8 de febrero de 2022

Los orígenes del concepto moderno de conciencia

Cuando Aranguren nos explica en su Ética el concepto de ethos, distingue dos acepciones: êthos y éthos. En ambos casos significa ‘carácter’, pero con matices distintos, aunque complementarios e interrelacionados. En el primer caso, êthos hace referencia al carácter como modo de ser, no tanto entendido psicológicamente, como temperamento, etc., sino algo más profundo, como ese modo de ser radical desde el cual brota nuestro modo de vivir, de reaccionar, de actuar, de interpretar o de sentir; algo así como la fuente de nuestra vida, fuente de la que mana nuestro modo de ser. Pero ya los griegos se daban cuenta de que ese êthos no surgía así como así, sino que estaba en estrecha relación con nuestros actos y con nuestros hábitos, pero en el sentido opuesto al anterior: es decir, que nuestros actos contribuían a modificarlo y configurarlo; en este caso, el carácter no era tanto fuente de los actos como resultado suyo: es el éthos. Como digo, ambos momentos están íntimamente relacionados, en auténtica circularidad, la cual se puede erigir en una circularidad virtuosa (si nos endereza hacia nuestra mejor versión) o en una circularidad viciosa (si hace lo propio hacia la peor).

El caso es que ambos términos fueron vertidos al latín con el término mos, moris, que también significaba carácter; a juicio de Aranguren, al emplear un único término, fue complicado mantener ambos significados, imperando sobre todo el segundo.

Y esto tuvo una consecuencia importante, como fue la de perder ese momento fontanal, orgánico, fisiológico, de nuestro carácter, en beneficio del ejercicio de nuestras facultades superiores (inteligencia y voluntad), sobre las que recayó la atención al entender que eran las que dirigían nuestras vidas, conociendo lo que había que hacer y discerniéndolo para hacerlo. Se retomó la conceptuación hilemórfica, acentuando la dimensión formal (alma) en detrimento de la material (cuerpo), derivada de la interpretación platónica (y ésta de la órfica), con la que los pensadores medievales se sintieron cómodos.

Es la modernidad ―no olvidemos que este marco moderno no es un marco teocéntrico, sino antropocéntrico― la etapa en la que se produce una escisión metafísica entre los conceptos de persona y de naturaleza. Quizá no en Descartes, quien era deudor de un concepto sustancialista, aunque, al introducir la conciencia como dimensión humana esencial, dio pie a un proceso de desnaturalización, podemos decir. Así en Locke, para quien la separación cartesiana entre res cogitans y res extensa es insuficiente para explicar la identidad de la persona, aun cuando la conciencia estuviera claramente diferenciada y separada del cuerpo. Con la idea de des-sustancializar a la persona humana, el filósofo inglés hará recaer el peso del carácter personal no es su condición de res, de cosa, de sustancia, ya que, por muy espiritual que fuera, seguía siendo sustancia, sino como la toma de conciencia de la unidad de los distintos estados en que dicha conciencia se desplegaba en el tiempo. La unidad de la persona recae ahora no sobre su conciencia de carácter esencial, sino sobre la unidad de los distintos estados de conciencia, unidad que se manifiesta cuando es reconocida como tal por el recuerdo de los mismos que nos trae la memoria de nuestras propias experiencias. Es gracias a la memoria que alcanzamos nuestra identidad como personas, es la que nos permite recordar dichas experiencias y recordarlas como nuestras, como que somos nosotros las que las tenemos. Idea que será felizmente acogida en la tradición anglosajona, con amplia repercusión en los debates contemporáneos sobre la mente y la conciencia, sobre todo desde la neurociencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario