22 de agosto de 2023

La difícil riqueza del encuentro

Uno de los grandes retos de las sociedades contemporáneas es el de establecer el modo en que se relacionan. Estamos en una época en la que el contacto entre grupos sociales diversos y distantes es cada vez más frecuente, e incluso cada vez más íntimo, y para nada está resuelto cómo se deba establecer. Frecuentemente vehiculadas por asuntos comerciales, también por los que tienen que ver con conflictos internacionales (que no locales), las relaciones entre las culturas son problemáticas, además de que no todas las sociedades están en el mismo grado de madurez histórica para poder afrontarlas; hecho que es problemático de por sí, siendo seguramente lo más problemático no hacerse cargo de ello.

Esto es algo que muy bien puede observarse en el plano individual. No es fácil establecer un encuentro real, auténtico y profundo con el otro, no es fácil dialogar, no es fácil abrirse, pues ello nos hace vulnerables; y no todos poseen la misma disposición para ello. Es frecuente protegerse ante el desconocido, evitando el encuentro, o reduciéndolo a un superficial entrecruzamiento de palabras o situaciones banales; y, si bien esto es natural, esa protección conlleva la trampa de vivir encerrado en el interior de las propias murallas, impidiendo establecer relaciones hondas con el otro, e incluso también con nosotros mismos. La posibilidad del encuentro es enriquecedora: nadie es igual antes que después de haber experienciado un encuentro.

Con Melloni se pueden establecer tres estadios en este proceso. El primero es muy habitual: en él ocurre que lo propio (valores, lengua, creencias) nos estructura holísticamente; somos como somos consecuencia de nuestra tradición próxima (familiar, social), sin que nos hallamos hecho eco de ello. Esto es algo de lo que en un principio no solemos ser conscientes: así de embebidos estamos en esa vivencia. Y lo estamos porque lo cierto es que no hemos salido de nuestro charquito (no tanto geográficamente —que también— como existencialmente), y difícilmente podemos contrastarnos. Pensamos que el mundo es como ‘nuestro’ mundo, y no nos planteamos la existencia de otras cosmovisiones o comprensiones de la vida y, aun cuando sea el caso, difícilmente pensamos que puedan ser tan validas o incluso mejores que la nuestra.

Pero pronto se produce un primer encuentro con el ‘otro’, sea del tipo que sea, lo que supone un extrañamiento, un toparse con lo desconocido: otras formas de vida, otras culturas, otras creencias, otros valores. Por un lado ello genera cierto temor, pero por el otro también fascinación, y es importante encontrar el equilibrio entre ambos polos, ya que son frecuentes experiencias distorsionadas en este sentido: ante el temor, solemos anteponer lo mejor de lo nuestro con lo peor de lo ajeno; ante la fascinación, ocurre al revés, que comparamos lo mejor de lo ajeno con lo peor de lo propio. En ninguno de los dos casos se da un encuentro auténtico con la alteridad, sino con una imagen deformada que nos hacemos de ella; y no se da un encuentro auténtico con la alteridad porque se ve al otro o a lo otro a la luz de nuestro temor o de nuestra fascinación, pero no desde lo que es realmente. Lo que el otro sea queda deformado (bien engrandeciéndolo, bien denigrándolo) al leerlo a la luz de nuestra imaginación, en lugar de dejar que, sencillamente, se muestre cómo es; en lugar de conocerle auténticamente, proyectamos nuestras idealizaciones o nuestros temores.

Sólo en el encuentro auténtico permitimos que el otro se nos revele como es, a la vez que nosotros nos revelamos como somos auténticamente, pues no hay que olvidar que nosotros somos ‘el otro’ para el otro.

Con esta experiencia en la mochila, uno se encuentra en casa de un modo muy diferente. Se da cuenta de que su mundo era un ‘mundo pequeño’, y el conocimiento de ‘otros mundos’, lejos de disolver su identidad, la transfigura, la fortalece: se deja de pensar que lo propio (nuestra tierra, nuestra cultura, nuestro pueblo) es lo mejor, convirtiéndose, sencillamente, en ‘lo nuestro’, como los demás también tienen ‘lo suyo’, sabiendo valorar lo del otro así como situar en su sitio a lo propio. Esta apertura ayuda a superar reduccionismos pueblerinos, cerrazones mezquinas que nos aíslan, levantando fronteras temerosas y desafiantes. Sin embargo, la experiencia del encuentro posibilita un crecimiento difícilmente descriptible, tan sólo expresado en una nueva autocomprensión propia, a nivel social e individual, inaugurando nuevos modos de vida y de relación, con la confianza que da saberse uno más entre otros.

Cuando uno se encuentra de verdad con el otro, se produce una auténtica transformación personal, gracias a la cual lo comprendemos de verdad, a la vez que nos comprendemos a nosotros mismos de un modo radicalmente diverso; con las repercusiones que ello conlleva en todas las dimensiones de lo humano. Hay que comprender lo diferente, comprenderlo y quererlo, y no temerlo ni soportarlo.

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