8 de diciembre de 2015

La educación funcional: una educación nutritiva

Hablando con un conocido de esta serie de posts, me preguntaba a qué me refería exactamente cuando comentaba lo de todos esos procesos emocionales internos, íntimos, que hemos ‘aprendido’ durante nuestra historia personal, y que tanto influyen en nuestro comportamiento. No acababa de comprenderlo. Le llamaba la atención la importancia en nuestras vidas del aparato emocional, y sobre todo dos cuestiones: ¿tanto dependía de nuestra historia personal?, y ¿cómo es que se va adquiriendo con los años, cómo lo vamos ‘aprendiendo’?

Ciertamente es una cuestión compleja: ¿cómo hemos adquirido unas determinadas pautas de comportamiento, cómo hemos adquirido esas pautas emocionales, esa inteligencia emocional? Lógicamente, todo ello pasa por nuestro trato con los demás, por todo el entramado de relaciones que se ha ido entretejiendo a lo largo de nuestras vidas. Porque claro, cuando tratamos con las personas —o cuando las personas tratan con nosotros— entran en juego muchas variables, no únicamente el diálogo, la comunicación hablada, la palabra. La comunicación o la relación interpersonal es algo mucho más amplio, una actividad muy compleja en la que intervienen muchos elementos: no sólo palabras, sino también tonos, posturas, miradas, gestos,… y ya no sólo estos aspectos más físicos o corporales, sino que a la vez se ponen de manifiesto de alguna manera nuestras actitudes, nuestras creencias, nuestros valores,… en definitiva nuestro sistema de convicciones profundas.

Lo que yo quisiera destacar de todo ello es que de algunos de estos factores que comentamos (o de muchos de ellos) no acabamos de ser conscientes. Ya no hablo de los grandes momentos o de nuestras grandes intervenciones, sino que me estoy refiriendo a la cotidianeidad, a esos momentos rutinarios en los que estamos tranquilamente en casa, o en cualquier ámbito de confianza, en los que brota de forma natural nuestro modo de ser auténtico. Esto puede parecer paradójico, pero en el grueso de la comunicación humana hay muchos elementos que pasan inadvertidos o desapercibidos por el emisor, pero el caso es que se transmiten; elementos que recíprocamente el receptor los recibe, y lo que es más curioso es que a menudo también de forma inconsciente. Esto es algo chocante, y es verdaderamente difícil ser conscientes de todos estos procesos que por su propia índole suelen ser… ¡no conscientes! ¿Cómo puede ser esto? El caso es que todo ello efectivamente ocurre, y es importante darse cuenta de cómo se dan estos procesos, sobre todo en lo que afecta a nuestros hijos, por la responsabilidad educativa que ello conlleva.

Cuando uno se introduce en este mundo, comienza a darse cuenta de muchas cosas que antes pasaban desapercibidas, y no siempre es bonito o agradable lo que uno comienza a ver (por lo menos esa ha sido mi propia experiencia). Uno comienza a darse cuenta de ciertos modos de comportamiento que no son muy recomendables, a la vez que empieza a tomar consciencia de que muchas de las reacciones que se dan a su alrededor son provocadas por él mismo, por su propio comportamiento. A menudo es fácil culpabilizar a los demás de ciertas fricciones, y cuesta mucho más ser consciente de la propia responsabilidad, de lo que uno ha puesto de su cosecha en un determinado conflicto, o incluso de las reacciones que uno ha provocado.

Estos procesos mediante los que recuperamos la consciencia de nuestro modo de comportarnos no son fáciles de llevar, y es frecuente de que haya momentos en que uno se encuentre un poco abatido. Sin embargo, es algo con lo que hemos de contar. Lo mejor que nos puede pasar es padecer esa especie de abatimiento, pues ello indica que hemos dado un gran paso (y que de otra manera permanecería totalmente inadvertido). Es como cuando para sanar una herida tienes que echar un buen chorro de alcohol: escuece, pero es lo mejor que podemos hacer. Pues esto igual. Y nadie se escapa de necesitar ese buen chorro de alcohol: todos tenemos que pasar por ahí.

Por eso me cuesta tanto hablar de buena o de mala educación: ¿quién puede auto-definirse como un buen educador?, ¿quién se puede atrever a decir de otro que es un mal educador? Creo que para plantearse todos estos temas hablar de ‘buena’ o ‘mala’ educación es contraproducente; creo que es mucho más adecuado hablar en términos de funcionalidad o no funcionalidad. Educación funcional sería aquella mediante la cual ayudamos a los niños a ser mejores personas en todos los aspectos de la vida, les nutrimos afectivamente, intelectualmente, socialmente,… Es una educación nutritiva. Una educación funcional consigue que los niños hagan las cosas y actúen por motivaciones intrínsecas a esos actos y no por otros (chantajes afectivos, premios materiales, castigos físicos,…). La educación funcional les respeta, les atiende en sus particularidades, en un entorno amoroso y estable y en todas sus dimensiones. Por  el contrario, un acto educativo será no funcional cuando no contribuya a esta finalidad. Creo  que una buena pregunta que nos podemos hacer ante distintas situaciones con nuestros hijos puede ser la siguiente: con esto que estoy haciendo, ¿estoy impartiendo un acto educativo funcional o no funcional?; esto es: ¿estoy ayudando a mi hijo a ser mejor persona, o por el contrario puedo estarle provocando una reacción que no es demasiado sana? Otra cosa es lo que entendamos por ‘contribuir a ser mejor persona’ o por ‘no ser demasiado sano’, y que a lo largo de los sucesivos posts intentaré ir dibujando (a mi modo de ver, claro).

Partimos de la base que ‘la’ educación funcional como tal, la educación funcional ‘perfecta’ no existe, es utópica. Pero ello no debería llevarnos a replegarnos sobre nosotros mismos, a abandonarnos, sino a motivarnos para aprender más cómo llegar a ella, proponérnosla como meta para así, en la medida en que podamos, ir acercándonos a ella poco a poco.

No hay comentarios:

Publicar un comentario