo que conforme pasaban los meses y los años, fue ‘superando’ (olvidando) su capacidad de sentir, limitándose a obedecer órdenes. Sólo en dos ocasiones actuó según su corazón (ayudando a escapar a un primo suyo medio judío y a un matrimonio también judío), y curiosamente ello le llevó a sentirse culpable (en tanto que desobedecía sus órdenes).

Eichmann tenía una concepción muy particular de la rectitud: ella fue la que le llevó a no secundar a compañeros suyos que se enriquecían con cobros a los judíos y con la usurpación de sus bienes; y ella fue también la que le llevó a mantener la ‘solución final’ hasta que ya era prácticamente imposible continuar con ella, porque esas eran las órdenes. De hecho, hacia el final de la guerra llegó un momento en que Himmler empezó a mandar que se detuviera el exterminio judío, en contra de las órdenes del propio Hitler (y superando el miedo físico que le inspiraba). Y le obedecieron (a Himmler) no pocos oficiales. Con ello no sólo intentaban (estúpidamente) elaborarse una coartada para lo que pudiera venir tras la derrota, sino que también pretendían establecer relaciones que tras el final de la guerra podrían ser provechosas. Eichmann fue incapaz de unirse a esta 'ala moderada', porque ello suponía sencillamente desobedecer las órdenes del Führer.

Si Eichmann continuó con la solución final, no fue tanto a causa de su fanatismo antisemita como porque sencillamente… se había limitado a cumplir órdenes (de hecho, según parece no era un fanático antisemita). Era perfectamente consciente de que Himmler estaba desobedeciendo a Hitler, y ello no le cabía en su cabeza. Y es que para Eichmann (y para toda Alemania en sus tiempos de esplendor), las palabras de Hitler se erigían en el derecho común básico. Toda actuación debía ir en sintonía con la letra o el espíritu de sus palabras. Tanto es así que tras las órdenes del Führer comenzaba el laborioso proceso de elaboración de leyes, normativas, decretos, etc., que acompañan a cualquier proceso normal de derecho. El gran problema es que en cualquier régimen político —digamos— normal, lo general es que prime un clima ético y que en su seno chirríe aquello que atente contra la libertad y la dignidad de las personas; pero en el régimen nazi, ocurría lo contrario: lo normal era «matar a ciudadanos inocentes por el sólo hecho de ser judíos», y el enfrentarse a ello era lo sorprendente. Ver cómo, cuando estaba cercano el final de la guerra, la mayoría de compañeros buscaban pasaportes falsos, etc., para cubrirse las espaldas y poder huir, para él era indignante. Él sólo hizo algo similar cuando Hitler había muerto ya, cuando ‘la ley’ había desaparecido, porque fue entonces cuando quedó liberado de su juramento.

Todo era como era, todo era como debía ser, esto es, como ordenaba el Führer. Su conciencia estaba tranquila, porque obedecía las órdenes de Hitler; y obedeciendo sus órdenes, todo estaba  bien. Sorprendentemente, Eichman apeló a Kant para justificar en el juicio su conducta. Según él, ¡había actuado siguiendo los preceptos morales del filósofo de Königsberg! Esto nos da que pensar, porque qué fácil es utilizar torticeramente las honestas ideas de otros, con la finalidad de justificar nuestra conducta. Eichmann habló de un ‘imperativo categórico del Tercer Reich’: «compórtate de tal manera, que si el Führer te viera aprobara tus actos». Y efectivamente ese fue su leitmotiv, más allá de su misma persona, pasando por encima de sí mismo.

Pero si por algo se caracteriza el pensamiento ético kantiano, es por el discernimiento moral, ajeno totalmente a cualquier tipo de obediencia ciega, la cual atenta frontalmente contra la dignidad de la persona. Además: según Kant, para poder valorar su imperativo categórico era preciso haberse cultivado previamente, haberse educado, haberse hecho persona. Es cierto que Eichmann nunca quiso aprovecharse a nivel personal de su situación (como sí hicieron tantos otros), pero obviamente está muy lejos de ese individuo capaz —según Kant— de poder comprender el imperativo categórico.

No pudimos evitar cuestionarnos si el individuo de hoy está (estamos) en condiciones de comprender el imperativo kantiano. ¿Lo estamos? Si echamos un vistazo alrededor, ¿qué vemos?, ¿qué resortes son los que mueven al ciudadano contemporáneo, qué es lo que le motiva? ¿Qué queremos en definitiva? ¿Queremos verdaderamente esforzarnos por cultivar nuestra personalidad, por crecer como personas, por colaborar en aras de una sociedad mejor,… o más bien queremos tener cubiertas nuestras necesidades básicas (y a lo mejor no tan básicas), y con eso nos contentamos? No es poco salir adelante en una sociedad como la nuestra (y más con la que está cayendo) pero... ¿es suficiente? Vemos la alienación de los alemanes en la década de los 40 y nos echamos las manos a la cabeza. ¿Acaso no estamos nosotros alienados a nuestra comodidad, a nuestro bienestar,…? ¿No vivimos inmersos en la ideología del progreso, de la tecnología, del disfrute,… en función de la cual estamos perfectamente justificados? ¿Cuál es nuestro imperativo categórico? ¿A qué porción de nuestro bienestar estaríamos dispuestos a renunciar? Sería interesante preguntarse si nuestro imperativo no nos viene marcado por la ideología dominante, por la del progreso tecnológico, por la necesidad de tenerlo todo bajo control; y si nuestro interés no es adaptarnos a esa forma de vida para poder obtener una vida ‘mejor’, una vida sin complicaciones que nos desvíen de nuestra vida acomodada.

Comentando todo esto me vinieron a la cabeza dos cosas. Una, los experimentos de Milgram sobre nuestra capacidad para obedecer a una autoridad aunque ello haga sufrir a otra persona (que dan para pensar, la verdad). Pero también me acordé de otra, de un video más simpático pero que también da que pensar. Recuerdo que lo vi de chaval, hace ya unos cuantos años: un gag de Emilio Aragón. Si ya peináis canas, os acordaréis de ‘Ni en vivo ni en directo’, ¿verdad?



No todo es 'samba'. Tampoco todo es trabajo. Hay que buscar espacios tanto para el trabajo como para el esparcimiento, integrados ambos en una unidad de vida global y con sentido, que nos permita sentirnos partícipes y colaboradores activos de una sociedad (la nuestra) que no se construye sola, sino únicamente con el esfuerzo de todos y de cada uno de sus integrantes.

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