6 de septiembre de 2022

De Mendel a la información genética

Fácilmente podemos identificar los factores o átomos biológicos de Mendel (que vimos en este post) con lo que hoy en día entendemos por gen. No en vano se asume que la genética nació con él; o quizá, mejor que afirmar que nació con él, quizá sea más prudente decir que, de alguna manera, con su trabajo dirigió hacia ella los futuros esfuerzos de sus colegas. Fue consciente de que su aportación fue importante, aunque no sabía a dónde iría a parar. El monje checo fue capaz de resolver cómo es que no se perdían los rasgos hereditarios de una especie que en alguna generación no estuvieran presentes, y que podían volver a aparecer en sucesivas. Esto fue muy interesante porque, que un individuo de una generación no poseyera determinado rasgo, no implicaba que los futuros descendientes suyos no lo pudieran tener, siempre que dicho rasgo hubiera estado presente en un progenitor previo. La ventaja evolutiva de ello es evidente: si uno de estos rasgos que se mantienen en una generación no estando presentes en ella, proporciona ventajas selectivas, su no presencia en él no implica que su descendencia no pueda aprovecharse de ello, mejorando su posibilidad de supervivencia.

Vimos que estos factores de Mendel podían asumir distintos valores: el factor ‘color’ podía ser verde o amarillo, el factor ‘tamaño’ podía ser grande o pequeño, y el factor ‘textura’ podía ser rugoso o liso. Como puso de manifiesto, el valor de un determinado factor, aunque no se exprese en una generación, se mantiene de alguna manera en sus individuos, pudiendo ser expresado en generaciones posteriores. Esto es algo que hoy en día está asumido; según la nomenclatura actual, las posibilidades en que un gen puede manifestarse hoy en día se conocen como alelos. En el estudio de Mendel, el gen color presenta los alelos verde o amarillo, uno de los cuales será el dominante (que se expresa en mayúscula, por ejemplo, C) y el otro el recesivo (en minúscula, c). Del mismo modo, el gen tamaño presenta los alelos grande o pequeño, y el gen textura los alelos rugoso o liso. Así, en función de su expresión los genes nos irán diciendo cómo serán los individuos de diversas generaciones, a la luz de cómo se vayan manifestando los alelos. Algo que, si lo pensamos, no deja de ser un misterio; me refiero al hecho de que los alelos recesivos, estando presentes igualmente que los dominantes en un cromosoma, sean ‘superados’ por estos, no produciendo ningún tipo de efecto visible en determinadas ocasiones.

Ciertamente, Mendel no sabía nada ni de genes, ni de cromosomas, ni de mutaciones, conceptos que, gracias a él, pudieron ir conformándose poco a poco. Cómo fue avanzando la investigación durante estas décadas fue ciertamente apasionante.

Las investigaciones de Mendel se circunscribieron a las plantas. El estudio a este nivel en las especies animales todavía no se había iniciado en este sentido. Esto es algo que ocurrió más tarde, gracias a Lucien Cuénot, quien, poco después de que Mendel fuera redescubierto a comienzos del siglo XX, reprodujo sus trabajos con animales, en concreto con ratones, apoyándose en sus leyes. Su metodología fue similar a la que Mendel empleó con sus guisantes, fijando la atención en su pigmentación: trabajó con ratones pardos y con ratones albinos, asegurándose de que la descendencia de ambos tipos de ratones seguía siendo puramente parda y albina respectivamente. Y bueno, tras cruzarlos tal y como Mendel prescribía, sus resultados fueron prácticamente iguales, con una ligera desviación en los porcentajes de los caracteres en los hijos, pero muy próximos a los establecidos por él.

Todo ello convergió con otra línea de investigación posibilitada por las lentes de aumento. Hasta la fecha tan sólo se sabía que los organismos animales (igual que los vegetales) estaban constituidos por una especie de ladrillos microscópicos biológicos, a los que Robert Hooke (1635-1703) había denominado células. Hooke fue la primera persona que pudo ver y describir una célula observando a las plantas, en las que descubrió unas minúsculas ‘cámaras’, a las cuales denominó así, células, porque le recordaban las celdas de los monjes. En 1665 publicó una obra revolucionaria: Micrografía, o algunas descripciones fisiológicas de los cuerpos diminutos realizadas mediante cristales de aumento, sacando a la luz un mundo desconocido, el mundo de lo muy pequeño, más poblado y variopinto de lo que la mayor de las imaginaciones podía haber soñado.  Hooke calculó que en una pulgada cuadrada había unos mil doscientos millones de aquellas pequeñas celdas. Ciertamente, los microscopios ya existían desde hacía unos pocos años, sólo que él fue capaz de fabricar uno técnicamente mejor, logrando ampliaciones de un orden de magnitud de 30 veces, un prodigio de la técnica allá por el siglo XVII.

Unos pocos años después, se comenzó a recibir en la Real Sociedad de Londres numerosos dibujos e informes de un desconocido, un comerciante holandés, de imágenes observadas en base a ampliaciones de hasta 275 veces. El holandés Leeuwenhoek (1632-1723) no tenía base científica, pero sí una gran capacidad técnica así como una muy buena sensibilidad para la observación. Realizó muchos informes para la Real Sociedad redactados a partir de las observaciones que hizo de todo lo que se le ocurrió observar: el pan, los insectos, la sangre, el pelo, la saliva, heces, y también semen. En uno de sus informes describió la existencia de unos animálculos, que no eran sino protozoos; calculó que había en torno a ocho millones de ellos en una gota de agua (más que los habitantes de Holanda de la época). Además, fue el primero en observar unos diminutos cuerpos vibrátiles en el líquido seminal: los espermatozoos, que inmortalizó en sus cuadernos de dibujos. Leeuwenhoek ya no pudo avanzar más, siendo necesario esperar ciento cincuenta años para, una vez más evolucionada la tecnología, poder observar el interior de estos seres diminutos.

A él le siguieron otros biólogos como Spallanzani (1729-1799), sacerdote que profundizó en los procesos de fecundación en los animales, empleando por primera vez la inseminación artificial, al poner en contacto óvulos de rana con líquido seminal; o Kolliker (1817-1905), que fue capaz de seguir el rastro y desarrollo de los espermatozoos desde las células del testículo. En 1831 ocurrió un hito importante cuyo protagonista fue el botánico escocés Robert Brown (1773-1858) a quien simpáticamente Bryson le describe como un ‘visitante frecuente pero misterioso de la historia de la ciencia’, con apariciones fugaces pero importantes. Lo que hizo Brown fue poder observar el interior de una célula, distinguiendo una parte central de otras, a la que denominó núcleo (que viene del latín núcula, y que significa nuececita). Sería Theodor Schwann quien, en 1839, postuló la idea de que toda la materia viva era celular, idea que hasta entonces no se le había ocurrido a nadie, y que no se aceptó demasiado bien en el panorama científico de la época, y a lo que dio un empuje definitivo la investigación de Louis Pasteur quien, en la década de 1860, demostró que la vida parte de células preexistentes, no pudiendo surgir de modo espontáneo. La teoría celular se impuso, y se convirtió en la base de la biología moderna. A su luz, se estudió la generación de vida. Hertwig y Fol, a finales de los 70 del siglo XIX, «observaron, por primera vez en la historia, la penetración del óvulo por el espermio y formularon la regla universal de que la fecundación implica la unión de un solo espermio, con una sola célula ovular», explica Hogben. Y, no sólo eso, sino que se fue comprobando cómo en todos los animales se repetían estos procesos microscópicos con entidades que poseían una gran semejanza. Se fue viendo cómo, en cada fecundación, se unía el núcleo del espermio al núcleo del huevo, dividiéndose después en dos, repitiéndose este proceso un número indefinido de veces. Y se empezó a observar también que, si bien en el origen del nuevo individuo todas las nuevas células se parecían entre sí, conforme se iba desarrollando el organismo se producían las diferenciaciones que darían lugar a los distintos tejidos.

Las conclusiones mendelianas se fueron contrastando conforme avanzaban estos descubrimientos gracias a las posibilidades tecnológicas que brindó el comienzo del siglo XX, todo lo cual repercutió en una profundización de su comprensión. Había cierto paralelismo entre el modo en que se combinaban y se dividían las células con la transmisión hereditaria de los factores característicos. Se sabía que, con la fecundación, el gameto procedente del padre (espermatozoide) y el de la madre (óvulo), daban origen a la célula huevo o cigoto, de la cual surgiría el nuevo individuo. Sin embargo, aún no se sabía para nada cómo se producía la transmisión de los caracteres de los padres a los hijos, que era el meollo del asunto. Se suponía que en el cigoto no es que estuvieran ya los caracteres heredados, sino la información para que, en el desarrollo del embrión, dichos caracteres se manifestaran: la información hereditaria o genética. ¿Cómo se transmitía dicha información? Se debía encontrar en el núcleo de la célula huevo, pero ¿cómo había llegado hasta allí?, y ¿qué es exactamente lo que había llegado?, es decir, ¿cuál era el soporte de la información hereditaria? Estos interrogantes guiaron la investigación biológica de la época.

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