31 de julio de 2018

Desgranando los afectos

Cuando hablamos de sentidos fisiológicos, es común entenderlos como modos que poseemos las personas (y otros seres vivos) de percibir las cosas, de relacionarnos con ellas… de sentirlas. Y qué duda cabe de que esto es así. Pero lo que quisiera comentar aquí hoy es que, si bien es cierto, no es toda la verdad —como se suele decir— ya que el ámbito de nuestra sensibilidad, o de todo lo que le rodea, es mucho más complejo. Más allá de la sensibilidad fisiológica (muy compleja y rica, por cierto), nos encontramos con otras dimensiones humanas que comúnmente se ha englobado bajo la denominación de los afectos, o la dimensión afectiva.

Y es que bajo el paraguas de ‘los afectos’ a lo largo de la historia se han situado muchas cosas. Me recuerda a algunas personas mayores con las que me relacionaba siendo más joven, las cuales solían explicar cualquier tipo de problema psicológico del que tuvieran conocimiento (no sé: depresiones, ansiedades, estrés, angustia…) diciendo que todo eso eran nervios: lo que le ocurría a tal o cual persona era cosa de nervios… un concepto bajo el cual evidentemente cabían muchas cosas, y muy diferentes entre sí. Y cuando intentabas hacerles ver que no era lo mismo un trastorno bipolar que una distimia, pues como que no te escuchaban demasiado: al fin y al cabo, todo eso eran nervios, ¿no? Con eso ya estaba claro.

Pues bien, algo ha ocurrido a lo largo de la filosofía con este concepto, el de los afectos, el cual como digo ha sido como un cajón de sastre. Para muestra un botón. Uno de los primeros autores que lo tratan temáticamente, Arthur Schopenhauer, en El mundo como voluntad y representación lo define de modo negativo; es decir, no por lo que sean positivamente hablando, sino por eliminación: afecto sería todo lo que no entra ni en la cognición ni en la volición específicamente hablando. Tampoco debemos pensar que fuera una mera ocurrencia; por lo pronto, hay que agradecerle que introdujera esta dimensión humana en el escenario filosófico. No es que antaño no se hablara de afectos, sentimientos, pasiones, etc., sino que hasta entonces (y hasta donde yo sé) no eran tratados temáticamente, ya que las otras dos facultades copaban el interés.

Ahora bien, aunque la vaguedad de esta definición poco a poco ha ido menguando, no sé yo hasta qué punto ha desaparecido del todo. Yo creo que no, y que sigue siendo un término confuso, confusión que provoca que las fronteras que puedan dibujarse entre sus distintas acepciones específicas sean difusas. No es raro encontrar en la filosofía del siglo XX alusiones a lo afectivo que hoy pueden ser más que discutidas. Por ejemplo, cuando Scheler nos dice en El puesto del hombre en el cosmos que lo propio del estado vegetativo es el ‘impulso afectivo’. ¿Nos está diciendo lo mismo que a lo que se refería Schopenhauer? Evidentemente no. Es más, seguramente se acercaría no a lo que Schopenhauer denominaba afectos, o sentimientos, sino a lo que denominaba ‘voluntad’, entendiéndola como esa fuerza interna que parece que tiene la realidad y que le dota de su dinamicidad intrínseca. A mi modo de ver, el impulso afectivo scheleriano que sería característico del ámbito vegetativo, es eso que se descubre en el seno de la naturaleza viva, que hace que esté como en ebullición, como generando vida, explotando de vida. Valga como ejemplo de esto que digo este fenomenal video:


Lo que para Scheler entraba dentro de la dimensión afectiva, tendría que ver más con la voluntad schopenhaueriana, o incluso con ‘lo vital’ orteguiano (dimensión con la cual el filósofo madrileño quería poner de manifiesto al carácter ineludiblemente biológico de la vida humana). Pero claro, deberíamos preguntarnos si esa dimensión que nos subyace y que nos impele a la vida, o mejor, a la existencia, debe ser entendida en términos afectivos. Yo creo que no, y me cuesta también considerarla en términos ‘vitales’ como hizo Ortega y Gasset, o incluso Bergson cuando hablaba del élan vital, porque esa energía profunda que propicia el carácter dinámico a la realidad, también se da en la realidad inanimada, no sólo en la animada. La cuestión es cómo denominar a ese carácter dinámico de la realidad; o mejor dicho, no cómo denominar a ese carácter dinámico sino a lo que hace que la realidad lo tenga, que es distinto. Ahí queda el reto.

Yo me planteo si la dimensión afectiva humana no tiene que ver tanto con algo que surja de nuestro interior hacia afuera (por decirlo así, idea que es extensible a cualquier otra realidad) sino al revés, con algo que tiene que ver desde el exterior hacia nuestro interior: es algo de fuera que nos ‘afecta’, un pathos. Si esto es así, nuestra dimensión afectiva tiene que ver y mucho con nuestro encuentro con la realidad, con nuestra aprehensión de la realidad (lo cual es olvidado también con mucha frecuencia), y no tanto con esa energía interna que tenemos y que nos impele a la existencia, a la existencia, como pueda ser nuestra energía interior, nuestras tendencias instintivas, etc.

Pero el caso es que si se entiende el ámbito de los afectos de este modo, la cosa sigue sin estar del todo clara. ¿Por qué? Porque el modo en que el ser humano en concreto (el mundo animal en lo que le corresponda) aprehende afectivamente la realidad es un proceso complejo. El mismo Scheler, muy hábilmente, ya distinguía la sensación en tanto que percepción de lo externo, de la propiocepción; una propiocepción que también puede tener distintas dimensiones: yo puedo sentir una articulación determinada porque me duele, o que tengo sed, etc., pero también me puedo sentir alegre o triste, por ejemplo. A mi modo de ver, este primer modo de propiocepción estaría más cercano a la percepción sensible externa (aunque en este caso se percibe sensiblemente nuestro propio cuerpo) que al segundo modo propioceptivo de los estados anímicos… o sentimientos.

Con lo cual, la dimensión afectiva se desdoblaría en una relacionada con la percepción sensible (externa o interna) y la percepción de nuestro tono vital, de nuestro estado tónico (o de nuestros sentimientos). Y, si nos damos cuenta, del mismo modo que en la percepción sensible hay un correlato externo, que es el que precisamente percibimos, ¿no cabría decir lo mismo de nuestros estados tónicos, estados afectivos personales que también cuentan con un correlato en la propia realidad? Yo creo que sí, con lo cual los sentimientos dejarían de ser tan subjetivos, sin negar para nada lo que pone el sujeto en ellos. Quizá, cuando menos pendientes estemos de las cosas más presente esté en nosotros la realidad, como parece que sugiere este cuadro de Imán Maleki.

24 de julio de 2018

El 'caso Kepler'

A raíz del anterior post, un amigo me comentó por qué no hablaba un poco más detenidamente del ‘caso Kepler’, pues ya me había leído alguna otra referencia al respecto, y tenía curiosidad. Así que nada, a ello voy, en la medida de mis posibilidades. Sabido es que Kepler era afín a la teoría heliocéntrica de Nicolás Copérnico (1473-1543); teoría que —como es sabido— ya fue propuesta mucho tiempo antes (en el siglo III a. de C.) por Aristarco de Samos, aunque no tuvo muchos seguidores. Pues bien, mucho tiempo después, Nicolás Copérnico fue el científico que recuperó dicha teoría y la estableció como el modelo más plausible para describir el cosmos conocido. Y en este contexto, viene al escenario nuestro querido Johannes Kepler (1571-1630).

Su punto de partida fue, pues, la herencia que legó Copérnico: los planetas se movían según órbitas circulares alrededor del sol. Y su primera intención fue la de demostrar la hipótesis copernicana. En esto no se diferenciaba de buena parte de los astrónomos de la época. Su novedad —y su grandeza— fue otra distinta. Lo llamativo del caso Kepler ―a mi modo de ver― no fue tanto la demostración y descripción más afinada de las órbitas celestes ―que también― como el cambio de paradigma que supuso su aportación, y que daría origen a lo que poco más tarde con Newton y Galileo se consolidaría como ‘ciencia moderna’.

Los argumentos que se solían esgrimir en la época (así el mismo Copérnico) para fundamentar el heliocentrismo no eran estrictamente físicos o científicos (tal y como hoy entendemos la física o la ciencia), sino metafísicos. Y Kepler no era ajeno a este planteamiento, pues de alguna manera entendía que el orden cósmico no era sino un fiel reflejo de la perfección del pensamiento divino. Su gran novedad fue que él no se quedó en este enfoque, fruto del cual lo que primaba era sobre todo la descripción geométrica del sistema solar, sino que comenzó a plantearse por qué ese orden geométrico era como era; es decir, comenzó a buscar las causas físicas cuya consecuencia fuese ese movimiento planetario tan ordenado geométricamente. Y este cambio, que dicho así parece evidente, supuso un cambio radical en la mentalidad renacentista, fuertemente impregnada todavía de la mentalidad ‘científica’ clásica.

Para Kepler, el Sol no era únicamente el ‘centro del universo’, sino que era el causante (causante físico) de que los planetas giraran alrededor de él, y que cada uno de ellos lo hiciera con su trayectoria y velocidad respectivas.

Y esta idea fue totalmente innovadora, ya que hasta la fecha no se había hecho cuestión (a fondo) de por qué se movían los planetas; o, en todo caso, se pensaba que se movían bien por arrastre de las bóvedas celestes sobre las que se encontraban, o por una especie de energía interna que poseían per se, en  sentido animista o hilozoísta (Tales de Mileto). Por lo general, sus colegas se apoyaban en la física aristotélica, que entonces era consideraba definitiva. Sin embargo, él intentó fundar la explicación en una serie de causas de carácter mecánico expresables matemáticamente. Sí, los planetas fueron creados por el Creador, pero funcionan por sí mismos, y hay que buscar dichas causas. Y en esto Kepler fue un auténtico incomprendido entre las grandes figuras de la época, incluso el famoso Tycho Brahe, aunque otros le apoyaban, como su propio maestro.

Pues bien, gracias a esta aportación kepleriana se comenzó a pensar que los movimientos de los astros ya no correspondían a una especie de dibujo geométrico realizado por la mente divina… y ya está, sino que respondían a fuerzas físicas que podían ser expresadas matemáticamente. En este sentido, el hecho de coger el modelo copernicano frente al ptolemaico (entonces imperante) simplificaba mucho el esquema, ya que era posible establecer una relación armónica (todavía por definir) entre las distancias de los planetas al Sol y sus velocidades respectivas, tal y como se puede ver gráficamente en este gif:



A mi modo de ver, más que la definición de sus leyes, la importancia de Kepler fue ésta: el cambio del paradigma clásico-renacentista al científico-moderno. Esta transición de Kepler se puede observar en sus publicaciones, tal y como nos explica F.J. Luna. Un primer esbozo fue el de asociar a los espacios interplanetarios los sólidos platónicos (tal y como se explica en el Timeo) los cuales debían encajar entre los seis planetas conocidos hasta la fecha. Estos sólidos tenían algo de mágico, o de místico: a causa de sus propiedades geométricas (convexos, caras formadas por poliedros regulares, en cada vértice se unen el mismo número de caras, simétricos respecto a un punto, eje o plano) sinónimo de perfección, se les había atribuido un elemento constitutivo de la naturaleza (fuego, tierra, aire, agua… y el mismo cosmos).

Pues bien, la intención de Kepler era mostrar cómo el Creador había ajustado los cielos a los cinco sólidos regulares, en función de cada cual el planeta ajustaría la razón de su movimiento. De hecho, llegó a publicar que esto era efectivamente así: si los desplazamientos de los planetas debían responder a leyes matemáticas, lo lógico era que se ajustaran a las matemáticas conocidas hasta la época. Y además, el hecho de que los sólidos platónicos sirvieran de base para la organización de los planetas, conllevaba un simbolismo armónico y místico evidente. Gracias a ello, la mente humana podía alcanzar a comprender (geométricamente) la obra divina del cosmos. Para Kepler existía una similitud entre la razón divina y la humana, capaz de comprender a aquélla. «Uno puede circunscribir un sólido platónico diferente alrededor de cada una de las primeras cinco esferas, e inscribirlo dentro de la siguiente. ¡Por tanto los cinco sólidos platónicos pueden mediar entre seis esferas!», explica Wilczek. ¿Y por qué seis? Pues porque seis eran los planetas conocidos: Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter y Saturno. De esta manera, inicialmente pensaba que podía conocer las distancias relativas entre los distintos planetas y el Sol. Estaba convencido de que había hallado el plan de Dios. Así lo expresa él en su Mysterium cosmographicum: «me siento transportado y poseído por una euforia inenarrable ante el espectáculo divino de la armonía celestial».

Sin embargo, aunque Kepler asumió esta disposición geométrica del cielo, no asumió la explicación de fondo ya que, si bien la arquitectura era esa, lo que había que hacer —como sabemos— era ir más allá de la explicación teológica o animista, para acudir a una explicación en términos empíricos, observables y medibles, de alguna manera experimentables. Sí, Dios construyó así los cielos, pero el funcionamiento de estos se debía a causas intrínsecas al mismo sistema celeste. El asunto era concretar esas causas y los movimientos a que daba lugar.

Porque concretar esas leyes según las cuales los planetas giraban alrededor del Sol no fue una tarea nada sencilla, por otra parte. Que entre la distancia y la velocidad había algún tipo de relación, era algo evidente; la cuestión era averiguar cuál. Para ello estableció algunas variables, como las distancias y las velocidades planetarias, o distintos ámbitos celestes (el propio del Sol, el de los cuerpos fijos y el de los cuerpo movientes) y comenzó a investigar. Probó con todo tipo de series geométricas, aritméticas… funciones trigonométricas… pero ninguna le acababa de dar resultado. No sabía hacia dónde ir; su única vía era ir probando ‘por tanteo’. Pero no cejaba en el empeño, pues si el orden del cosmos era divino, consecuentemente era también matemático, y por tanto debía ser posible averiguar ese principio matemático válido para todos los casos.

Con el tiempo, fue abandonando su idea de mantener viva la hipótesis de que los planetas se movían siguiendo las trayectorias marcadas por los sólidos platónicos, para establecer al Sol, no únicamente como centro del sistema solar, sino como causante físico directo del movimiento de estos (idea ajena al pensamiento de Copérnico). Él pensaba que, o bien las ‘almas de los planetas’ se debilitaban conforme más lejanos estaban del Sol, o bien sólo éste estaba animado, y su influencia en los planetas se debilitaba con la distancia, asumiendo que sólo había una única fuerza en el sistema solar y que dependía del astro rey. Y, paralelamente, siguió dos líneas de trabajo colaterales: mejorar en la fiabilidad de los datos observados (motivo por el cual acudió a Tycho Brahe, el cual disponía de muchos más medios), así como profundizar en sus conocimientos matemáticos.

Vio con claridad la relación que hay entre el tiempo de revolución y el incremento de los radios de las órbitas. Pero esta relación no era una relación directa, sino que debía intervenir otra variable, o debía ser de otro modo. comenzó a considerar potencias de las distintas variables para establecer las razones matemáticas, probando para que los resultados matemáticos se ajusten a los datos observados. Su procedimiento fue un auténtico proceso por tanteo, algo de lo que el propio Kepler era consciente. Su profesionalidad y su inquietud le llevó a profundizar en las matemáticas (así como en el significado físico de las modificaciones de las variables), explorando cada vez más los límites de la ciencia de su tiempo. Una ciencia dependiente en gran medida de la cosmovisión científica clásica y de la comprensión teológica del mundo, en la que no cabía (¡era algo impensable en el espíritu de la época!) la búsqueda de las causas físicas. Para Kepler, sin embargo, no eran problemas distintos, sino distintas dimensiones (geométrica, teológica, física) de un mismo problema. Con el tiempo, iría averiguando sus famosas leyes, pero eso ya es otra historia.

Ya en breve, con Galileo y sobre todo con Newton, el paradigma cambió definitivamente. El mundo ya no era considerado como ‘la obra de Dios’, comenzando a ser considerada independiente, no sólo de Dios, sino también del hombre. Surgió en el imaginario de los científicos de la época la posibilidad de una descripción o explicación objetiva de la Naturaleza atendiendo a sus propios procesos; Naturaleza que ya no era más que un acontecer de procesos regulares en el espacio y en el tiempo, susceptibles de ser expresados matemáticamente. Esta tendencia se extendió durante las siguientes generaciones, en las cuales la mecánica newtoniana se fue aplicando a dominios cada vez más amplios de la Naturaleza: ya no sólo el gran desarrollo de la mecánica durante el siglo XVIII, sino también el de la óptica y la termodinámica durante las primeras décadas del XIX. Y en breve, y gracias al desarrollo de la técnica, a esos otros ámbitos recónditos sin la cual no hubiéramos podido tener noticia de ellos (astronomía, química, electricidad).

17 de julio de 2018

Ideas dotadas de biografía (y iv): o la sensibilidad emotiva de Poincaré

La idea con la que finalizaba el anterior (y lejano) post me parece que es una idea fundamental del pensamiento dorsiano: ideas dotadas de biografía. Con esta expresión tan original y sugerente, d’Ors es capaz de aunar dos dimensiones distintas (la sensible y la racional, la material y la formal) pero de las que se nutre todo posible conocimiento. ¿Qué es conocer, sino extraer esquemas formales de la realidad? Pero para extraerlos es preciso previamente percibir la realidad en su concreción.

En situaciones más o menos sencillas, podemos pensar que es relativamente fácil extraer estos esquemas formales del conocimiento. Pero, a poco que nos detengamos en ello, nos daremos cuenta de que las cosas no son para nada tan sencillas. Uno de los ejemplos que personalmente me causa más admiración, quizá porque lo conozco un poco más de cerca, es todo el proceso que siguió Johannes Kepler para describir matemáticamente las órbitas de los planetas. Y, tal y como cuenta Werner Heisenberg (sí, el del principio de incertidumbre) en uno de sus libros, en concreto La imagen de la naturaleza en la física actual, la experiencia de Kepler al poder lograr su objetivo fue verdaderamente espectacular, transcribiendo tal y como él lo expresó al concluir el último volumen de su Armonía del Universo: «Te doy las gracias a ti, Dios señor y creador nuestro, porque me dejas ver la belleza de tu creación, y me regocijo con las obras de tus manos. Mira, ya he concluido la obra a la que me sentí llamado; he cultivado el talento que Tú me diste; he proclamado la magnificencia de tus obras a los hombres que lean estas demostraciones, en la medida en que pudo abarcarla la limitación de mi espíritu». Creo que a esta experiencia se le puede aplicar sin ningún tipo de problemas la expresión dorsiana ‘con regocijo y sustancia’.

Recordemos que en otro post había llamado la atención sobre esta expresión. Y es que, según d’Ors, subyaciendo a su pensamiento figurativo, a su pensamiento en relieve, no hay sino un regocijo, fruto del cual surgen precisamente las ideas con sustancia, las ideas dotadas de biografía. Y esta idea es muy interesante. No hace mucho leí una reflexión de Poincaré en su pequeño escrito “La creación matemática”, en la que se planteaba precisamente cómo podía ser que, de todas las ideas que surcaban su cabeza (la cabeza de un matemático) a la hora de pensar un problema, de repente aflorarán algunas (con frecuencia de modo no consciente), y que a la postre se erigieran en soluciones a dicho problema. Y la respuesta de Poincaré pasa por el hecho de que, del mismo modo que de todos los estímulos sólo llaman nuestra atención perceptiva los más intensos (salvo que otras causas la dirijan hacia otros), «en general, los fenómenos inconscientes privilegiados, los que pueden convertirse en conscientes, son aquellos que, directa o indirectamente, afectan más profundamente a nuestra sensibilidad emotiva».

La cuestión es: ¿cómo un enunciado matemático puede apelar a una sensibilidad emotiva, cuando lo lógico es que sólo dependiera de nuestro intelecto?, ¿qué hay más racional y lógico, más aséptico emocionalmente hablando, que un teorema matemático? Pensar así es un craso error para Poincaré, porque «esta opinión olvida la sensación de belleza matemática, de la armonía de los números y las formas, de la elegancia geométrica que es una verdadera sensación estética conocida por todos los matemáticos auténticos, y que, en consecuencia, pertenece a la sensibilidad emotiva». O sea que, el conocimiento en general (el matemático en particular), cuando posee de algún modo un correlato con la realidad de las cosas, cuando sus elementos están dispuestos de tal modo, la mente puede captarlos sin esfuerzo en su totalidad, al tiempo que percibe sus detalles.

«Tal armonía no sólo es satisfactoria para nuestras necesidades estéticas, sino que presta ayuda a la mente, a la que sustenta y guía, al tiempo que, al poner ante nosotros un todo bien ordenado, nos permite intuir dicha ley matemática».

Si nos fijamos, para Poincaré es fundamental esa sensibilidad emotiva, ese regocijo dorsiano, esa sensibilidad estética que es la que hace las veces de cedazo delicado que permea aquellos pensamientos que poseen ese correlato con lo real y que, de modo similar al de Poincaré, describe Kepler cuando finalmente dio con sus famosas leyes. Al decir del matemático francés, no se puede ser un auténtico creador sin esa sensibilidad estética, pues de algún modo es ella la que nos impide desvincularnos de la realidad de las cosas.

Esta explicación de Poincaré creo que refleja fielmente la idea dorsiana: una creación estética tiene mucho que ver con ese regocijo y sustancia que nos decía: regocijo por lo que tiene de estético, sustancia por lo que tiene de real. ¡Hasta en una ley matemática! Tanto es así, que para d’Ors el poseer esa capacidad estética ya era un modo de conocimiento, pues nos situaba en el orbe de lo real, de modo que el conocimiento racional o matemático ya tenía mucho andado. Quien posee esa sensibilidad estética, ya está en la vía de la verdad, no tanto de modo científico-lógico, como de modo intuitivo, vital… La razón creativa es la que se ejerce de la mano de esa sensibilidad, pues posee la suficiente finura como para que en ella resuene la realidad de las cosas porque —como decía Poincaré— puede captarlas sin esfuerzo ya que simpatiza con ellas. Con esa sensibilidad estética, no es que se vea otra realidad, sino que se ve la realidad de siempre… pero con otros ojos. No se trata de un volver a ser consciente de algo que ya se conocía, sino de conocer aquello que ya se conocía pero como algo más que lo ya conocido, como algo nuevo y que marca la diferencia con lo conocido previamente. Es la diferencia de pensarlo en plano a pensarlo en relieve. Según d’Ors, para acercarse a la verdadera esencia de lo ya conocido hay que reconocerlo según este giro provocado por el pensamiento figurativo (por la transformación en construcción que dirá Gadamer): es un poner de relieve la figura que subyace (inaccesible ‘antes de’) de las cosas.

28 de noviembre de 2017

Ideas dotadas de biografía (iii): la tectónica artística

Hablábamos en el post anterior de esas figuras que podemos adivinar en la realidad, para lo cual era preciso pensarla figurativamente, tomando cierta distancia de perspectiva, no quedándonos empastados en ella. Estas formas no es que existan como tales, sino que las podemos entrever partiendo de la realidad concreta de las cosas, de su movimiento, de su devenir, de sus relaciones...Hablábamos en el post anterior de esas figuras que podemos adivinar en la realidad, para lo cual era preciso pensarla figurativamente, tomando cierta distancia de perspectiva, no quedándonos empastados en ella. Estas formas no es que existan como tales, sino que las podemos entrever partiendo de la realidad concreta de las cosas, de su movimiento, de su devenir, de sus relaciones...

El caso es que dichas figuras geométricas no se dan en la realidad así, de forma pura, ideal… sino que se dan encarnadas en ella. Lo que existen son las cosas y las situaciones; pero partiendo de su misma existencia, y por observación de ciertas constantes en fenómenos diversos, nos permitirá, si nos acercamos a ello figurativamente, si podemos pensar ‘en relieve’, extraer esas figuras geométricas cosmológicas. Recordemos que éste es el proceso al que d’Ors denomina tectónica, ese proceso según el cual las formas se dan a una con los elementos de la realidad, de modo que a la vez que se genera ese hecho o esa cosa se genera a la vez la forma que alberga en su seno. Otra cosa es nuestra capacidad para identificar dichas formas, actividad que denominaba morfología. Si la morfología estudia las formas, la tectónica estudia cómo esas formas se dan de hecho en la realidad; y no sólo en la realidad natural, sino también en la realidad cultural. Morfología y tectónica se complementan armónicamente en la cosmovisión dorsiana.

Este complemento armónico d’Ors lo articula alrededor del estético, ámbito privilegiado para poder ejercer su morfología, la cual es viable por la tectónica propia de la realidad. A su modo de ver, para poder aprehender en toda su profundidad la tectónica de la realidad es preciso acudir a modos de ejercer la razón que vayan más allá de lo lógico-científico; con ello, pero yendo más allá de ello. Para poder aprehender la tectónica, López Quintás dirá que es preciso atender a la realidad ‘ambitalmente’, modo gracias al cual podemos precisamente trascender la dualidad sujeto-objeto, para acudir a un ámbito de súperobjetividad: ámbitos de encuentro, relacionales, que sólo pueden ser aprehendidos si trascendemos la intuición sensible de la realidad para acceder a un pensamiento figurativo, o como describe muy gráficamente un pensamiento en relieve.

Pues bien, según d’Ors el arte se debe a este proceso; si se queda en la primera impresión, en lo sensible, en el deleite de los sentidos, en el virtuosismo, se convierte en un arte desvirtuado, sine nobilitate (sin nobleza, snob). El arte es el modo en que se puede reproducir artificialmente (artísticamente) esa tectónica que subyace a la realidad de las cosas, y que por ende nos encamina hacia ella. El arte es mediador, no un fin en sí mismo. La tectónica artística no es un objetivo en sí, cosa que ocurriría en aquellos casos en que reducimos lo artístico a lo primariamente percibido, a lo sensible; la tectónica es un medio para transmitir esa realidad que trasciende a lo primariamente sensible y a lo inmediato, y que d’Ors articula alrededor del concepto de ‘formas’.

El pensamiento figurativo dorsiano, pues, tanto en el ámbito artístico como en el natural y en el cultural capta simultáneamente el elemento sensible y el elemento racional del orden formal. Para él este conocimiento racional es más elevado que el sensible en la medida en que nos permite alcanzar dimensiones más profundas de la realidad, pero entiende que no se puede dar sin el sensible; la forma hay que buscarla en la realidad y no fuera de ella. Las formas no existen fuera de las cosas concretas que tienen figura, y no son sino ‘esquemas racionales que se añaden al elemento material de la sensación’. De hecho, el conocimiento estriba en, traspasando la realidad percibida sensiblemente, en saber mirar y saber dar forma a lo visto, saber configurarlo, en saber dibujarlo.


¿Qué otra cosa es sino pensar? Pensar es precisamente ‘organizar en cosmos un caos amorfo de posibilidades’. Mediante el pensamiento figurativo somos capaces de esquematizar racionalmente esas ideas que sólo se dan en la realidad, que sólo se dan encarnadas… esas ideas dotadas de biografía.


21 de noviembre de 2017

Ideas dotadas de biografía (ii): de la morfología a la tectónica

Como decía en el anterior post, Eugenio d’Ors hablaba de esa posibilidad de reconocer en ámbitos tan distintos como la naturaleza como en los hechos culturales e históricos ciertos esquemas formales que se repetían a modo de patrones. Recordemos que d’Ors no adopta aquí un enfoque platónico, aunque pudiera parecerlo: él es consciente de la existencia de lo múltiple y de lo diverso, lo cual no es óbice para observar estos patrones formales que los subyacen, y que permiten por otro lado contrastarlos. Ése y no otro es el objetivo de su morfología.

Quisiera detenerme en el hecho de que estas formas, o estos esquemas formales, no existen como tales en la realidad, así, de modo ‘puro’, de modo ideal, sino que se dan precisamente en la misma realidad de las cosas y de los hechos que acontecen. La morfología lo que hace es extraer de la realidad dichos esquemas formales. ¿Cómo lo hace? D’Ors lo expresa magistralmente: pensando figurativamente la realidad. Un ejemplo sencillo sería, por ejemplo, el de las órbitas de los planetas. En sí mismas, las órbitas en cuanto tales no existen, pero su formalización nos ayuda a conceptuar el movimiento de los astros. No se trata de que los astros deban seguir necesariamente esas órbitas elípticas; los astros tienen las trayectorias que siguen, cada uno la suya. Eso no es óbice para que nosotros podamos abstraer de dichas trayectorias unas líneas imaginarias. Y curiosamente podemos darnos cuenta de que, independientemente de que cada uno sigue su trayectoria particular, comparten características similares que podemos formular mediante leyes.

Para llegar a estos elementos formales es preciso partir de los hechos concretos y actuar inductivamente. Y esto no está en las manos de cualquiera. Muy agudamente (y adelantándose a ideas asentadas con posterioridad en la filosofía de la ciencia), d'Ors es consciente de que para seleccionar estos hechos concretos de los que se parte, para elegir unos sí y otros no, no valen criterios estrictamente científicos, sino que es preciso contar con cierta ‘subjetividad’ humana, subjetividad articulada alrededor de la intuición del individuo, sus preferencias personales, etc., inevitables aunque se pretenda una objetividad racional del problema. Pero a lo que iba. A lo que hay que atender es al hecho de que esos esquemas formales se dan en la naturaleza en una serie de elementos. Pues bien, este proceso según el cual la existencia de estos elementos, cosas reales, etc., dan a su vez las formas que rigen sus comportamientos, es lo que Eugenio d’Ors denomina tectónica.

Junto a una geometría abstracta (a base de puntos, líneas, planos, figuras), d’Ors habla también de una geometría cosmológica; geometría que si bien es necesariamente más ‘grosera’ que la abstracta, es ‘eminentemente sugestiva’, definida como el ‘estudio sistemático de las relaciones cuantitativo-figurativas existentes en el mundo sensible’. Y entre ellas hay una diferencia muy notable. La geometría abstracta aspira a emanciparse en la medida de lo posible de la intuición (sensible) con sus elementos ideales o puros; pero los elementos de la geometría cosmológica no sólo no aspiran a tal emancipación sino que encuentran en ella (en la intuición sensible) ‘a la vez regocijo y sustancia’ (mantengamos en la memoria estos dos términos: regocijo y sustancia).

Así, d’Ors no se acercará a la realidad desde los elementos puros o ideales (actitud platónica) sino que, atendiendo a lo real, intentará sonsacarle las constantes geométricas que la misma realidad nos permite entrever. Para ello será preciso mantener una actitud diversa, habrá que pensar la realidad figurativamente, en lugar de mantenernos a ras de tierra, empastados en ella. Como vemos, no son ideas puras, no son propias de un conocimiento puro racional, sino que están sujetas a contingencias y vicisitudes. Sin embargo, no se limitan a lo concreto, a lo inmediato, sino que se encuentran a medio camino entre lo inmediato sensible y el mundo abstracto de los conceptos. Por un lado, poseen cierta similitud con lo conceptual (por lo que tienen de puro), y por el otro, cierta similitud con lo fenoménico (por lo que tienen de concreto). Son figuras encarnadas, perceptibles por una intuición sensible que encuentra en la realidad regocijo y sustancia, fundamento del conocimiento estético, como veremos.

14 de noviembre de 2017

Ideas dotadas de biografía (i): palpar la realidad

Eugenio d'Ors es un autor que ha elaborado una teoría bastante personal de lo que es la metafísica, la cultura y el arte. Todo ello gira en torno a un núcleo fundamental en su pensamiento: la estética. Gracias a ella, podrá crear vínculos velados entre fenómenos aparentemente tan dispares como los históricos y los naturales, los culturales y los metafísicos.

No es un pensador platónico: la realidad de los hechos y su multiplicidad y diversidad es algo que se impone, pero ello no implica necesariamente una ausencia de formas, o de ideas, todo lo contrario; lo que cambia es el modo de acceder a ese sustrato. Para él será tarea ineludible poner orden en ese aparente caos que es la pluralidad de hechos concretos que continuamente se dan, e incluso entre ámbitos aparentemente inconexos. Su pensamiento gira alrededor de la idea nuclear de que entre lo variado hay una armonía, entre lo dinámico elementos estáticos de razón… de modo que no se trata de que sea lo uno ‘o’ lo otro, sino de lo uno ‘y’ lo otro. Ambas dimensiones (lo dinámico y lo estático, lo diverso y lo armónico) son necesarias para darse una realidad que es complemento necesario de ambas.

Ahora bien, para poder avanzar hay que proceder mediante una metodología que dé cabida a esa combinación viva de dimensiones tan dispares, porque no es fácil acceder a ese conocimiento que combina lo múltiple y diverso con lo formal y racional. No puede ser un conocimiento al uso, fuertemente marcado por el segundo aspecto: el racional, el formal, el reflexivo… Es necesaria una metodología diferente, que incluya en su seno esa dimensión física que nos pone en contacto con la dimensión también física de la realidad diversa: una metodología que él denomina palpitación; es decir, un conocimiento tentativo, como ‘a tientas’, palpando la realidad, sintiendo su palpitar, su vibrar, su existir. Para ello podrá en combinación dos disciplinas, a saber: la morfología y la tectónica, inseparables la una de la otra. La primera tiene que ver con la dimensión formal; la segunda, con el modo en que la realidad se da en su génesis de acuerdo a esas formas.

La primera de ellas, la morfología, se ocupa de la identificación de formas. Ahora bien, hay que entender qué significan estas formas, porque como digo no es un autor platónico, ni en consecuencia entiende las formas al modo de ideas platónicas que configuran aprióricamente la realidad. Para d’Ors no se trata tanto de algo que desciende del mundo de las ideas para conformar la materia, como de determinadas constantes ‘no mordidas por el tiempo’ que se dan en la naturaleza, y que en consecuencia pueden ser identificadas. No son leyes que se hayan de cumplir necesariamente, no son determinantes; ni siquiera son leyes que necesariamente deban existir como tales… Son constantes que se pueden adivinar en los procesos, se pueden identificar, y en un momento dado pueden no darse.

Esto es algo a lo que más o menos podemos estar acostumbrados en la naturaleza, ámbito por excelencia en el que podemos apreciar esas constantes que subyacen a los procesos naturales, a pesar de su diversidad. ¿Qué otra cosa es una ley científica, por ejemplo? Dos piedras nunca caen exactamente igual (sería imposible), y sin embargo ambas obedecen a las mismas leyes. Más novedoso es el hecho de identificar estas formas en el mundo de la cultura; sin embargo, será el empeño de su ‘morfología de la cultura’. Del mismo modo que podemos percibir esquemas formales en el mundo natural (¿recordáis cuando hablábamos de la espiral de Fibonacci?, o también el ejemplo de las regiones de Voronoi) podemos hacer lo propio en el mundo cultural o histórico.

D’Ors pone los ejemplos de los paralelismos que se pueden adivinar entre las aportaciones de Linneo a las ciencias naturales y las de Palladio a la arquitectura; o también entre los minuciosos grabados de Callot por un lado y la matemática infinitesimal de Lambertin por el otro. No se trata de una relación extrínseca entre fenómenos dispares, sino de distintos fenómenos de los que se pueden extraer patrones comunes según determinados aspectos. Patrones que —desde su punto de vista— ponen en evidencia cierta relación entre ambos tipos de fenómenos (los naturales y los culturales), relación que no posee el carácter de ‘necesidad’ (ciertamente), pero que se puede observar, prueba de que esa relación existe. Y no sólo entre lo natural y lo cultural, sino incluso entre fenómenos culturales de distinta índole, como entre lo artístico y lo político: famoso es su ensayo titulado precisamente Cúpula y monarquía, en el cual sugiere que es posible explicar los sistemas políticos atendiendo a las variaciones arquitectónicas producidas en la misma época; relación que como digo no se encuentra a modo de ‘ley’ sino como una constante que liga a estos dos fenómenos en su plasmación concreta. Otro ejemplo de este tipo serían las grandes edificaciones faraónicas de hormigón propias de los regímenes totalitarios.

Y esta es la cuestión que d’Ors se plantea, esto es, cómo es que de realidades tan dispares podemos extraer pautas formales que son semejantes, y que se repiten en ámbitos tan diferentes como en el de la naturaleza y el de la cultura. Porque estos esquemas formales no son algo meramente ideal, conceptual, sino que efectivamente se dan en la realidad de las cosas y de los hechos que acontecen, motivo por el cual los podemos reconocer. No se trata de algo meramente ‘puro’ sino físico, real… que se puede palpar.

8 de noviembre de 2017

Las bondades de la metamatemática

En un post anterior establecíamos la distinción entre matemáticas y meta-matemáticas, es decir, entre el contenido del discurrir matemático y aquello que se podía decir sobre dicho contenido, sobre dicho discurso. Esta distinción que hoy en día puede parecernos más o menos evidente, no lo era hasta no hace demasiado. Y si nos puede parecer hasta nimia, no lo es en absoluto, pues ello ha introducido la posibilidad de establecer una mirada crítica a los procesos mediante los cuales los matemáticos hacían matemáticas. Hasta la fecha, los procesos matemáticos estaban fuertemente influenciados por los conceptos comunes según los cuales nos relacionamos con la realidad, pero en el momento que dicha transferencia ya no está legitimada porque nos hemos ocupado de deslegitimarla por definición, los elementos que son utilizados en el discurso matemático están despojados de su significado habitual para adquirir aquel que está definido por los axiomas y por los criterios con que se han formulado los mismos.

Hoy en día estamos acostumbrados a escuchar expresiones del tipo meta-‘lo que sea’: meta-lenguaje, meta-comprensión, meta-psicología, meta-materiales… Por ello no nos es extraño diferenciar entre los sistemas formales que construyen los matemáticos (las matemáticas propiamente dichas) y la descripción, la discusión y la teorización acerca de los mismos, todo lo cual es incluido hoy en día en el campo de las ‘meta-matemáticas’. Pero esto es algo, como digo, bastante reciente; y hasta la fecha ha sido frecuente que los mismos matemáticos (al compartirse los significados de su reflexión matemática con los que usualmente les son atribuidos en la realidad) confundieran ambos ámbitos, y pensaran hacer matemáticas cuando únicamente estaban teorizando, discutiendo sobre ella, lo que ha dado lugar a no pocos problemas. La gran ventaja de esta distinción ha sido la de suprimir del cálculo estrictamente matemático todo aquello que no era específicamente matemático (como suposiciones ocultas o asociaciones indebidas); por otra parte, ha supuesto una depuración del ejercicio matemático por el esfuerzo que conlleva definir bien todo el sistema en términos estrictamente formales. De hecho, el programa de Hilbert tiene su origen en el debate abierto por el constructivismo ante los ‘excesos’ formalistas: frente a la postura constructivista que desestima algunos conceptos formalistas, Hilbert no está de acuerdo, proponiendo en la década de 1920 una alternativa, que cristalizó en la publicación de varios artículos, dando entrada a la metamatemática. Su objetivo no sería otro que contrastar la validez de los teoremas matemáticos, tratándolos como meras secuencias de símbolos, sin significado semántico, susceptibles de ser tratados mediante las reglas algorítmicas.

por aquí derivó la idea de Hilbert (que comentaba en el anterior post): en formalizar el lenguaje matemático, entendiendo que la empresa de reconducir disciplinas matemáticas a sistemas formales revestidos de un ‘traje axiomático’ era viable, convirtiendo las expresiones matemáticas en secuencias de símbolos sin significado explícito. Partiendo de ahí, se podrían identificar los elementos y las reglas que se deben seguir en las deducciones, etc., creando así un entramado estructural formal a partir del cual no pudieran generarse enunciados ni formulaciones contradictorias, o inconsistentes: los enunciados matemáticos serían tratados como una mera secuencia de símbolos sin más significado que el que tuvieran según las reglas con que se ha constituido dicho sistema formal, los cuales ya estaría en condiciones de ser manipulados en él. Ciertamente, estos sistemas serían complicados e incomprensibles en muchos casos porque, semánticamente, serían accesibles sólo por medio de sus reglas gramaticales y transformacionales, sin significado alguno cotidiano. Motivo por el cual no parecía sensato del todo renunciar a una ‘comprensión semántica’, espontánea, de operadores, entes, propiedades, etc. Esta comprensión semántica cotidiana no debía ser la principal, pero no podría tampoco renunciarse a ella del todo. Hilbert pensaba que, con la metamatemática, se podría averiguar qué razonamientos matemáticos eran válidos o no.

Como dice Morales Medina, el programa de Hilbert proponía que los axiomas para la aritmética debían cumplir cuatro condiciones, a saber: a) el sistema debe ser consistente; b) toda demostración debe poder realizarse en una cantidad finita de pasos; c) dado cualquier enunciado P, o bien él o su negación deben ser demostrables en el marco axiomático; y, d) la consistencia de los axiomas (primera condición) debe ser verificable en una cantidad finita de pasos. El carácter finito era importante, y ello en dos ámbitos: en el de la expresión de una proposición (que debía emplear un número finito de símbolos) así como en la expresión de una demostración (que debía emplear un número finito de pasos, o de proposiciones); no tenía sentido plantear proposiciones con un número infinito de símbolos, o demostraciones con un número infinito de pasos, pues en ambos casos parece razonable exigir que una proposición pueda ser expresada y una demostración realizada, para lo cual es preciso poder alcanzar su conclusión. No menos importante es su consistencia o ausencia de contradicción.

En este empeño formalizador tuvo un papel relevante Boole en 1847, pero sobre todo Russell y Whitehead con sus Principia Mathematica en 1910, apoyándose en los trabajos previos de Gottlob Frege. Lo que pretendía este autor era mostrar que todas las nociones aritméticas pueden derivar de ideas y procesos puramente lógicos, al hilo de lo que estamos viendo; es decir que, efectivamente, cualquier teorema se pudiera deducir mediante la aplicación de unas reglas de deducción partiendo de unos pocos axiomas iniciales. Russell y Whitehead pusieron de manifiesto claramente esas insuficiencias que ya denunciaba Hilbert en referencia a lo frecuente que era que una deducción matemática se ‘contaminara’ con elementos meta-matemáticos. Evidentemente, el uso de estos elementos contaminantes por parte de los matemáticos hasta la época se hacía de modo inconsciente, y no ha sido hasta estos años que se ha evolucionado lo suficiente como para ponerlos en evidencia. Por ejemplo, se detectan casos así en la geometría euclidiana, la cual llevaba en vigor sin ningún problema cerca de dos mil años: la lógica tradicional es incompleta, e incluso fracasa a la hora de explicar razonamientos matemáticos que hoy en día son considerados elementales.

Sin embargo, esta pretensión de reducir la consistencia de los sistemas matemáticos a la consistencia formal lógica de sus procesos no ha triunfado, y sucesivas investigaciones han puesto de manifiesto que la pretensión de Frege y Russell no ha sido ‘la’ respuesta al problema planteado. Sin embargo, su trabajo no ha sido en balde; como suele ocurrir, el esfuerzo realizado, aunque no alcanzara su objetivo, ha proporcionado elementos de notable valor, en este caso estos dos: a) la formalización del razonamiento matemático, y b) la relación de todas las reglas y normas inferenciales formalmente empleadas en las demostraciones y deducciones matemáticas. Los Principia Mathematica de Russell y Whitehead contribuyeron en definitiva, así como los trabajos de Frege, a la posibilidad de crear un cálculo matemático ausente de contaminaciones interpretativas, reduciendo la operatividad a transformaciones de cadenas de señales sin significado en otras cadenas de señales sin significado, de acuerdo a unas reglas establecidas.