21 de julio de 2020

El pastor pasa 'al otro lado de la Naturaleza'

Una anécdota poco conocida de Rilke es la importancia que tuvo en su persona un viaje que realizó por España, un viaje que le supuso un gran impacto, tal y como su correspondencia testimonia. Dice Rilke, literalmente, estando en tierras españolas: «¡Dios mío, cuántas cosas he amado porque intentaban ser algo de esto, porque en su corazón había una gota de sangre, y ahora tengo todo ello aquí! ¿Podré soportarlo?». Un estado de ánimo ciertamente exaltado, y que duró buena parte del viaje, contribuyendo a su fecundidad artística: si en Toledo comenzó varias poesías, las finalizó en Andalucía, en su paso por Córdoba, Sevilla y Ronda.

En estas poesías hubo una figura especialmente significativa, a saber: la de pastor. ¿A qué se refería con ello? El pastor es aquel que ha armonizado de tal manera con el mundo, que todo en él es mundo, trasluce mundo en cada mirada, en cada movimiento; relación que sólo el pastor es capaz de establecer… sin ningún fin práctico. Ese pastor figura una actitud ante el mundo, una actitud que, por aquella época, todavía permanecía ajena a la suya propia, pero que anhelaba. Todo ese cúmulo recibido de impresiones que explicaba en su correspondencia, hay que enmarcarlo en su todavía condición de ‘no pastor’, es decir, de una persona ajena todavía a la experiencia de todo aquello que barrunta, pero que aún no vive actualmente; un exceso de ser, un exceso todavía demasiado grande para el ‘hombre Rilke’, pero que resonaba tan fuertemente en su corazón que no podía desoír; como dice Rof Carballo, «la impresión ha sido tan fuerte que no tiene placer en ver cosas nuevas», el impacto de dicha experiencia profunda ha sido tal que todo lo demás se disuelve inconsistentemente.

Rilke toma consciencia de que, para poder desvelar el secreto del hombre, el secreto que cada uno alberga en su interior, son imprescindibles dificultades casi insuperables, que obliguen a emplear fuerzas de flaqueza, hasta la extenuación, enfrentándonos incluso a nuestros peores fantasmas. Algo de ello decía Kierkegaard. La armonía de una vida no se alcanza sino integrando la diversidad de contrarios que entraña, no desatendiéndolos para construirse un lago de aguas arteramente tranquilas.

Y esta armonización no se da sin más, sino que supone una agonía (Unamuno), una lucha que él trato de afrontar desde su esfuerzo poético. Rilke aspira a aquello que el hombre puede llegar a ser. Y, para alcanzarlo, no debía atender tanto lo que veía, como lo que no acertaba a ver. Porque lo radical de la vida no se ve con unos ojos acostumbrados al trajinar habitual, sino fijando la atención en algo que no se sabe muy bien lo que es, pero que se barrunta. El hombre, con el trajín cotidiano, se distrae de lo fundamental de la vida: el hombre cotidiano se caracteriza por su distraibilidad; mientras piensa que le extrae todo el jugo, «pierde el disfrute de las mil y mil maravillas que la vida nos ofrece». ¿Se fijaría Heidegger en estas experiencias para elaborar su idea de vidas inauténticas y auténticas?

La vida inauténtica, a pesar de sus cantos de sirena, es una de las mayores desdichas a las que una persona puede sucumbir: «Es esta forzosidad de pasar de lado junto a muchas cosas en la vida, a veces junto a las cosas más valiosas de nuestro existir, sin llegar a verlas, una de las más trágicas y esenciales características del hombre. En éste hay no sólo la posibilidad de realizar su vida plenamente, de colmarla de sentido, sino también otra, mucho más grave: la de pasar junto a todo ello, inmediatamente al lado de todo esto, y no saber reconocerlo», dice Rof Carballo. ¡Cuántas veces pasamos al lado de algo valioso, y no lo sabemos apreciar! No percibimos que, en ese preciso instante, estamos junto a algo que puede transformar radicalmente nuestra vida y, sin embargo, permanecemos entretenidos en nuestra deambular cotidiano. Esta armonización ocurre como los platillos de una balanza, que oscilan hasta ir alcanzando poco a poco el equilibrio. Esto es lo que él anhela: alcanzar ese equilibrio ante los vaivenes implícitos de la vida humana, y los ecos de un ser profundo que apenas adivina. Un equilibrio que es todo menos superficial, para convertirse en una auténtica experiencia, una erlebnis.

Pues bien, esto es lo que le aconteció en un momento de su viaje por España, y que se acerca a lo que los místicos denominan experiencia contemplativa, expresada en su lenguaje para explicar este tipo de experiencias suprasensibles. ¿Qué es lo que le ha ocurrido? Él mismo se plantea esta pregunta, y «se da a sí mismo una respuesta que va a ser decisiva en la obra ulterior de Rilke: encuentra que ha pasado al otro lado de la Naturaleza». Uno se sitúa en una perspectiva diversa ante las cosas, y ante los hombres, fruto de una especie de abandono que permite trascender a las primeras, así como al hombre común, inauténtico. Se trata de volver a una actitud de infancia, pero conservando el modo adulto de estar ante la vida; una actitud de la que el hombre ‘adulto’ se ha ido auto-desterrando, dejándose arrastrar por la ‘seriedad’ de la vida. Se consigue así un modo armónico de estar en la realidad; ya no hay ruptura, sólo continuidad en la diferencia. Cuando lo normal ―por desgracia― es que sólo veamos abismos entre aquello que nos es diferente, y todo intento de conciliación sea visto inevitablemente como una agonía.


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