1 de febrero de 2022

Dimensión evolutiva de la percepción

El modo en que nos hacemos eco de nuestro entorno es fascinante, en el sentido de que nuestra percepción no es su representación exacta, sino que somos capaces (como, en el fondo, toda especie animal, en virtud del grado de formalización de su sistema nervioso) de representárnoslo aun cuando no contamos con toda la información necesaria, pero que nos es suficiente; o al revés: cuando hay un exceso de información tendemos a filtrarla para que no nos distorsione. No deja de ser una maravilla que las posibilidades de nuestra sensibilidad se hayan ido ajustando evolutivamente a la naturaleza, en función de nuestras necesidades de supervivencia. En el fondo, la sensibilidad de cada especie es como una llave que nos ayuda a comprender el diálogo que es capaz de establecer con el entorno, un modo de conocer, en definitiva, cómo es dicha especie. En lo que toca a nuestra dimensión biológica, nosotros estamos también ahí.

Quisiera comentar algunos detalles de esto que digo, que no dejan de llamarme la atención. Por ejemplo, el de cómo nuestra vista se ha adaptado a la luz solar, en función de cómo ésta incide sobre la superficie de la Tierra atravesando la atmósfera. Hay dos hechos interesantes: a) la intensidad de la luz del sol según las distintas longitudes de onda (de acuerdo a la ley de radiación de Planck), presenta un máximo sobre la superficie terrestre en los 510 nm; b) la composición de nuestra atmósfera no deja pasar todas las frecuencias de la luz, sino que tanto los rayos X y ultravioletas (que son absorbidos por las capas altas de la tierra) como los infrarrojos (por las más bajas) no llegan a la superficie terrestre. A causa de este segundo fenómeno, nuestra atmósfera deja abierta una ventana entre 400 y 800 nm, ventana que coincide prácticamente con la ventana óptica de nuestra visión (380-760 nm). Como dice Vollmer, «nuestro ojo es pues sensible precisamente para el corte en el que el espectro electromagnético muestra un máximo». Un máximo, por su parte, que se sitúa en torno al verde amarillento, es decir, en el centro de nuestro espectro cromático: es decir, coincide el máximo de la luz solar justamente en la frecuencia en la que nosotros tenemos nuestra sensibilidad visual.

«No es que ‘precisamente’ el corte visible del espectro solar pueda atravesar con sus rayos nuestra atmósfera. Es exactamente lo contrario, que el corte comparativamente pequeño del amplio margen de frecuencias de la radiación solar (precisamente por esta razón convertido para nosotros en el ámbito visible de este espectro) se ha convertido en luz», dice von Ditfurth.

Podemos decir que el ojo se ha acomodado para aprovechar óptimamente la luz solar, algo que ocurre también en el ámbito de los animales; aunque en algunos casos se encuentre ligeramente desplazada (como en el de las abejas), siempre aprovechan el intervalo de frecuencias de la luz solar que llega hasta nosotros. «No porque el ojo sea parecido al sol puede contemplar el sol, sino porque se ha formado a lo largo de un desarrollo filogenético de miles de millones de años en un mundo en el que un sol real ya durante eones antes de la existencia de los ojos enviaba sus rayos», dice Lorentz.

Hay otra circunstancia que no quería dejar de destacar. Un fotorreceptor de la retina posee un umbral sensitivo de un cuanto de luz (10-18 julios); es decir, cuando le llega una onda de esa energía, dentro del espectro que es sensible, se activaría. Sin embargo, cuando llega esta cantidad de energía en una única ocasión, nuestro sistema nervioso no notifica sensaciones luminosas, sino únicamente cuando en muy poco tiempo son estimulados varios fotorreceptores o células visuales cercanas. ¿Por qué ocurre esto? Pues parece que es un modo de defensa, en el sentido de que así no se notifican sensaciones luminosas cuando hay manifestaciones aleatorias, u oscilaciones transitorias, etc. Cuando un receptor es muy sensible, le están llegando continuamente estimulaciones electromagnéticas, de modo que «si se registraran todos los quanta tendríamos permanentemente una impresión luminosa irregular sin ningún contenido informativo concreto. Estas señales insignificantes son pues arrinconadas por la censura del sistema nervioso». Lo propio ocurre con el resto de sentidos. Si pensamos en el oído, éste cuenta con una especie de filtrado que impide que escuchemos el continuo crujir contra el tímpano de las moléculas movidas por el movimiento browniano, lo cual nos daría seguramente una sensación continuada de ruido y alboroto.

Otro mecanismo de defensa es lo que se conoce como capacidad temporal de disolución de nuestra conciencia, es decir, el tiempo que deben poseer dos sucesos seguidos en el tiempo para que nos parezcan consecutivos o no en nuestra experiencia subjetiva. En el caso humano, el cuanto subjetivo de tiempo es de 1/16 seg, es decir, cuando desfilan ante nosotros 16 imágenes por segundo, nos da sensación de continuidad, que es lo que suele ocurrir en el cine; y, aunque sepamos que se trata de 16 imágenes discontinuas, no las podemos percibir separadas, sino en continuidad. Si fueran, por ejemplo, 10, las veríamos como una sucesión de diapositivas, pero las 16 ya las vemos ‘en movimiento’. Otras especies poseen un cuanto subjetivo de tiempo diferente: el de un perro, por ejemplo, es de 1/60 segs; es decir, cuando nuestro perro está viendo la tele, no verá una escena en movimiento como nosotros, sino que verá una serie de imágenes estáticas que se suceden. Esto da lugar a un fenómeno curioso, como es que muchos animales necesitan que sus presas se muevan a su alrededor, pues si están estáticas les pasan desapercibidas: por ejemplo, si una rana no ve moscas moviéndose no las considera como alimento; si están muertas a sus pies, no se las comerá. Algo de eso creo que le pasa también a mi gata, que en ocasiones sólo reacciona a estímulos en movimiento.

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