20 de julio de 2021

Una pequeña historia de los reinos y los dominios de la vida

Estuvimos viendo en otro post la clasificación que hoy en día es aceptada generalizadamente. Cómo se llegó a esta clasificación es una historia interesante; el camino según el cual se estableció la división que vimos, fue resultado de los avances de una ciencia —la biológica— que, de un modo constante, fue creciendo y creciendo desde los inicios del siglo XX. En ese post hacía una mención esquemática: aquí voy a tratar de desarrollarlo un poco más, en la medida de mis posibilidades, tratando de escribir someramente la historia del árbol de la vida.

Primero de todo, una idea: vaya por delante que, de alguna manera, esta idea de clasificar es ajena al mundo de lo vivo en general (obviando que nosotros también formamos partes de lo vivo): los seres vivos no se clasifican entre ellos, ni aparecen según una clasificación expresa, sino que se dan en nuestro planeta según un sinfín de modos de vida concretos, que son como son, con muchas diferencias y algunos parecidos, tanto a nivel morfológico como genético. De hecho, no deja de llamar la atención las tan variadas formas de vida que han habitado y habitan nuestra Tierra. Pero bueno, vamos al grano.

Hasta hace relativamente poco, se comprendía de manera extendida que los seres vivos se dividían entre animales y plantas, además de la especie humana, división establecida por Aristóteles: mientras las plantas sólo podían nutrirse y reproducirse, los animales estaban dotados además con la sensibilidad y movimiento, y a las personas había que sumar su razón. Cuando se empezó a tener noticia de los microorganismos no se consideraban con entidad suficiente como para pertenecer a dicha clasificación: eran algo así como una especie de proto-animales, , motivo por el cual Ernst Haeckel los denominó ‘protistas’, que significaba ‘los primeros’. Sin embargo, poco a poco se comenzó a tener consciencia de su importancia, sobre todo de la de las bacterias, tanto como para que Haeckel sugiriera a finales del siglo XIX que merecían ser consideradas incluso como un reino aparte, que él denominó mónera. Dicha idea en principio no fue acogida, pero poco a poco el conjunto de los biólogos fue cambiando de opinión, hasta que fue generalizadamente aceptada ¡sobre los años sesenta!

Pero, por otro lado, también se vio que muchos organismos de tamaños más grandes no cabían bien en la división entre animales y plantas. Por ejemplo, los hongos, inicialmente incluidos con las plantas, aunque en realidad poco tienen que ver con ellas, salvo que tienen raíces. Estructuralmente hablando se parecen más a los animales que a las plantas, como dice Bryson: sus células poseen quitina (la misma sustancia con que se constituye el caparazón de infinidad de insectos, o las uñas de los mamíferos), no realizan la fotosíntesis (no tienen clorofila), además de que crecen directamente sobre su fuente de alimentación (que puede ser cualquier cosa). También se fueron descubriendo otros seres vivos de difícil encaje incluso entre las móneras y los hongos, como los ‘mohos de limo’, con una capacidad asombrosa de comportarse de modos muy distintos: como un organismo unicelular semejante a las amebas, o convertirse en babosa, o incluso en una planta.

Así las cosas, Whittaker propuso en la revista Science dividir la vida en cinco reinos: los conocidos animales y plantas, más hongos y móneras, a los que añadió el de las protistas para dar cabida a este conjunto de entidades que eran difíciles de clasificar y que no eran ni plantas, ni animales, ni hongos, ni móneras. No obstante, los biólogos no estaban satisfechos del todo porque las protistas eran clasificadas de modo negativo, no por compartir positivamente algunas características, sino a modo de cajón de sastre donde introducir los mohos de limo, amebas e incluso algunas algas. Pero bueno, de alguna manera las cosas estaban así, cuajándose paulatinamente… hasta que se dio un hecho sorprendente, consecuencia de los estudios genéticos sobre las bacterias.

Curiosamente, las bacterias que son capaces de vivir en cualquier sitio son muy difíciles de trabajar en entornos experimentales de laboratorio, sobreviviendo un porcentaje muy escaso: se estima que en torno a un 1% es capaz de mantenerse en vida en un cultivo, como muy bien apreció Carl Woese. Este biólogo se aproximó a los microorganismos desde un punto de vista diferente al acostumbrado: el genético. Y se dio cuenta de que el término ‘bacteria’ también era otro cajón de sastre, incluyéndose entre ellas microorganismos cuyo comportamiento, si bien era parecido, su fundamento genético era diverso; en concreto unas especies que se ramificaron de las bacterias hacía ya muchísimo tiempo: eran las que denominó arqueobacterias, y que más tarde pasaron a denominarse arqueas. Según parece, una arquea se parece menos a una bacteria que lo que un humano se parece a un perro.

Con todo esto, Woese propuso una clasificación mucho más exhaustiva en tres niveles que él denominó dominios, en torno a los cuales estableció no una división en cinco grupos sino en veintitrés. La cosa quedaba así, para cada uno de los dominios:
  • Bacterias: cianobacterias, bacterias púrpuras, bacterias grampositivas, bacterias verdes no sulfurosas, flavobacterias y termotogales.
  • Arqueas: arqueanos halofílicos, metanosarcinas, metanobacterio, metanococo, termocéler, termoproteo y pirodictio.
  • Eucarias: diplomadas, microsporidias, tricomónadas, flagelados, entamebas, mohos de limo, ciliados, plantas, hongos y animales.
Como se puede apreciar, los microorganismos adquieren un protagonismo notable, mientras que las categorías clásicas de plantas y animales quedan relegados a un apéndice del tercer dominio, el de las eucarias. El mismo Woese afirmó que a la biología le estaba pasando lo mismo que a la física: que sus objetos de estudio principales escapaban a la vista normal de las personas, siendo necesarios aparatos de elevada tecnología, para atender así a lo extremadamente pequeño.

Este esquema no estuvo exento de críticas, por parecer descompensado. Mayr argumentaba que no veía clara la necesidad de distinguir a las arqueas como un dominio, pues, en realidad, especies bacterianas se conocían miles mientras que arqueanas un par de cientos; aunque aún se pudieran descubrir otros cientos más, no dejarían de estar lejos de los millones de especies que se incluyen en el dominio de las eucarias. En su opinión, habría que agrupar bacterias y arqueas en procariotas, dejando como eucariotas todos los organismos más complejos; la gran división en el reino de lo vivo debe situarse en el criterio de células simples o células complejas (que viene a ser el gráfico que en su día compartí).

Como se puede apreciar, todo esto es un tema complejo. Pero que nos ayuda a ver la importancia del mundo de los microorganismos, no sólo en el origen de la vida, sino en nuestra actualidad también. La verdad es que, más allá de nuestros ojos, hay un hervidero de vida que bulle de modo totalmente ajeno a nuestra consciencia, la cual suele (solía) estar limitada a hongos, plantas y animales. Según parece, todas estas formas de vida ‘invisibles’ constituyen en torno al 80% de la biomasa del planeta, frente al 20% de la biomasa visible, según Woese. Se puede pensar que el mundo de la vida sigue perteneciendo a lo muy pequeño; y que, de momento, así seguirá siendo.

2 comentarios:

  1. Lo preocupante es que el 80% de la biomasa invisible" puede acabar con la visible"

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  2. Pues sí, supongo que sí. De hecho, ahora mismo los seres vivos más grandes dependen de la biomasa para el día a día de su organismo, así que...

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