30 de diciembre de 2015

Calabuch

Tenía pensado haber publicado anoche el último post del año, tal y como tengo acostumbrado. Mi idea era comentar en él unas reflexiones al hilo de un par de situaciones que me han ocurrido estos días. Y bueno, me ocurrió otra cosa que viene que ni pintada. El caso es que estaba tomando un café por la mañana, y vi que por la noche iban a emitir por La 2 un clásico del cine español: Calabuch. No sé si es muy pretencioso decir que es un clásico del cine universal; probablemente sí, aunque opino que esta película no tiene nada que envidiar a otras muchas que así son consideradas. A nivel personal me trae muchos recuerdos; de hecho, era una de las preferidas en mi casa. Como se dijo en la pequeña tertulia previa, es de esas películas que te acarician el alma.

Y es verdad: revestida con un halo de inocencia —que no de ingenuidad— Calabuch es una película simpática y tierna, que nos invita a plantearnos la vida de un modo diferente. Escenas como la del guardia civil, el ‘langosta’ y la cárcel son sencillamente espectaculares; o la de la partida de ajedrez entre el farero y el cura; o bueno, tantas y tantas mediante las cuales García Berlanga nos va describiendo a los diferentes personajes del pueblo y nos va introduciendo (atrapando) en su vida cotidiana. Calabuch tiene un aire a ese mundo pequeño en el que Giovanni Guareschi nos contaba las andanzas de Peppone y Don Camilo, y al que siempre he querido asomarme para acercarme a esa deliciosa relación de amor-odio que sostenían.

Es difícil vivir la vida con esa ilusión desenvuelta con que se vive en Calabuch. Con cierta facilidad tendemos a identificarla con una ingenuidad infantil, cuando quizá nada sea más alejado de la realidad. Cuando se piensa así, quizás es que no se ha comprendido en qué consiste una vida auténticamente ilusionada. Julián Marías se pregunta si es posible, de hecho, vivir una vida auténticamente humana sin ilusión. No se trata de un ilusionarse por cuestiones nimias, concretas, inmediatas, algo que me gusta… No, es otra cosa. Es aquella ilusión que cuando se vive vemos comprometida nuestra cosmovisión de toda la realidad, en la que se auto-implica también nuestro propio existir. Como nos dice Marías, uno tiene que vivir la vida desviviéndose; «y la forma plena y positiva de desvivirse es tener ilusión». Y no sólo eso, sino que la ilusión «es la condición de que la vida, sin más restricción, valga la pena de ser vivida». ¡Una vida que valga la pena de ser vivida!

Claro, siempre está el riesgo de ser un iluso. No faltan voces que se encarguen de recordártelo a cada momento, pero: ¿puede ser vivida una vida sin correr este riesgo?, ¿es mejor vida la del que, parapetado tras sus idas y venidas cotidianas, no es capaz o sencillamente no sabe dar un paso fuera de las murallas de la fortaleza en que se ha convertido su propio ‘yo’? Supongo que tener la oportunidad de poder siquiera vislumbrar ese otro mundo es una gran suerte (digo a conciencia ‘siquiera vislumbrar’, porque vivir en plenitud ese otro tipo de vida es privilegio de sólo unos pocos). Normalmente nuestros asuntos diarios, nuestra ‘lucha’ por la existencia y por ganarnos el techo y el pan,… la dureza que con frecuencia se presenta la vida nos suele dificultar ya no plantearnos esta cuestión, sino ni siquiera adoptar una disposición mínimamente adecuada para comprenderla. Schopenhauer lo expresa genialmente cuando afirma que,

«el fenómeno más sublime, más importante y significativo que puede producir la tierra no es el del vencedor del mundo, sino el del vencedor de sí mismo».

De lo que se trata es de, como nos explica el filósofo alemán, descorrer el velo de Maya. Dicho velo constituye una verdadera barrera que nos impide un encuentro con la realidad más allá de lo que en primera instancia percibimos, más allá de lo ‘fenoménico’, y que provoca ver al otro como un adversario o un obstáculo para la consecución de nuestros propios intereses.

Descorrerlo, si bien es algo para lo que todos estamos capacitados, sólo lo consiguen unos pocos. ¿Quiénes? Pues aquellos que se han dado cuenta de que la vida es mucho más que todo lo que a primera vista acontece; que saben que el que vive en un continuo enfrentamiento con el mundo y con el otro sufre una violencia personal que le daña y le atormenta gravemente; que sienten que cualquier daño infringido o sufrido se convierte o es al mismo tiempo un daño propio también. Y esto no tanto por haber ‘aprendido’ teóricamente una conducta o un modo de pensar y comportarse, sino por haberlo aprendido ‘experiencialmente’, vivencialmente, en su propia carne. Mientras no descorramos el velo de Maya, permaneceremos encerrados en nuestros propios deseos, intentando satisfacer indefinidamente necesidades inmediatas sin darnos cuenta de que con ese comportamiento potenciamos de alguna manera nuestras carencias; círculo vicioso y alienante que inevitablemente nos lleva a un dolor más acuciante que el que pensamos estar evitando. Nos ilusionamos por metas y proyectos que están llamados a desaparecer subsumidos en otros posteriores que los engullen.

A poco que nos fijemos, en la vida nos rodean infinidad (sí, digo bien, infinidad) de situaciones que nos invitan a descorrerlo. Es cierto que hay otras muchas que nos hacen sufrir, y que nos duelen; pero a mi modo de ver, en general, son más frecuentes las otras. Otra cosa es que nos asuste dar ese paso, que nos dé verdadero pánico cambiar nuestras estructuras de vida, acomodados como estamos en ellas. Quizá el hecho de ser tan frecuentes estas situaciones nos dificulte el ser conscientes de su valor. Como decía un profesor mío, lo que es verdaderamente importante aparece en nuestra vida sin que le demos ningún valor porque nos inunda tanto con su presencia que apenas nos damos cuenta de ello, comenzando con lo más básico de la existencia: el aire que respiramos, el agua que bebemos, el alimento que nos permite subsistir día tras día,… En otro orden de cosas podemos añadir el cariño de los nuestros, la alegría de una vida compartida, la satisfacción de la tarea bien hecha, o el disfrute de un encuentro inesperado (del que hace nada fui partícipe).

La vida es muy larga, y a pesar de que con alguna frecuencia las circunstancias no acompañan, creo que al final cada uno está donde ha querido estar (hablando en términos personales); uno acaba siendo aquél que (advertida o inadvertidamente) ha querido ser. Nos solemos quejar con frecuencia de nuestra ‘suerte’ sin detenernos a considerar cuál ha sido nuestra responsabilidad en nuestro propio destino. No solemos ser conscientes de nuestras verdaderas intenciones, sino que éstas se hayan soterradas entre un cúmulo de razonamientos que realizamos sencillamente para justificar una decisión que ya había sido tomada. Frecuentemente, el discernimiento llega tarde.

Ayer tuve la suerte de verme con una persona con la que, a causa de las circunstancias, tuvimos hace ya algunos años —digamos— una experiencia difícil. Fue un reencuentro que se convirtió en uno de esos regalos que te hace la vida, y que a veces piensas que no te mereces. Al hilo de la conversación, me dijo una cosa que me encantó. Decía que para él, el día del juicio debía consistir en algo así como en un hacernos conscientes de los verdaderos motivos o intereses puestos en juego en las distintas acciones que hacemos, y que a menudo desconocemos; y que en el juicio universal se harían públicos, todo el mundo sabría las intenciones de todos. Me encantó la idea. ¡Tan poco nos conocemos a nosotros mismos!

En la vida uno tiene que tener la capacidad de encontrar momentos, cuanto más frecuentes mejor, de poder encontrarse con las cosas de un modo diferente, de olvidar la tiranía del pasado y la esclavitud del futuro sencillamente para disfrutar del presente. Momentos que nos posibiliten descorrer —aunque sea un poquito— el velo, yendo más allá de nosotros mismos, dejándonos sorprender. ¿Será algo ingenuo o algo ilusorio? No sé, puede ser. Supongo que al final es una decisión de cada uno, pues en nuestras manos está desvivirnos ilusionadamente por la vida o no. Os deseo un buen 2016.

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