27 de julio de 2021

El anhelo originario

Hablando de su Galicia natal, y de su famosa morriña, Rof Carballo realiza una descripción de las actitudes básicas con que el ser humano se enfrenta a la vida que, a mi modo de ver, es muy interesante. Desde ella se pueden enlazar dos posturas muy comunes en el ser humano: una caracterizada por una animadversión hacia la vida, enmarcada en lo que diversos autores de carácter existencialista han denominado angustia, agonía, etc., y otra caracterizada por una confianza básica ante la misma, enlazando con lo que podríamos denominar una fruición estética de carácter vital. Todo ello fundamentado en el sustrato biológico del ser humano; o mejor: en el sustrato biológico-cultural del ser humano, pues en la persona no hay nada ni absolutamente biológico ni absolutamente cultural, sino que todo es biológico-cultural, o cultural-biológico.

Rof Carballo fue un hombre excepcionalmente culto, no sólo en lo que se refiere a su profesión (médico especializado en la práctica clínica, así como en los fundamentos fisiológicos de la personalidad), sino también a nivel intelectual (familiarizado con no pocos poetas, escritores y filósofos). Todo ello le dotó de un fondo espectacular, que él empleó muy bien para dar razón de nuestras luces y de nuestras sombras. En su opinión, al nacer nos encontramos, sepámoslo o no, en una situación radical de desamparo; provenimos del seno materno, en el que nos encontramos muy a gusto, con todas nuestras necesidades cubiertas, situación que al nacer se trunca, y ya no nos está dado toda esa protección, sino que se nos tiene que dar, y no siempre es así. Tanto al poco de nacer, como en nuestra infancia, o adolescencia, o juventud o madurez, nuestra vida se caracteriza por esta dimensión de desamparo, de que no todo nos está dado, de que no todas nuestras necesidades las vamos a poder satisfacer, sean de la índole que sean.

Y ante esta realidad existencial nuestra, hemos de prepararnos. ¿Cómo? Pues menguando dicha experiencia radical de desamparo, armándonos para tan inmensa tarea; dice Rof: «La única forma de superar esta angustia es atenuar la invalidez o indefensión del hombre, volverle seguro sin el apoyo de los demás, es decir, seguro por sí mismo». Esa seguridad primigenia de carácter más biológico que nos ofrece nuestra madre en primera instancia, nuestro padre en segunda, se ha de convertir en otro tipo de seguridad, más dependiente de nosotros mismos, según nuestra inteligencia o nuestro vivir, desde la cual vayamos creciendo poco a poco en nuestro enfrentarnos con la vida, superando y renunciando a aquella primera protección infantil, a la que, de algún modo, y muchas veces soterradamente, seguimos anhelando: el anhelo de una primigenia seguridad, que cada cual trata de resolver por sí mismo.

Pues bien, ante el reto de resolver este anhelo primigenio podemos encontrar dos actitudes diferenciadas. Se trata de una tarea personal, la de nuestra propia vida, en la que lo radicalmente importante no es tanto lo que hagamos y lo que nos ocurra, sino cómo nos va forjando, cómo nos va configurando todo aquello que hacemos y que nos ocurre. Como el otro día leí en un tweet ―según palabras de Adela Cortina― si la vida es un quehacer, la tarea ética es un ‘quehacerse’, un hacerse a sí mismo. Y en el fondo de ese ‘quehacernos’ radica ese anhelo originario que es recuperar nuestra seguridad perdida, aspirando a la unidad perdida por los avatares de la vida, por nuestra circunstancia, por nuestra biografía, unidad recuperada gracias a la cual seremos capaces de integrar armónicamente todas nuestras posibilidades como seres humanos. O no.

Ahí se dirime si nuestro ser encuentra su sitio en el ser del mundo. Nuestra vida es la creación de un proyecto cuyo fundamento es biológico, orgánico, vital, afectivo, mediante el cual tratamos de mantener o de recuperar nuestra seguridad primigenia: ése es el fondo de nuestro anhelo. Pero no nos equivoquemos: este anhelo «no es sólo nostalgia desesperanzada, algo elástico dolorido que se distiende, sino también fuerza convergente, creadora, centrífuga».

Este anhelo puede ser vivido fruitivamente o a disgusto; podemos ser artistas de nuestras vidas o vivirlas con angustia y desesperación; el anhelo se puede convertir en ternura y compasión, o en odio y desestructuración; podemos estar en la realidad atemperantemente, o vivirla como intemperie. De cómo se vaya resolviendo todo esto, en función de nuestra biografía personal y de nuestras posibilidades y decisiones, iremos encarando nuestras vidas bien desde una confianza básica que nos ayude a un estar fruitivo en el mundo, bien desde una desconfianza radical que nos conduzca a una ruptura dolorosa con nuestro entorno, incapaces de entretejer de nuevo nuestra trama existencial rasgada.

Según la opinión del médico gallego, todo pende fundamentalmente de la experiencia de habernos sentido queridos incondicionalmente desde nuestros primeros momentos de vida, aun incluso en el interior del seno materno, experiencia que configura físicamente nuestras estructuras fisiológicas centrales, mayoritariamente de carácter vegetativo y afectivo, verdadero cimiento de nuestra personalidad. Si todo ello ha sido funcional, el niño adquiere confianza básica, seguridad originaria, esperanza en el futuro, serenidad realista ante un entorno que no vive amenazadoramente como algo que le oprime y contra lo que no hay que parar de luchar, sino como fuente de posibilidades y de retos inopinados que se erigen en fuente de la propia personalidad. Tarea nada fácil, porque a veces es más cómodo vivir con nuestros ‘monstruos’.

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