26 de enero de 2021

El panóptico digital: el hogar de los hikikomoris

El panóptico fue un edificio singular ideado por Jeremy Bentham, a finales del siglo XVIII, para que sirviera de modelo carcelario. Era un edificio circular, con una cabina central en la que se situaría el carcelero, quien podría vigilar desde ahí a todos los presos, cuyas celdas estarían ubicadas perimetralmente. En el diseño hay un detalle relevante, a saber: que las celdas estaban situadas de tal manera respecto a la cabina del carcelero, que éste podía observar en cualquier momento cada una de las celdas, sin que sus ‘inquilinos’ pudieran saber cuándo eran vigilados; es decir, que los presos nunca podían saber cuándo el carcelero les estaba vigilando expresamente a ellos, y cuándo no. El efecto psicológico de esto es importante, como es el de la sensación de estar constantemente vigilado, como una especie de gran hermano que controla todos y cada uno de nuestros movimientos. El carcelero no necesariamente estaba vigilándole a uno de continuo, pero el caso es que el preso en cuestión no lo sabía y, a la postre, actuaba como si el carcelero estuviera siempre con un ojo puesto en él.

La idea del panóptico ha sido recurrente en algunos filósofos contemporáneos, como Foucault, Deleuze o Han, poniendo de manifiesto la asimetría generada en beneficio de los que ostentan el poder ―sea éste del carácter que sea― en detrimento de los que no. Puede valer tanto para una cárcel, como para una fábrica (en la que no es extraño que los jefes o encargados tengan sus despachos de modo que puedan controlar todo el espacio), o en una sociedad. Si digo ‘sobre una sociedad’ no es gratuitamente, sino que ésta es exactamente la situación (análogamente hablando) en la que vivimos sobre todo en la sociedad occidental, dependientes, vigilados, ¿dominados?, por las NNTT y el big data.

Si la tecnología ha coexistido con el ser humano desde que éste es humano, no es menos cierto que en nuestra época se ha puesto de manifiesto, más que nunca —como dicen los profesores Sanmartín y Peris Cancio— cómo la tecnología puede cambiar sustancialmente nuestras vidas. Ciertamente, el discurso tecnológico no es ni neutro ni autosuficiente; lo alimentamos nosotros continuamente, a la vez que configura nuestras personalidades y psicologías, hasta el punto de que es más que pertinente preguntarnos por el tipo de personas en que nos queremos convertir, o en el que queremos convertir a nuestros descendientes. «¿Qué autocomprensión de las personas queremos desarrollar?», nos cuestionan.

Esta pregunta no es baladí, ni mucho menos, ya que, como muy bien han visto estos autores (entre otros), las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación están cada vez más embebidas en nuestras vidas cotidianas; los cachivaches tecnológicos están revestidos de una pátina pegajosa que nos impide deshacernos de ellos. No es exagerado afirmar que ninguno de nosotros es capaz de imaginarse su vida hoy en día sin ellos, no digamos las generaciones más jóvenes. La verdad es que no tienen por qué ser negativos, ni mucho menos, ya que ofrecen muchas y muy buenas posibilidades; el problema es, como en tantas otras cosas, su uso inadecuado; tanto por parte del usuario final, como, que es lo que ha dado origen a la idea del panóptico, por parte de las grandes firmas comerciales y públicas.

¿Qué es el big data? Como afirman Galparsoro y Pérez Pérez, no hay una definición exhaustiva que contente a todos. Podríamos entenderlo como toda la información generada por la digitalización de nuestras costumbres, generadora de tal inmensidad de datos que ni una mente humana, ni siquiera un ordenador convencional, sería capaz de gestionar, haciendo falta supercomputadoras. Habría que realizar dos consideraciones. La primera, tener claro que todos y cada uno de nosotros contribuimos a la generación del big data (yo mismo al publicar este post), tanto consciente como inconscientemente, haciendo pública información privada que quizá nunca hubiese querido publicar. La segunda tiene que ver con quién y para qué tiene interés por esta información. Ya digo, no se puede negar las bondades que pueda tener: quizá la aplicación que ha salido para el seguimiento de las personas infectadas durante la presente pandemia sea una de ellas; pero sería ingenuo pensar que siempre se iba a utilizar toda la información en beneficio del consumidor.

La crítica que hace Han se origina aquí, en el hecho de que hemos hecho públicas nuestras vidas, ausentes ya de privacidad y de todo lo que ello conlleva. Y lo gracioso es que nadie nos ha obligado a ello, sino que lo hacemos porque nos gusta, un gusto coaccionado (ahora sí) por una especie de necesidad interna. Regimos nuestras vidas no desde la originalidad y espontaneidad de una vida asombrada y sorprendente, sino desde el cálculo algorítmico que unos han diseñado para nuestro ‘bienestar’. Nuestro comportamiento se ha tornado previsible, rutinario, incluso aun cuando consumimos esas ‘grandes experiencias’ en las que arriesgamos nuestras vidas para huir del aburrido tedio cotidiano. Una vida auténtica piensa, no calcula. Frente a aquellas épocas en las que la técnica (este exceso de técnica en el que vivimos hoy en día) era vivida con cierta esperanza, hoy hemos sucumbido a sus encantos, acomodándonos en cárceles con barrotes a base de microchips y perfiles virtuales, ausentes de compromisos hondos y profundos, arrastrados por los vaivenes de la opinión superficial. Y el caso es que ahí estamos todos, como perrillos fieles y obedientes, alimentando a una bestia a la que luego nos costará mucho domeñar, si es que realmente nos proponemos hacerlo algún día. Una bestia que ya no tiene un solo ojo, como el panóptico original de Bentham, sino que esa mirada despótica es sustituida por una omnipresencia tecnológica (como dice Han en La sociedad de la transparencia): la vigilancia ya no está localizada en algún lugar, sino que está en todos los lugares, y nosotros le invitamos a que nos observe. ¿Por qué? Pues porque «mientras los moradores del panóptico de Bentham son conscientes de la presencia constante del vigilante, los que habitan en el panóptico digital se creen que están en libertad», dice Han.

Nuestros jóvenes prefieren quedar antes virtualmente con sus amigos que físicamente; prefieren conectarse virtualmente antes que, sencillamente, quedar para tomar un helado o dar ‘un garbeo’, como decíamos antes. Cada vez hay más hikikomoris, como dicen Galparsoro y Pérez: personas que viven al margen de la sociedad, con la que viven conectados virtualmente sin salir de su casa.

No hay espacio para la intimidad: somos transparentes, porque estamos hipercomunicados. Y somos nosotros los que estamos construyendo a diario nuestro propio panóptico, dichosos de ser observados, vigilados, controlados. Esa vigilancia no se realiza como un ataque a nuestra libertad, sino que más bien somos nosotros los que nos entregamos a ella, alimentándola con nuestros perfiles y nuestros ‘me gusta’. «El morador del panóptico digital es víctima y actor a la vez. Ahí está la dialéctica de la libertad, que se hace patente como control». Por eso nos sentimos libres. Pero, libres ¿para qué? Somos libres para comprar esta marca o aquélla, pero no para dejar de comprar las cosas que me dicen que tengo que comprar. Todos mis gustos, mis deseos, mis inquietudes, mis tiempos, mis horarios… todo está ahí, en la nube, a expensas de quien quiera utilizarlo, seguramente para su beneficio, no para el mío. Quizá haya que adquirir cierta consciencia de nuestra realidad, de hasta qué punto somos manipulados en donde más vulnerables somos: en nuestros deseos, en nuestros anhelos. ¿Con qué finalidad? Pues quizá con la de recuperar cierta autenticidad y originalidad de vida, siendo ‘idiotas’ en su sentido etimológico (tal y como explica Deleuze), personas que, de alguna manera, sean capaces de vivir su vida no ‘al margen de’, pues eso sería imposible, pero sí manteniéndose alerta ante ese gran hermano tecnológico que nos vigila en el gran panóptico digital que es nuestra sociedad, generando espacios de desconexión, de distanciamiento, oquedades en las que damos la posibilidad de que surja nuestra verdadera autenticidad del interior.

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