5 de enero de 2021

Cubriendo huecos

Nuestra sensibilidad, a nivel de sensación y percepción, no deja de ser fascinante. Nuestro cuerpo está dotado de unos órganos especializados que nos permiten establecer una relación con nuestro entorno en función de nuestras necesidades biológicas, de modo análogo a como acontece en cualquier otra especie. Cuando nacemos, no ‘sabemos’ todavía emplear adecuadamente toda esta capacidad potencial. Hemos de aprender a ejercer nuestra sensibilidad, dotándole de sentido en un entorno con el que poco a poco nos iremos familiarizando, independientemente de que nuestra sensibilidad cuente ya con ciertas instrucciones ‘de fábrica’.

Cada sensor está especializado en detectar un determinado tipo de estímulo, y no otros; en el interior de nuestros ojos, por ejemplo, las células receptoras pueden detectar estímulos luminosos, pero no pueden procesar sonidos. Y, gracias a la cantidad de órganos sensibles que poseemos, podemos captar información de muy variado registro. No sólo es que cada receptor detecte un cierto tipo de información, sino que también es capaz de detectar su intensidad, sus matices; los ojos discriminan colores, brillos, tonalidades… los oídos sonidos, tonos, timbres… los receptores espaciales nos ayudan a identificar las fuentes de estimulación en el espacio y en el tiempo… Todo ello va creando en nuestro cerebro una rutina, va generando una huella que se traduce en un modo de sentir y percibir, en nuestro modo de sentir y percibir. No todos ejercemos igual nuestra sensibilidad, independientemente de que en general nuestras sensibilidades sean conmensurables. Cada uno ‘modela’ su entorno imprimiéndole cierto sello personal.

Si lo pensamos, es fascinante no sólo la cantidad y calidad de información que podemos percibir de nuestro entorno, sino el hecho de poder reunirla resultando una representación coherente del mismo. Nuestra sensibilidad fisiológica es como una orquesta en la que todos los instrumentos se coordinan entre sí para ofrecernos una sinfonía maravillosa. Como dice Vollmer, podemos llevar a cabo diferentes procesos sensitivos (espaciales, temporales, conductuales, incluso abstractas) sin ser capaces de individualizarlos, sino que son percibidos unitariamente, incluso aunque seamos conscientes de que son el resultado de un ensamblaje mucho más complicado de lo que nunca nos pudiéramos imaginar. Esto es lo que suele llamarse percepción gestáltica, es decir, «la capacidad de reconocer estructuras superpuestas unitarias dentro de la pluralidad espacial y temporal de las impresiones».

Nuestra percepción, como vimos hablando de Merleau-Ponty, construye los perceptos sobre toda esa información de diverso carácter, dotándoles de tal unidad que incluso nos genera violencia intentar segregarla en sus componentes más sencillos.

Todos estos procesos de integración sensorial son fundamentales para el sano ejercicio de una sensibilidad; sano ejercicio que presenta dos sentidos: uno de abajo arriba, y otro de arriba abajo, conformándose los dos en un resultado global y armónico. Nuestro cerebro es capaz de dotar de unidad a toda la información que llega con caracteres diversos, y a la vez esta capacidad formalizadora de nuestro cerebro contribuye a la discriminación de qué parte de toda esa información debe ser procesada o no, incluso qué parte debe ser sentida o no.

Dejamos de percibir mucha información que nos está disponible, porque nuestra sensibilidad sabe que no es pertinente; pero el caso es que tampoco percibimos toda la información que pueda sernos pertinente, porque no nos hace falta, porque nuestro cerebro es capaz de completar los huecos que presenta la sensibilidad para acabar de construir un percepto, mitad generado a partir de la información, mitad generado a partir de la actividad creadora de nuestra sensibilidad. Esta aportación creativa se manifiesta claramente en la percepción de figuras que ‘en realidad’ no existen. O también cuando somos capaces de, en paisajes en los que a primera vista no se puede reconocer ningún orden, como en las rocas marinas o en los borrones de tinta, o en las nubes del cielo, nuestra imaginación es capaz de encontrar estructuras familiares (fenómeno conocido como pareidolia). O también, sin ir más lejos, en la ilusión de movimiento en la sucesión de imágenes estáticas de una película (lo cual tiene que ver con lo que se denomina capacidad temporal de disolución). Esta actividad creadora de imágenes es tan propia de nuestro cerebro como los mismos procesos sensibles; tanto que no la podemos eliminar «ni siquiera siendo bien conscientes de ella», dice Vollmer.

Lo que sí se puede hacer es ser entrenada u orientada según distintas perspectivas, de modo que se convierten en ‘expectativas’ que tensionan la sensibilidad en las formas que se definen. Así en los especialistas de alguna profesión: donde muchos no vemos más que manchas y borrones, un médico puede ver un tumor, un biólogo una cromatina, un geólogo un pliegue geosinclinal, etc. Gracias a la educación de la sensibilidad en diferentes líneas de creatividad, se pueden percibir y reconocer formas que de otro modo pasarían totalmente inadvertidas.

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