21 de septiembre de 2021

La modernidad sólida y la modernidad líquida

Como ingeniero de formación que soy, no me puedo sentir más cómodo con la imagen que emplea Zygmunt Bauman para referirse a la calidad de una sociedad; en su opinión, del mismo modo que la capacidad de carga de un puente se mide por su punto débil, por su vano o su pilar más frágil, así ocurre a la hora de valorar una sociedad, que se mide por el bienestar material y humano de sus integrantes más débiles. No importan tanto los valores medios estadísticos, las grandes cifras nacionales (que también) como la existencia en su seno de personas que siguen teniendo dificultades para llevar una vida aceptable. Se percibe aquí por parte del pensador polaco, no sólo una preocupación sociológica sino también moral, que quizá sea la que guíe su reflexión sociológica; porque lo que él buscaba no era tanto una descripción de la realidad social, occidental principalmente, sino una llamada de atención para que cambiara nuestra perspectiva sobre ella y, en consecuencia, que también cambiara nuestra actitud.

A su juicio, sobre todo en sus escritos más maduros, no es exacto distinguir la etapa actual con el término que usualmente empleamos al efecto, posmodernidad, para distinguirla de la anterior, la modernidad. En su opinión no hay motivos para establecer esa diferencia, sino que hay una continuidad en tanto que la misma mentalidad moderna se sigue dando hoy día; de hecho, la actualidad es como es por seguir con los mismos parámetros de la mentalidad moderna. Sí que es cierto que la sociedad de hoy no es idénticamente igual a la moderna, algo que es evidente; pero opina que estos cambios se dan en línea de continuidad, no a modo de ruptura. Es por este motivo que él acuñó el calificativo de líquida, pues ‘modernidad líquida’ sigue siendo modernidad, manteniendo el calificativo de sólida (calificativo menos conocido) para el de la época moderna estrictamente hablando. Así, lo que entendemos como modernidad sería su ‘modernidad sólida’, y lo que entendemos por posmodernidad sería su ‘modernidad líquida’. Lejos de ser un mero baile de términos, ciertamente representa mucho mejor su reflexión social.

Entre ambas modernidades, la sólida y la líquida, se establece pues una línea de continuidad. ¿Sobre qué se articula dicha línea? Pues sobre el trabajo: su presencia relevante en la sociedad y, sobre todo, el modo en que se da. ¿Cuál la diferencia entre ambas épocas? Pues el rol que adoptan los ciudadanos: bien como productores, bien como consumidores.

Es evidente que se ha trabajado desde siempre. La especificidad moderna sería el paso a un sistema económico capitalista, produciéndose una escisión entre la vida familiar y la vida (económica) social; con la dinámica capitalista, en el contexto social prima la dimensión económica, independizándose progresivamente del contexto familiar y personal. La consecuencia fue una ruptura personal a la hora de vivir o convivir en cada uno de estos dos ámbitos: el social, más anónimo, y el familiar, más personal.

Bauman caracteriza al individuo moderno como productor, que lo es en un sentido muy diferente a como lo era en la Edad Media, en que producía siendo dueño de los medios de producción, mientras que en el capitalismo incipiente ya no era así. El ciudadano se convierte en mero trabajador, en mera mano de obra, de quien sólo se espera que cumpla su cometido concreto incardinado en la cadena de producción; la relación ‘romántica’ que el artesano tenía con su producto es ahora un estorbo. Curiosamente, el origen de estas primeras fábricas masivas fue ofrecer modos de integración a personas desfavorecidas que vivían en casas parroquiales u hospicios, o incluso a reclusos como alternativa a los centros de prisiones, como un modo de reeducación social. Fue precisamente por las ventajas que enseguida se observaron ―según Bauman― que las empresas adoptaron enseguida dicho método, manteniendo la vigilancia panóptica sobre los trabajadores. Porque los nuevos trabajadores también necesitaban una reeducación social, en el sentido de que debían abandonar su concepción previa (artesanal) del trabajo para adoptar su rol de pieza integrada en el engranaje de la cadena de montaje.

Dicho esquema básico no deja de subyacer también a la modernidad líquida, aunque de otro modo. Porque esa ruptura entre la dimensión pública y la privada de las personas ha calado hondo, hasta el punto de que aquélla ha permeado a ésta, licuando los vínculos sociales, pero también personales, sin desaparecer del todo, pero sí más débiles, tal y como ocurre en las relaciones de los átomos en sólidos y en líquidos. Todo ello acompañado, ciertamente, de un aumento del bienestar económico, lo cual ha contribuido a la modificación del paradigma del ciudadano, cuya preocupación ya no es tanto ser productor como consumidor: como dice Bauman, se ha pasado de una ‘ética del trabajo’ a una ‘estética del consumo’. El uso de los términos ‘ética’ y ‘estética’ no es casual, como se puede comprender. Lo que prima ahora ya no es la capacidad de producir para mantener a la familia, sino la capacidad de consumir.

La estética del consumo, unida a la licuefacción de las relaciones, ha convergido hacia una progresiva individualización de la sociedad, de modo que quien busca vivir en mejores condiciones ya no es un determinado grupo social, sino el individuo, cada individuo. Porque hoy en día, a diferencia de cuando el capital ‘necesitaba’ a la mano de obra para producir, ahora ya no es así del todo, pues muy bien ocurre que cuando una empresa no está a gusto en un lugar, sencillamente coge los enseres y se va otra parte del mundo.

El trabajo se ha convertido en un medio para conseguir dinero y poder gastarlo; y ascender laboralmente no es sino un modo de lograr cierta autonomía e independencia en este sentido. El trabajo en sí pierde importancia, y la cobra el dinero conseguido con él; incluso nos sacrificamos con trabajos que no nos realizan, que no responden a nuestras inquietudes, porque con ellos se gana más. El prestigio hoy en día se obtiene con el sueldo, con los ingresos, y no con lo que haces, ni con lo que te gusta hacer.

14 de septiembre de 2021

Un error razonable (de Brahe)

En relación con la aportación de Kepler a la astronomía renacentista (que vimos en este post), hay una cuestión que, si bien en principio puede no llamar la atención, si nos detenemos un poco en ella puede despertar la curiosidad. Como comentaba en aquel post, para sus conclusiones Kepler se apoyó en la gran cantidad de información que poseía Tycho de Brahe sobre los movimientos de los astros, gracias a los mejores medios materiales de que disponía. Lo curioso es que Brahe, contando con la misma información que Kepler (de hecho, era suya), no asumió la solución heliocéntrica para el movimiento de los planetas del sistema solar, como sí que hizo éste; él prefirió una propuesta híbrida, un geocentrismo un tanto extraño: pensaba que la Tierra era el centro del universo, y que la luna y el Sol giraban alrededor de ella, mientras que el resto de planetas hacía lo propio alrededor del Sol. Pero lo que a mí me interesaba comentar era por qué Brahe no asumió la teoría heliocéntrica de Copérnico y Kepler. Y bueno, la verdad es que tenía sus buenas razones para hacerlo.

Parece que tenía varios argumentos, pero quizá el más potente fuera el siguiente. Recordemos cuando éramos pequeños, y viajábamos a lomos de nuestro flamante caballito en el tiovivo; en no pocos momentos, teníamos puesta la vista en nuestros padres, que nos esperaban fuera, de pie. A mí personalmente me gustaba esa sensación de que yo me iba desplazando, y la perspectiva de mis padres iba cambiando: aparecían en mi horizonte, me aproximaba a ellos, hacían como que me iban a pillar, y luego les dejaba atrás hasta que desaparecían; y vuelta a empezar. Desde luego que esto no lo decía Brahe. ¿A qué viene entonces? Pues a esa experiencia que teníamos en el tiovivo de que, aunque veíamos a nuestros padres en el mismo sitio siempre, no teníamos la misma perspectiva en un punto de la trayectoria que en otro, por ejemplo: los veíamos desde perspectivas diferentes, con un fondo diferente también, según dónde nos encontrábamos.

Pues bien, esto ocurre también en astronomía, y se denomina paralaje. El paralaje es el ángulo que forman dos líneas de observación a un mismo objeto (nuestros padres, una estrella) desde dos puntos suficientemente separados (dos puntos diametralmente opuestos en el tiovivo, dos posiciones distintas de la Tierra). En la figura se aprecia que, aunque se mire el mismo objeto O, como la trayectoria de percepción varía, no se ve igual respecto a su fondo (la estrella roja).


Pues bien, Tycho de Brahe razonaba del siguiente modo: «si la hipótesis de Copérnico fuese verdadera, entonces la dirección en que una estrella fija sería visible para un observador situado en la Tierra en un momento determinado del día cambiaría gradualmente; porque en el curso del viaje anual de la Tierra alrededor del Sol, la estrella sería observada desde un punto constantemente cambiante», dice Hempel. Esta diferencia sería máxima en dos puntos diametralmente opuestos de la trayectoria terrestre. Los datos empíricos que había tomado Brahe (en una época en la que todavía Galileo no había inventado el telescopio), fueron hechos con la mayor exactitud que los medios de entonces permitían, y de los que él disponía. Y buscó la existencia de dicho paralaje. Su resultado fue negativo: no encontró ninguna variación en este sentido al observar las estrellas en distintas épocas del año, sino que siempre parecían estar en el mismo sitio. Y de ahí, su conclusión fue evidente, rechazando la hipótesis de que la Tierra se movía. ¿Dónde estuvo el fallo?

Como es fácil suponer, una estrella próxima a la Tierra posee un paralaje mayor que una más lejana. La hipótesis de trabajo establecida por Brahe partía de un supuesto del que él era consciente, y lo daba por bueno, aunque a la postre resultó erróneo: que las estrellas estarían lo suficientemente próximas a la Tierra para, con sus medios de observación, poder percibir su paralaje en caso de que existiera. Él pensaba que efectivamente había estrellas cuya distancia a la Tierra permitiría observar el paralaje en caso de que se diera, pero Brahe se equivocó en este supuesto previo y, consecuentemente, en su conclusión. Hoy en día se sabe que las estrellas más cercanas a la Tierra están mucho más lejos de lo que él estimó, por lo que los instrumentos necesarios para medirlo debían ser mucho más poderosos y precisos que los que el empleó. Pero él, con sus medios, no lo pudo saber.

7 de septiembre de 2021

Tolerancia, un valor en desuso

Hoy quería hablar de la tolerancia y, casualmente, me ha llegado un tweet con una cita de Schopenhauer al respecto, uno de sus "Aforismos sobre el arte de vivir", en concreto de los 'Concernientes a nuestra conducta en relación con los demás'. En mi opinión, el beneficio que él da a la tolerancia en ese aforismo no sé yo si es un poco superficial, y se le podría rascar un poco más. Dice así:

21. Para salir airoso en la vida es útil llevar consigo una buena provisión de precaución y tolerancia: la primera nos protege de daños y pérdidas, la segunda, de discusiones y riñas.

Me parece a mí que la ‘tolerancia’, que hace unos años estaba tan de moda, hoy en día ha caído en desuso. Con sólo ojear cómo se desenvuelve la actualidad política, social, o económica, de los estados occidentales, parece que no posee mucha presencia; mucho menos en otros, por desgracia. Más bien al contrario: quizá sea más querida la intolerancia que la tolerancia. A lo mejor porque, en el fondo, cuando se hablaba de tolerancia no se hablaba de legítima tolerancia, sino más bien de un sucedáneo suyo mediante el cual lo único que se pretendía era que el otro se callara o que siguiera haciendo su vida, siempre que no nos importunase, para que así nos dejara tranquilos. Creo que por aquí iba la cita de Schopenhauer.

Pero, como digo, a mi modo de ver eso no es más que un sucedáneo de la tolerancia. La tolerancia tiene un relevante valor positivo en sí misma, sin el cual no puede estar presente, por mucho que se pretenda que lo esté. Para que efectivamente esté presente la tolerancia, se ha de producir un auténtico encuentro entre las personas que piensan de modo diverso, desde el respeto y desde la libertad. Tolerar no es transigir para evitar problemas mayores, o por simple indiferencia, sino una actitud de atención, de escucha y de respeto, queriendo positivamente que los demás actúen como razonablemente entiendan aunque no sea como yo quisiera, siempre que no infrinjan el marco legal establecido, ni sobrepasen unos límites éticos razonables. Tolerancia es sinónimo de pluralidad, de convivencia, de respeto y de enriquecimiento mutuo.

Y esto que debe ocurrir ―así lo entiendo yo― entre las personas, también debe ocurrir entre las instituciones y sus ciudadanos. En el caso de las relaciones entre los poderes del Estado y sus habitantes, sería una mala comprensión de la tolerancia aquella que la entendiese como una concesión que el Estado realiza en favor de sus habitantes, para evitar así caer en un sometimiento ideológico, en un totalitarismo del pensamiento único en el que sólo existen dos grupos: ellos y nosotros; o mejor: nosotros y ellos. El gobierno permitiría displicentemente que determinados grupos y grupúsculos pensaran o actuaran de determinada manera para que estén contentos, y no creen problemas; pero, en el fondo, le son indiferentes.

Pero ¿es esto suficiente? Para Paul Ricoeur no. Para él, la tolerancia no posee esa única dimensión de ‘concesión’, sino que posee una dimensión positiva ineludible e inexcusable, como es la «búsqueda compartida de la verdad para construir instituciones justas», como explican los hermanos Domingo Moratalla en su libro dedicado a Paul Ricoeur, Laicidad y pluralismo religioso. La tolerancia no es una herramienta útil para llevarnos bien, sino que es un compromiso auténtico con el otro para la consecución de instituciones y modos de vida que favorezcan la convivencia entre personas diferentes. La tolerancia, así entendida, solicita la diferencia, no la anula; solicita el respeto, no la condescendencia; solicita el diálogo, no los mensajes encapsulados; solicita el encuentro, no el enfrentamiento.

Ricoeur entiende que es responsabilidad de todo poder del Estado pensar (y llevar a la práctica) la tolerancia desde este enfoque positivo y constructivo, sin dejar a nadie fuera. Una tolerancia que debe incluir las diferentes dimensiones de lo humano: lo político, lo económico, lo cultural, lo religioso, etc. Quizá sea en este último ámbito en el que la idea de tolerancia haya alcanzado sus niveles más bajos en las últimas décadas (con permiso de los enfrentamientos ideológicos de todo tipo que son tan presentes hoy en día desgraciadamente), no tanto por la falta de acuerdo entre las instituciones religiosas y estatales, sino sobre todo por el sentir generalizado de la sociedad; quizá, desgraciadamente, sean las posturas extremas (laicismo, confesionalismo) las que suelan predominar en un contexto caracterizado por la falta de diálogo y la polarización ideológica. La postura de Ricoeur pasa por poner de manifiesto, frente a estas dos posturas radicalizadas, una laicidad planteada «desde la búsqueda conjunta de la verdad, desde la pasión por el diálogo y, sobre todo, desde la diferenciación entre el ámbito de los poderes públicos y el ámbito de las instituciones civiles o sociedad civil», que no hay que confundir. Idea que se podría hacer extensiva a tantos y tantos ámbitos de nuestra querida sociedad.

31 de agosto de 2021

El espíritu de la modernidad según Peirce: ¿tan claro y distinto?

Descartes es considerado como el padre de la filosofía moderna; es razonable afirmar que el arranque de la modernidad respira un aire a cartesianismo: es el espíritu del cartesianismo, tal y como lo denomina Charles S. Peirce en un breve escrito titulado “Algunas consecuencias de cuatro incapacidades”, texto en el que realiza una crítica al fundamento de la modernidad.

¿Qué es lo que caracteriza a este espíritu cartesiano? En su opinión lo siguiente: a diferencia del pensamiento clásico y medieval, en el cual había una confianza básica según la cual la razón era capaz, con todas las cautelas correspondientes, de conocer la realidad, la propuesta cartesiana comenzaba con una duda universal, duda que sólo podía ser resuelta desde la intervención de la conciencia del sujeto. Para a partir de ahí, desde la ‘piedra filosofal’ de su cogito, comenzar a desentrañar los misterios a los que se enfrentaba el ser humano; un cogito que hacía las veces de hilo de Ariadna. Aunque, consciente de que no podía llegar a todo, precisaba de la ayuda de Dios para no caer en el absurdo.

Pues bien, Peirce entiende que este planteamiento es inaceptable. En primer lugar, se plantea el filósofo estadounidense hasta qué punto es posible empezar a construir nada desde una duda radical, completa; ¿es esto así? Esto no sólo es falso, sino que es imposible, pues todo comienzo de la reflexión se realiza en un determinado contexto, desde unas premisas, desde unas precomprensiones sin las cuales ni siquiera nos podríamos plantear ninguna duda. Como él dice, «tenemos que empezar con todos los prejuicios que de hecho tenemos cuando emprendemos el estudio de la filosofía», afirmación que muy bien podría haber dicho el mismo Gadamer. Prejuicios que no pueden borrarse de un plumazo, por mucho que así lo pretendamos; prejuicios «que no pueden disiparse mediante una máxima, ya que son cosas que no se nos ocurre que puedan cuestionarse». Por este motivo, esta duda radical de Descartes no deja de ser un autoengaño, y no una ‘duda real’.

Ciertamente, nuestro pensamiento evoluciona con el tiempo, y muy bien podemos hacer un análisis crítico de nuestras bases iniciales, pero, si se hace eso, seguramente será porque hemos encontrado unas nuevas bases que nos ofrecen más confianza, no porque nos lo hayamos propuesto así por las buenas. Como muy bien dice Peirce, «no pretendamos dudar en la filosofía de aquello de lo que no dudamos en nuestros corazones». En opinión de Peirce, en definitiva, Descartes ya sabía dónde quería llegar, aunque para hacerlo dio un rodeo racionalmente más que discutible, para recobrar aquellas creencias que había ‘abandonado’ en la forma.

Y no sólo eso, sino que su criterio de verdad también es discutible, en el sentido de que no por estar plenamente convencido de algo se sigue que ese algo sea verdadero. Su criterio de verdad es el convencimiento, felizmente expresado en su famosa expresión cogito ergo sum. Pero ¿es esto así?, ¿no es un tanto equivocado erigir a conciencias individuales en jueces absolutos de la verdad?, ¿es legítimo establecer así cuál es la clave de bóveda del edificio filosófico? En su opinión, ello sólo puede dar lugar, en el avance del conocimiento, y dada la inestabilidad del punto de partida, a un conocimiento múltiple y equívoco, pues no se han seguido prudentemente los pasos adecuados. Estos pasos los toma de la ciencia, aunque no desde una reducción cientificista. En la ciencia, el avance del conocimiento se produce esbozando hipótesis hasta que alcanzan el acuerdo de la comunidad científica, las cuales dejan de serlo —las hipótesis— una vez dicho acuerdo ha sido alcanzado, para convertirse en conocimiento.

Peirce se hace eco aquí de un planteamiento al estilo del Kant de la Crítica de la razón pura, en el sentido de que se debe avanzar a pasos contados según permite la verificación, aunque si bien en el caso de las ciencias naturales esta verificación es de carácter empírico, en el caso de la filosofía adviene por otra vía: por un acuerdo intersubjetivo de la ‘comunidad de los filósofos’. Lo importante —en su opinión— es que haya ese acuerdo, pues fuera de él, toda cuestión de certeza es ociosa, «porque no queda nadie que la ponga en duda». Así, el conocimiento filosófico (igual que el científico, por cierto) no es lineal, como una sucesión de eslabones cuya debilidad vendrá dada por el eslabón más débil, sino por una amplia variedad de diversos caminos que, a modo de pequeñas fibras interconectadas entre sí, irán generando el ‘cable’ del conocimiento.

24 de agosto de 2021

El origen hipnótico del psicoanálisis: la cura del habla

Freud es universalmente conocido como el ‘padre del psicoanálisis’; quizá sea menos conocido —por lo menos para un servidor— que en sus orígenes se encontraba la hipnosis, tránsito que he podido conocer con más detalle gracias a Eric Kandel y su fantástico libro La era del inconsciente. Sigmund Freud nació en el seno de una familia judía en 1856, en una pequeña ciudad de Moravia (actual República Checa). A los tres años la familia se trasladó a Viena, ciudad en la que vivió hasta 1938, cuando Alemania se anexionó a Austria; por motivos evidentes, emigró a Inglaterra, donde murió un año después. El Freud que todos conocemos es el de su segunda etapa (aproximadamente a partir de 1900); hasta entonces, era un inteligente investigador de neurología interesado en describir la vida según los procesos fisiológicos básicos. Inicialmente, pues, tenía un perfil más bien científico, hasta que su interés comenzó a girar desarrollando una psicología de la mente de modo independiente a su sustrato biológico.

Durante sus investigaciones iniciales se unió a la escuela de Hermann von Helmholtz y otros allegados, tratando de sustituir la teoría vitalista de las facultades humanas por una investigación biológica científica. El caso es que, por falta de recursos económicos para sufragar su investigación, se le aconsejó que considerara la práctica médica. Freud siguió el consejo, combinando sus inquietudes neurológicas con un naciente interés en psiquiatría. Como en la Viena de entonces había muchos neurólogos, intentó aunar sus inquietudes científicas trabajando clínicamente sobre los trastornos neuróticos, en particular la histeria, bastante extendida en la ciudad. Estamos todavía en la década de los 80. El interés por la histeria se lo despertó Josef Breuer, un médico reconocido en Viena, con quien había trabado amistad.

Coincidencias de la vida, en ese momento se cruzó en sus vidas Anna O., una paciente de Breuer gracias a la cual lograron realizar (o iniciar) una de las mayores contribuciones a la medicina vienesa en particular, a la medicina universal en general, a saber: poner en evidencia los procesos mentales inconscientes del individuo, algunos de los cuales pueden provocar enfermedades psiquiátricas, averiguando que un modo de aliviarlos puede ser el hacer aflorar a la consciencia sus orígenes subyacentes.

El nombre real de Anna O. era Bertha Pappenheim, mujer a la que Breuer le diagnosticó histeria, término con el que se englobaban diversos trastornos tales como parálisis de algún miembro, o dificultades para el habla, sin que hubiera motivos orgánicos que los causasen. Tanto la histeria como las enfermedades neurológicas eran comunes en Viena, como decía. ¿Dónde estaba, entonces, la singularidad de este caso? Pues en el método que seguía Breuer para el diagnóstico: la hipnosis, que conoció gracias a los trabajos del médico francés Charcot. Lo que hacía Breuer era hipnotizar a Anna O., aunque con un giro añadido: invitándole a hablar de sí misma, de su enfermedad, de su vida. El caso es que esta cura del habla (así lo denominaron) alivió sus síntomas: «entre los dos, Breuer y su paciente, descubrieron que la raíz de sus síntomas histéricos (…) estaba en sucesos traumáticos de su pasado», explica Kandel.

Esto supuso una auténtica revolución. Por lo general, este tipo de pacientes eran tratados como si estuvieran fingiendo su enfermedad para llamar la atención, o para obtener algún otro tipo de beneficio; máxime cuando afirmaban que no tenían ni idea de cómo ni cuándo habían surgido los síntomas. Hasta el mismo Freud pensaba que esto no podía ser, que estos pacientes histéricos debían tener algún tipo de noticia del origen de lo que les ocurría. Pero pronto cambión de opinión. Gracias a su experiencia con Breuer se dio cuenta de que, del mismo modo que ocurre en nuestro cuerpo fisiológico, también en la mente humana hay procesos ocultos que el profesional debe sacar a la luz, si bien por metodologías diversas: en un caso con el bisturí y las agujas, en el otro con la memoria del paciente y el diálogo terapéutico.

Pues bien, el éxito que estaba teniendo Breuer condujo a nuestro protagonista a París en 1885, a aprender durante seis meses las técnicas hipnóticas directamente de Charcot. Gracias al médico francés Freud dejó de considerar a la hipnosis como mera charlatanería, para empezar a vislumbrar en ella posibilidades terapéuticas. Vio cómo mediante la hipnosis, Charcot podía aliviar los síntomas de personas histéricas, del mismo modo que podía sugestionar a personas normales a vivirlos. Esto condujo a Freud a la confirmación de que había procesos mentales poderosos, capaces de dirigir las conductas de las personas desde la inconsciencia. Observó cómo pacientes hipnotizados podían hablar de trances dolorosos, y una vez despiertos eran incapaces de recordar nada. Su conclusión fue que estas situaciones eran tan penosas que el paciente las tenía aparcadas en su mente sin ser capaz de hablar de ellas con cierta normalidad, aunque sólo fuera para desahogarse.

Con este bagaje, Freud volvió a Viena y le pidió a Brauer que le enseñara a aplicar la hipnosis a la terapia, abriendo en breve su propia consulta. Tras unos éxitos primerizos, Freud le propuso a su maestro escribir un trabajo en conjunto explicando todo el proceso, que vio la luz en 1895: Estudios sobre la histeria. Pero esta relación tan fructífera no duró demasiado, a causa del especial énfasis que Freud imprimía al carácter sexual del origen de estos problemas; de hecho, tuvo también problemas con la comunidad médica de Viena en este sentido. Ello no le amedrentó, escribiendo al año siguiente La herencia y la etiología de las neurosis, explicitando la gran relevancia de las desafortunadas experiencias sexuales de todo tipo en este tipo de trastornos.

Freud tomó entonces una decisión que hoy podemos calificar de desacertada, como es el no enlazar estos procesos mentales que él estaba contribuyendo a sacar a la luz con los propios de la fisiología cerebral, algo que en su día decidió a causa de la gran complejidad que se iba descubriendo día a día en el funcionamiento de nuestra estructura neural, y de la dificultad consiguiente para leer fisiológicamente los procesos mentales; y no lo decía gratuitamente, pues era un gran conocedor de ambas dimensiones, apostando para que en un futuro dicho enlace fuera más accesible.

No tardó Freud en abandonar los procesos hipnóticos en su tratamiento, confiando enteramente en la asociación libre de ideas por parte de los pacientes a quienes, mediante el diálogo terapéutico consciente, ayuda a repasar su propia vida y a hacer aflorar los episodios escondidos en los rincones de su mente. Creía así conseguir una cercanía con su paciente ausente en el tratamiento hipnótico, en el seno del cual el terapeuta siempre dirigía la sesión mientras que mediante esta ‘cura del habla’ se alcanzaba una relación más cercana y de complicidad. Nacía así el psicoanálisis como un procedimiento introspectivo, precursor de la psicología cognitiva.

Su intención no era detenerse aquí sino, convencido de la presencia de lo inconsciente en la vida de las personas, quería establecer una psicología de la vida cotidiana; en su opinión, los trastornos psiquiátricos no eran ‘algo otro’ a la vida normal de las personas, sino que eran extensiones clínicas de la misma. En su imaginario pensaba que se debían unificar los tres momentos de nuestro comportamiento desde este punto de vista: el conductual, el mental y el fisiológico.

17 de agosto de 2021

Dos consejos para leer un poco mejor a los filósofos

No hace mucho leí este artículo sobre John Rawls en el que daba algunos consejos para leer a otros autores de filosofía. No soy buen conocedor de este autor (por eso leí aquel post, que recomiendo a quien esté interesado en él), por lo que más que hablar de su pensamiento, expondré someramente estos dos consejos, que me parecieron sugerentes, y que explicó a sus alumnos en un curso sobre historia política.

El primero consejo, muy oportuno, es no considerar a los autores con los que uno se enfrenta, como menos capaces que nosotros; como mínimo, considerarlos como tanto o más capaces que uno. Seguramente, los filósofos destacados de la historia sean, como mínimo, sólo como mínimo, no se vayan a pensar, tan inteligentes como nosotros; y, seguramente, cuando al leerlos nos surgen críticas, ellos ya habrán pensado en ellas. Quizá en el texto que tenemos entre manos no hace referencia explícita a aquellas cuestiones que se nos suscitan, pero Rawls nos invita a leerlos mejor, y a buscar el lugar en que ellos, al hilo de su discurso, responden a la cuestión que, si los tuviéramos delante de nosotros, les preguntaríamos. Si vemos un error en su argumentación, o una debilidad, es fácil que ellos la vieran también (bien por ellos mismos en su misma reflexión, o quizá a causa de las críticas de sus contemporáneos), y que le dieran respuesta en otro libro, por ejemplo. Lo que nos corresponde es, por tanto, localizar ese lugar, ir tras la búsqueda de la respuesta que presuntamente hayan dado ya a nuestro interrogante (algo más frecuente de lo que cabría pensar). La obra de un autor no se acaba en el texto que tenemos entre manos: los autores evolucionan, su filosofía madura, ofreciendo respuestas a cuestiones suscitadas al escribir sus primeras obras, o ampliando sus temas de reflexión, y sería no sólo una injusticia, sino una estulticia, calificar a un autor por sólo algunos de sus escritos, en lugar de intentar conocerlo en su global evolución. Otra cosa es el tiempo que se disponga para ello.

El segundo consejo consiste en leer a los demás autores a su mejor luz. Creo que es una tendencia generalizada, de la que es difícil desprenderse aun cuando uno sea consciente de ella, leer el pensamiento de otros autores en clave personal, adaptándolo a nuestro entender, bien por simpatías bien por antipatías. Nos hacemos una imagen general del autor de modo que, al leer sus obras, ya sabemos lo que va a decir. No hay que mencionar que así empobrecemos nuestra lectura, la cual se podría enriquecer notablemente si pudiéramos leer su pensamiento ‘en su mejor forma’. ¿Cómo hacer esto? Se pueden dar dos alternativas. La primera sería intentar no leer los textos a la luz de los clichés que nosotros imputamos a los autores; algo así como leer los textos tapando los nombres de sus autores, como si no supiéramos quién los ha escrito, y atender únicamente a lo que se nos dice. Ciertamente esto es complejo; seguramente no sea posible. Quizá se podría intentar otra estrategia —que es a la que nos invita Rawls— como es la de situarnos del mejor modo posible en la cosmovisión del autor, comprendiendo sus teorías ‘en sentido fuerte’, es decir, tal y como ellos las presentaron, con su circunstancia, con sus intenciones y con sus pretensiones. De alguna manera, de lo que se trata es de no generar sesgos en su lectura, de no proyectar nuestro propio modo de pensar, nuestras ideas preconcebidas, etc. ¡Cuántas veces rechazamos la lectura de algunos libros porque, al conocer a su autor, pensamos que poco nos tiene que aportar! Cuando, si somos capaces de ‘bajar las armas’ y atenderlos sin nuestra réplica ya guardada en la manga, de pensar lo que dicen del modo más objetivo posible, tratando a su vez de argumentar nuestras ideas en respuesta a la suyas, no sólo conoceríamos mejor su pensamiento, sino que aprenderíamos justamente a filosofar.

10 de agosto de 2021

¿De qué hablamos cuando hablamos de metafísica (contemporánea)?

En este post veíamos la posibilidad que valoraba Driesch en referencia a cómo, partiendo de una experiencia empírica en torno a la cual giraba lo que él denominaba una ‘filosofía del orden’, podía abrirse una puerta hacia la reflexión metafísica, fundamentada en una razón teórica. Quizá sería interesante detenernos un poco en estos conceptos, y plantearnos de qué estamos hablando cuando hablamos de metafísica, cuando hablamos de ‘realidad’, o cuando hablamos de ‘mundo’, porque para nada es algo evidente en el contexto en el que nos encontramos. Vaya por delante que cuando hablamos de conocer metafísicamente el mundo, no se habla de conocer la realidad cada vez más a fondo al modo científico, hasta que lleguemos al final, porque, en definitiva, no saldríamos del conocimiento fenoménico, y no habríamos dado el salto a lo allende, que es de lo que se trata. No se trata de conocer fenoménicamente más y más (independiente de lo útil que puede ser) sino de plantearnos una relación con la realidad de carácter diverso.

¿De qué estamos hablando, pues? Si nos fijamos, gracias a nuestra inteligencia sentiente, somos capaces de aprehender las cosas bajo una modalidad distinta a la que lo haríamos bajo el puro sentir animal; como ya he comentado en otros lugares, desde la formalidad de estimulidad se aprehenden las cosas en tanto que un contenido, cuyo destino es intervenir en algún momento del proceso homeostático en orden a la supervivencia del individuo, y nada más: su carácter se agota en este cometido. Pero desde la formalidad de realidad, las cosas quedan en la aprehensión no en tanto que meros estímulos sino en tanto que realidades: las cosas, en la inteligencia sentiente, presentan un doble momento: el material (contenido) y el formal (realidad). Es gracias a este segundo momento, que podemos tener noticia de que las cosas no se acaban en sí mismas ni en su carácter estimúlico (también presente en el caso del ser humano), sino que nos remiten, desde su existencia, a algo más allá de ellas, a algo que las trasciende, y que algo tiene que ver con ellas. No estamos aprehendiendo nada de ese allende, sino que aprehendemos las mismas cosas que cualquier animal, con los mismos contenidos, pero bajo esta modalidad según la cual aprehendemos que la cosa es tal cosa, pero, a la vez, más que tal cosa. Es lo que Zubiri expresaba tan castizamente con su famosa expresión de que las cosas son aprehendidas como ‘de suyo’.

Esa misma reflexión se puede realizar si hablamos de todas las cosas que existen en el universo. Podemos entender el universo como ese conjunto que es la suma de todas ellas; pero también podemos aprehender ese conjunto de otro modo: no en tanto que la suma de todas las cosas que lo integran, sino en tanto que ‘totalidad’. No es lo mismo aprehender dicha totalidad en tanto que contenido (la suma de lo que existe) que en tanto que totalidad.

Pues bien, éste es el objeto de la metafísica contemporánea, que muy bien pueden compartir ―a mi modo de ver― Zubiri y Driesch. Eso es precisamente el mundo zubiriano: la consideración de lo que existe en tanto que totalidad (su consideración en tanto que contenido sería el cosmos, pero no viene aquí al caso). Un mundo que no hay que confundir con su acepción común, que viene a ser sinónimo de universo; el mundo de Zubiri tiene que ver con la aprehensión del universo en tanto que totalidad, que no es lo mismo que aprehender el universo ‘en su totalidad’, el universo completo.

Como muy bien dice Zubiri, no podemos tener una intuición empírica de lo que sea el universo en su totalidad; algo que, si recordamos, ya dijo Kant en su Crítica de la razón pura: en opinión de Kant, no nos queda más remedio que hablar de él como una idea, dando a entender que no podemos tener una intuición empírica total de él. Y es cierto: ¿quién puede tener una intuición empírica de lo que sea el universo en su totalidad, con todo lo que en él existe? Nadie. Pero, y aquí hay una clave importante: no debemos confundir esto —como digo— con el hecho de percibir el universo en tanto que totalidad. No se trata de ser capaces de percibir todo el universo del uno al otro confín, con todas las galaxias, con todas las estrellas… es decir, con todo lo que hay en él porque el mundo, tal y como lo estamos comentado, no es algo así como un objeto muy grande, en el cual estamos nosotros instalados y del que podamos tener noticia, es otra cosa: es una actualización distinta de aquello en lo que estamos instalados y que vemos continuamente a nuestro alrededor. Se trata de actualizarlo ‘en tanto que totalidad’. ¿Es esto posible?

Como muy bien nos pregunta Zubiri, ¿es la intuición empírica el único modo de tener noticia de algo dado? A su modo de ver, la respuesta es negativa. Algo así decía Plessner en su introducción a La risa y el llanto, aunque en un contexto diverso: «Sólo en los últimos decenios ha ganado terreno la verdad de que la teoría del conocimiento no es la visión rectora, de que, por tanto, la perspectiva de la conciencia y de la representación no es más que un modo entre los muchos que el hombre tiene de moverse en y con el mundo real, y de que la originariedad de los sentimientos, de la intuición y de la acción exige su concepción propia». Pues bien, algo análogo podemos decir en nuestro caso, y esto es muy importante. Porque, ciertamente ―y en la opinión de Zubiri―, podemos tener cierta experiencia del mundo como totalidad, como una totalidad que nos circunda; lo cual no es lo mismo que la experiencia (intuición empírica) del resultado de algo así como la suma de todas las cosas que hay (lo cual, como ya dijo Kant, no es posible). Lo acabamos de ver, e insisto: no se trata de aprehender la suma de todo lo que haya, sino de la aprehensión del mundo como totalidad, lo cual se corresponde con dos experiencias diferentes: «por consiguiente, la determinación de la experiencia radical en que nos está dado el mundo no es otra sino la determinación de la experiencia radical o de la forma radical en que nos está dada una cierta totalidad circundante». Y el caso es que, cuando las cosas reales son aprehendidas así, adquiere unas connotaciones ciertamente diversas.