17 de noviembre de 2015

Para educar… empecemos por conocernos

¿Cuál es el principal motivo por el que un padre desea educar bien a sus hijos? Básicamente porque les queremos y queremos lo mejor para ellos. Es paradójico el hecho de que por un lado les queremos, pero por el otro somos conscientes de nuestras dificultades para poder llegar a ellos, y para poder educarles tal y como nos gustaría… Y es que para las relaciones entre padres e hijos —y por extensión para cualquier tipo de relación humana— no existen manuales. A veces echamos de menos saber cómo comportarnos ante determinada situación, ante determinado comportamiento del niño, pero no sabemos. Y no sólo no lo sabemos, sino que probablemente tampoco haya una única conducta correcta, sino un abanico de conductas que más o menos puedan ayudarnos a gestionar la situación. Porque para las relaciones humanas no hay recetas. A lo sumo, hay indicaciones, sugerencias, recomendaciones,… que nos ayuden a adquirir un determinado modo de comportamiento desde el cual podamos encontrar en cada situación una solución satisfactoria: es lo que podemos llamar una conducta educativa funcional.

Por lo general, queremos aprender el modo de adquirir una capacidad educativa funcional. Ello implica que es bueno para los educadores tener una mente abierta, receptiva, dispuesta para aprender; y eso no es fácil. Por lo general, los educadores ya somos adultos, tenemos una experiencia de la vida, manejamos unas herramientas en nuestras relaciones sociales y familiares, y nos cuesta revisar nuestras pautas de comportamiento para modificarlas y en su caso mejorarlas. No es fácil. Es más fácil modificar la conducta en una persona joven que en una adulta, aunque ésta también puede lógicamente, pero con un poco más de esfuerzo.

Tener una mente abierta no quiere decir que nos tenemos que contentar con cualquier cosa que se nos diga. Hemos de ser también críticos. Pero para ser críticos de manera consecuente, es menester esa apertura mental, plantearse las cosas que escuchamos, pensarlas; y ser capaces de repensar nuestras propias estructuras y creencias, superar nuestros prejuicios… y discernir. La idea es que seamos conscientes de que podemos hacerlo mejor con nuestros hijos y de que todos nuestros esfuerzos, aunque parezca que no dan frutos, para nada son en vano. Tarde o temprano serán aprovechados, aunque nosotros no estemos allí para verlo.

En todo proceso educativo hay dos claras premisas. La primera es que la educación no es una ciencia exacta. ¡No existen las recetas! Cada situación, cada familia, cada hijo, cada educador… es un caso singular. Lo que se precisa es adquirir una actitud desde la cual, en cada caso concreto, seamos capaces de discernir lo que creemos que va a ser lo mejor para ese caso concreto, ya que en función del niño, situación, estado de ánimo del educador, etc., será mejor una forma de actuar que otra. También influye la personalidad y la condición biológica de cada niño. Esto es importante. Y la segunda premisa a la que me refería es que… ¡no existe la educación perfecta! Nadie educa perfectamente. Esto es importante recalcarlo porque a veces una autoexigencia desmesurada nos bloquea creándonos un ‘atasco’ que intentamos deshacer de cualquier modo, impidiendo ejercer una educación funcional. Lo que sí se puede pedir es un esfuerzo a los educadores para intentar hacerlo mejor cada día, que posean una inquietud educativa en este sentido,… en un proceso de aprendizaje que no acaba en toda la vida. Y que incluso nos sirve en nuestra propia vida de adultos.

Nuestros actos educativos cotidianos, ya no las grandes teorías pedagógicas, se engloban en el seno de cualquier acción que hagamos. Sería conveniente, pues, detenerse un poco en ello. A la hora de pensar en cómo son los procesos desde los cuales actuamos, nos damos cuenta de que en ellos intervienen tres momentos básicos: a) un hecho primero que es el que nos impulsa a actuar; b) cómo nos afecta ese hecho; y, c) nuestra respuesta, nuestra actuación. El hecho primero puede ser de cualquier índole: externa —algo que vemos, algo que nos afecta,…— o interna —un recuerdo, algo que queremos hacer,…—. Ese hecho nos afecta de algún modo, de manera que nuestra conducta siempre dependerá de cómo nos ha afectado ese hecho. ¿De qué depende la manera en que ese hecho nos afecta? Esta cuestión no es baladí, pues de ello pende nuestra acción posterior.

Por lo general, cuando percibimos ese hecho —una mirada, un jarrón roto de un balonazo,…— tendemos a darle una interpretación, y esa interpretación genera en nosotros unas emociones determinadas. Pues bien, en función de esas emociones que se han despertado en nosotros, escogeremos una conducta u otra. Por lo general, este proceso se hace en la mayoría de los casos sin darnos cuenta; de lo que nos damos cuenta, cuando lo hacemos, es de lo que ‘ya’ hemos hecho. No podemos evitar sentir ciertas emociones ante ciertos sucesos, y actuar en consecuencia. Y esto no es negativo, todo lo contrario: es lo normal. Sin embargo, podemos percibir en este proceso que a veces las conductas realizadas no las percibimos adecuadas como respuesta a determinados hechos. A veces alguien nos interpela, y nuestra respuesta puede estar, como se suele decir, fuera de lugar, o sencillamente no respondemos como, visto un poco desde la distancia, nos gustaría haberlo hecho. Había algo en nuestro interior que nos llevó a actuar así, ‘a pesar’ nuestro.

No podemos —ni debemos— anular nuestras emociones, pero sí que podemos —y entiendo que debemos— expresarlas de forma adecuada, de forma moderada, sean positivas o negativas. Lo negativo de una emoción no es que sea negativa en sí, sino que se exprese de forma inmoderada. De hecho, lo que normalmente se suele entender como una emoción negativa —enfado, miedo— en sí puede ser positiva si se encuadra en una situación adecuada. Por eso creo que no es que haya emociones negativas, sino emociones mal gestionadas.

¿Se pueden ‘gestionar’ bien las emociones? ¿Se puede alterar este proceso? Y si se puede, ¿por qué hacerlo? El mejor motivo que se me ocurre para intentar modificar este proceso es porque no estamos satisfechos con los resultados, porque no nos gusta cómo nos hemos comportado. La cuestión es: ¿cómo hacerlo? En principio habría dos posibilidades: bien manteniendo nuestras emociones, e intentando modificar nuestra conducta; o bien modificando dichas emociones como consecuencia del hecho que nos ha afectado, de manera que nuestra conducta consecuentemente será modificada de forma natural.

A mi modo de ver, tradicionalmente se ha incidido más sobre la primera opción, intentando suprimir o soslayar nuestras emociones y actuar conforme nos dicta la ‘razón’ o la ‘voluntad’. Ciertamente es difícil trabajar en uno de los dos puntos en concreto; quizá lo razonable pase por realizar las dos a la vez. Pero todo ello pasa por algo previo, algo imprescindible sin lo cual nada de esto tiene sentido: ser conscientes de lo que nos ocurre, ser conscientes de nuestros procesos internos,… Y esto es algo mucho más complicado de lo que a primera vista parece. Y es que todos estos mecanismos de actuación están tan dentro de nosotros, están tan grabados en nuestro subconsciente, que lo normal es que en tanto que forman parte de nuestra personalidad nos hayamos acostumbrados a vivir con ellos. Forman ya parte de nosotros, no nos damos cuenta de que los tenemos y de que funcionamos así. Y sacarlos a la luz es complicado, pero muy importante pues suele ocurrir que no siempre son procesos adecuados. Normalmente, tenemos la tendencia a vernos mucho mejor de cómo somos realmente, pero tenemos que tender un puente entre cómo pensamos que nos comportamos, y cómo lo hacemos de verdad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario