30 de agosto de 2022

La inducción y la deducción en la vida real

Con su modo particular de hacer filosofía, Peirce se plantea —al modo cartesiano— cuál puede ser el fundamento de la filosofía, esa piedra de toque a partir de la cual se pueda construir el edificio del conocimiento, y que trata de situar en el modo en que razonamos, lejos ya de enfoques un tanto utópicos propios del idealismo moderno. Curiosamente, esta crítica le llevará a establecer el origen de los principales modos de razonamiento, a saber: el deductivo y el inductivo. Son unas líneas un tanto farragosas, pero bueno, vamos a ello.

Ya vimos aquí cómo Peirce criticó que esa piedra angular pueda establecerse en el cogito de Descartes. Su argumentación giraba fundamentalmente en la sospecha de que la posibilidad de conocernos introspectivamente, de hacernos eco de nuestra conciencia, así, sin más, no era ni tan pura ni tan absoluta como pensara el filósofo francés. En su opinión, las cosas ocurren de muy diferente manera, dependiendo en buena medida de nuestra experiencia con el entorno la autoconciencia que tenemos de nosotros mismos. Nuestra razón es de todo menos pura, absoluta. Dice al respecto Peirce una idea que cuanto menos da que pensar: «no tenemos ningún poder de introspección, sino que todo conocimiento del mundo interno se deriva de nuestro conocimiento de los hechos externos por razonamiento hipotético», afirmación que, además de atentar contra el sentido común, cuestiona de raíz el planteamiento gnoseológico moderno, según el cual el conocimiento del entorno se basa en nuestra autoconsciencia, y no al revés. Para poder superar este paradigma moderno, pues, se hace preciso superar «aquellos prejuicios derivados de una filosofía que basa nuestro conocimiento del mundo exterior en nuestra autoconsciencia». Es decir, dar la vuelta al idealismo moderno como un calcetín, permitiendo a nuestra razón ir más allá de la cárcel creada por los barrotes de la lógica.

Peirce parte de un planteamiento gnoseológico de carácter cognitivo: es la cognición la vía a través de la cual se puede fundamentar el conocimiento. Y, en su opinión, no hay una cognición primera, a partir de la cual se pudieran dar todas las demás, sino que toda cognición «está lógicamente determinada por cogniciones previas»; es decir, no hay una cognición absolutamente primera, sino que todas se dan en una suerte de encadenamiento que no es sino un proceso continuo de cogniciones, montándose y solapándose las unas con las otras. Más que hablar de ‘una’ cognición primera, lo que habría que hacer es reflexionar sobre el proceso genético cognitivo, y ello a la luz de cómo en dicho proceso se refieren del modo más fiel posible los hechos externos. La única noticia —ciertamente— que podemos tener de los hechos externos consiste en su presencia en nuestra conciencia, pero esta presencia no puede ser ajena a sus propias leyes.

Surge así un conflicto total con el racionalismo moderno, en el sentido de que, según éste, toda acción mental (y, por tanto, también las representaciones del mundo externo) deben ser reducidas a la «fórmula de un razonamiento válido sin ningún otro supuesto que el de que la mente razona». Es decir, que toda representación mental se debe a las leyes de nuestra conciencia, que no son otras que las de una mente racionalista.

Ello que nos lleva a una segunda crítica. Porque, ¿es esto así?, ¿funciona siempre nuestra mente al modo ‘silogístico’? Peirce entiende que estrictamente no, aunque no lo desecha del todo. Lo digo en el sentido de que es razonable suponer que a nuestra mente le gusta conducirse a partir de conclusiones extraídas de premisas consideradas verdaderas, es decir, nos apoyamos en un marco conformado por unos modos de conocer y unos contenidos de conocimiento considerados como verdaderos; lo único es que el modo en que ello se da en nuestras vidas no sigue un silogismo lógico perfectamente establecido, sino que, con frecuencia, nuestra mente, sigue ‘razonamientos’ no tan racionales.

Ahora bien, si nuestra razón, si nuestra ampliación del conocimiento no siempre sigue las leyes de la lógica, «hay algo, por lo tanto, que tiene lugar dentro del organismo que es equivalente al proceso silogístico». Las inferencias reales no son completas (como las lógicas), sino incompletas, es decir, que la conclusión depende de ciertos elementos que no están contenidos en las premisas, por lo que su validez (la de la conclusión) no es una validez estrictamente lógica, aunque no deja de ser válida en un grado razonable. Si este proceso cognitivo no es válido lógicamente, sí que puede ser considerado válido virtualmente, erigiéndose así en un argumento completo en la medida en que se dan por sentado algunos aspectos no incluibles lógicamente en las premisas. Los argumentos reales no son apodícticos, sino probables. Los primeros son aquellos cuya validez depende incondicionalmente de la relación del hecho inferido con los hechos postulados en las premisas; los segundos, aquellos cuya validez depende de la ‘no-existencia’ en las premisas de algún otro conocimiento, es decir, que la conclusión se infiere sin que las premisas posean toda la información pertinente.

El argumento probable tiene que ver con el hecho de que, a la hora de decidir, pensar, actuar o razonar, no se posee previamente toda la información, sino que se tiene disponible parcialmente. Y éste es el modo usual de razonar, según el cual sólo conocemos algunas características, algunas experiencias concretas de algo, pero no más. Peirce pone el siguiente ejemplo: pensemos en un hombre enfermo de cólera, al que se le realiza una sangría, y al día siguiente ya se encuentra mejor; ¿es lícito achacar a la sangría su mejora?, porque igual ha mejorado por otra circunstancia. Afirmar ‘la sangría tiende a curar el cólera’ es una ‘inferencia probable’, pues hay muchos aspectos y factores asociados al cólera que nos son desconocidos y que muy bien pueden haber contribuido también a su cura. El hecho de no conocer a fondo esta enfermedad y su tratamiento médico nos lleva a ser prudentes en nuestras afirmaciones y catalogarlas como probables, y no como apodícticas. Por lo general, en la mayoría de nuestras afirmaciones no disponemos de ‘toda’ la información pertinente, por lo que no podrán ser apodícticas sino probables.

Pues bien, en opinión de Peirce esta ausencia de conocimiento se puede dar de dos maneras, que es lo que nos lleva a la diferencia entre una inducción y una deducción: a) «si junto a los objetos que, según las premisas, poseen ciertas características hay otros objetos que las poseen»; y b) «si junto a las características que, según las premisas, pertenecen a ciertos objetos hay otras características no implicadas necesariamente en estos que pertenecen a los mismos objetos». En el primer caso hablamos de otros objetos que posean las características que las premisas sitúan en los objetos mentados en concreto; y, en el segundo, hablamos de otras características que puedan estar presentes en los mismos objetos al margen de las que destacan las premisas. Si Peirce realiza esta distinción es porque entiende que hay que situar aquí la diferencia entre inducción y deducción (inducción y deducción probables, no apodícticas): el caso a) sería el de la inducción, en tanto que «el razonamiento procede como si se conociesen todos los objetos que tienen ciertas características»; mientras que el caso b) es la deducción, en tanto que «la inferencia procede como si se conociesen todas las características requeridas a la determinación de un cierto objeto, o clase, y esto es hipótesis». En su opinión, todo razonamiento se puede situar en uno de estos dos tipos: es inductivo o deductivo-hipotético, o una combinación de ambos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario