10 de noviembre de 2015

La banalidad del mal

Finalizamos ya esta serie de posts dedicados a Eichmann en Jerusalén, de Hannah Arendt. Las últimas páginas del libro las dedica la autora a reflexionar sobre todo este proceso, y sus repercusiones éticas y políticas a nivel internacional. No fue sino en este proceso en el que la cuestión judía estuvo verdaderamente presente, más incluso que en Nuremberg o en cualquier otro lugar. La situación que se dio tras la guerra fue que todo lo que había que plantearse a nivel político tras las atrocidades cometidas, no tenía cabida en ninguna legislación vigente. Fue entonces cuando comenzó a tomar fuerza el término de crímenes contra la humanidad.

Se criticó a Israel que el hecho de juzgar a Eichmann allí era llevarlo directamente al patíbulo, ante lo cual se defendía diciendo que sus jueces eran tan legítimos y profesionales como los de cualquier otro país. ¿Acaso los polacos no juzgaron a alemanes que cometieron delitos en su tierra? ¿Acaso eran los jueces polacos —por ejemplo— ‘mejores’ que los israelitas? Y efectivamente, no había motivo aparente para que no pudiera ser así. Cierto era que en el momento de los hechos (durante la guerra) no existía el Estado israelita; pero también lo era que fue entonces (en la época de la captura de Eichmann) cuando los judíos podían juzgar por sí mismos los crímenes sufridos, sin tener que depender de autoridades de otros países para juzgar crímenes padecidos por judíos.

Insiste Arendt —y creo que con razón— en destacar la gravedad de las primeras leyes discriminatorias dictadas por los alemanes en 1935, leyes que ya quebraban el derecho internacional, pero que fueron pasadas por alto por el grueso de la comunidad internacional. Ésta empezó a preocuparse cuando comenzó a darse la ‘emigración forzosa’, sobre todo por lo que les suponía tener que recibir repentina e inesperadamente a miles de personas en sus territorios. Y el crimen más grande aconteció entonces: fue la declaración de los nazis de que no sólo no querían ningún judío en Alemania ni en el territorio del Reich, sino que la totalidad del pueblo judío debía ser exterminada.

Y digo que fue el más grande porque este crimen no fue sólo un crimen contra el pueblo judío, sino contra toda la humanidad (perpetrado, eso sí, en el pueblo judío en concreto). De ello se hizo eco Karl Jaspers, afirmando en una entrevista que al ser así —un crimen contra la humanidad— debía ser juzgado por un tribunal internacional ya que sólo un tribunal así, en tanto que representante del género humano, podía dictar sentencia. Como dice Arendt, «si en la actualidad el genocidio es una posibilidad futura de realización, ningún pueblo del mundo —y en especial el pueblo judío, tanto si es el de Israel, como si no— puede tener una razonable certeza de superviviencia, sin contar con la ayuda y la protección del derecho internacional». Claro ejemplo de este riesgo son los propios grupos (alemanes) de enfermos incurables o disminuidos psíquicos (genéticamente lesionados), a los que Hitler pretendía dar una muerte piadosa. No sería desmesurado imaginar que Hitler no tendría mayor problema en hacer extensivo ese trato de favor a otros grupos con distintas ‘taras’ (como al mismo pueblo judío).

Hay un aspecto que destaca Arendt y que según ella los jueces no acabaron de comprender del todo: la personalidad del acusado. Los israelitas seguían pensando que Eichmann era un monstruo, y según Arendt no era así. Y no era así porque de hecho hubo muchos hombres como él, hombres que no eran ni pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terroríficamente normales. Normalidad terrible, ya que la mayoría no era consciente del grado de maldad de sus acciones.

Si caemos en la cuenta, por suerte o por desgracia el mal no se da según los parámetros que uno normalmente espera: perversiones, crueldad, terror, abusos,… no. Esto sería la consecuencia de un mal previo y que normalmente pasa inadvertido, y que es el que se esconde en el engranaje cotidiano del funcionamiento de las cosas bajo distintos ropajes: el formalismo, la eficiencia, la rutina, lo políticamente correcto, los tópicos, la uniformidad, las generalidades,… ropajes todos ellos de una vida anodina y mediocre. Este maldad inadvertida se va ‘cocinando’ en las mentes de las personas antes que en sus actos públicos: vidas sin brillo sometidas a la complacencia y a las modas que nos dictan los medios, que traslucen mentes mudas de pensamientos oxidados incapaces de indignarse ante lo indignante.

Muchos de los acusados eran gente que sólo se dio cuenta de sus maldades cuando se confrontaban ante las acusaciones de un tribunal o de la opinión pública. ¡Antes no! Y se pregunta la autora: ¿lo habrían hecho, habrían sido conscientes de todo ello, en el caso de que hubieran ganado la guerra? Por lo general, estas personas no querían causar daño sino que… es que éste era inevitable, una obligación por el bien de su país. Y sin esta intención de hacer daño, ¿son verdaderamente culpables, reos de juicio?

No hay que decir que este libro levantó polémica, y dio lugar a muchas controversias. Incluso se crearon campañas organizadas para desprestigiarlo, buscando en él intenciones lejanas a las motivaciones de la autora. Ella insiste en que su principal motivación no fue ni hacer historia del holocausto, ni del III Reich ni del pueblo alemán, ni un tratado sobre la naturaleza del mal; tan sólo —y que no es poco— centrarse en el acusado, alrededor de quien giraba el proceso. Y esperar de ese proceso que efectivamente hiciera justicia de los hechos. Eichmann carecía de motivos personales contra los judíos, salvo aquellos derivados de su ‘diligencia’ profesional. Hubiera sido incapaz de asesinar a alguien a sangre fría por motivos meramente personales. Sin ánimo de catalogarle como un enajenado mental, Eichmann no acababa de ser consciente en toda su magnitud de lo que estaba haciendo. Era la personificación del conocido concepto de la autora: la banalidad del mal.

Lo que nos lleva a la siguiente cuestión, verdaderamente difícil si nos la planteamos en serio: ¿cómo saber cómo comportarse cuando los valores éticos de una sociedad se han invertido, cuando lo normal deja de ser lo bueno y se convierte en lo malo?, ¿desde qué parámetros juzgamos lo correcto y lo incorrecto, cuando lo incorrecto es lo normal y lo correcto es lo heroico? Por lo general, un juicio individual y honesto iba en contra de la opinión general; y aquellos que todavía eran capaces de poseer un juicio así, en realidad eran idénticos que aquellos que no lo hacían. Porque los que no lo hacía no eran seres depravados ni maleantes: eran el vecino de enfrente, el tendero de abajo, el repartidor,… Si uno ve que la gente de su alrededor se comporta de un modo en principio inmoral, pero que lo hace con toda normalidad, y que lo hacen muchos, ¿en qué apoyarse para mantenerse uno firme en sus convicciones? Quien responda fácil a esta pregunta es que no acaba de ser consciente de las limitaciones de nuestra condición humana.

Démonos cuenta de que con Hitler las máximas morales que rigen una sociedad buena, se habían vuelto del revés; y que ejercer un juicio honesto implicaba enfrentarse contra el sistema y contra todos aquellos seres normales como tú, pero que ya habían sucumbido. ¿Podríamos afirmar, cualquiera de nosotros, que si nos hubiésemos encontrado en la posición de aquella ‘buena gente’ alemana, no hubiéramos actuado igual, que no nos hubiéramos dejado arrastrar por la corriente, y que incluso no nos hubiéramos sentido orgullosos de hacerlo? ¿Pensamos que nuestras sociedades son mejores que la Alemania de entonces? ¿En qué nos apoyamos para decirlo? ¿Dónde acaba lo socialmente normal y comienza lo éticamente correcto? ¿Es únicamente una cuestión estrictamente social o es preciso realizar algún otro tipo de consideraciones? Si es así, ¿cuáles? Como podéis ver no son pocos los interrogantes que se abren, y que son de difícil respuesta. Simplemente, para pensar.

Bueno, acabo aquí esta serie de posts dedicada a Eichmann en Jerusalén. He de decir que su lectura me ha supuesto un enriquecimiento muy importante, no tanto para conocer pormenores de lo ocurrido durante la II Guerra Mundial en este contexto que nos ocupa (que también) como para crecer en lo que es la comprensión del comportamiento humano. Qué cierto es que no conocemos a nadie (ni a nosotros mismos) hasta que somos puestos en una circunstancia concreta, si es difícil mejor. Desde la retaguardia es fácil interpretar, juzgar, culpar e incluso perdonar, pero cuando uno está ahí, con las circunstancias en vida y su propia personalidad puesta en juego, las cosas cambian. Lejos de caer en reduccionismos y condenas fáciles es preciso —creo yo— esforzarnos por encontrar una comprensión global de las cosas y sobre todo de la condición humana, esa condición cuyos aspectos más oscuros tan fácilmente reconocemos en los otros pero nos cuesta quizá un poco más reconocer en nosotros mismos.

Me parece oportuno acabar con el siguiente vídeo que me refrescó una amiga virtual hace unos días. Si tenemos que padecer a algún dictador, por favor… ¡que sea como éste!

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