6 de junio de 2017

Vivir sin identidad: la niña Helen Keller

Es curioso esto de los libros. Seguramente esta mujer nunca sospecharía que un hombre como yo, cien años después, no sólo leería, sino que le agradecería inmensamente aquello que escribió, y que si nunca lo hubiera escrito nunca podría haber conocido. Ha sido una aventura fascinante poder ser partícipe siquiera un poco de todo lo que esta mujer ha compartido: sus experiencias vitales, su modo de relacionarse con su entorno tanto humano como ambiental… en fin, su biografía, su historia. El modo en que se enfrentan personas que poseen unos sentidos fisiológicos limitados es una aleccionadora vivencia que nos ayuda a salir de nuestros esquemas acostumbrados, ofreciéndonos maneras de vivir que difieren notablemente de los nuestros, y de los que difícilmente seríamos conscientes si no fuera por sus testimonios. Y bien, en este proceso de aprendizaje me ha ayudado Helen Keller. He tenido la suerte de leerme un par de libros suyos: La historia de mi vida y El mundo en el que vivo. Seguramente no serán los últimos.

Y bueno, ¿por qué traigo a colación a esta mujer? El caso es que su experiencia vital tiene mucho que ver con la temática que estoy tratando en esta serie de posts, específicamente en dos cuestiones: en lo que compete al paso de la formalidad de estimulidad a la formalidad de realidad por un lado, y en lo que compete a ese modo amplio de ejercer los sentidos (mucho más profunda y delicadamente de lo que cualquiera de nosotros estamos acostumbrados) por el otro. Tenía pensado detenerme en el primero, para pasar posteriormente a comentar el segundo.

Veíamos cómo el ser humano tenía una especificidad propia a la hora de estar situado en el mundo, articulado alrededor de lo que denominábamos con Zubiri ‘sentir inteligente’ (frente al ‘puro sentir’ animal) con el que nos enfrentábamos a las cosas desde la ‘formalidad de realidad’ (frente a la ‘formalidad de estimulidad’ de los animales). Si nos damos cuenta, y si consideramos toda la escala de realidades desde la inerte hasta la viva más evolucionada, se percibe cómo poco a poco los seres reales van alcanzando paulatinamente holgura, van adquiriendo cada vez más capacidad de acción frente a su ‘condicionamiento’ o ‘confinamiento’ existencial. Las cosas inanimadas, en general (no entro aquí en los procesos cuánticos, etc.) no poseen margen de maniobra; obedecen a las leyes que les rigen: ley de la gravedad, leyes de la termodinámica, del electromagnetismo… Si bien el paso de la materia inanimada a los seres animados más básicos es brutal, el comportamiento vital de estos es muy reducido, pues se hayan estrechamente vinculados al esquema estímulo-reacción, del que no pueden escapar. Esta estrecha vinculación se va ‘ensanchando’ conforme avanzamos en la escala biológica, hasta llegar a los animales superiores. Comentábamos que desde los seres orgánicos inferiores hasta los superiores, aunque éstos últimos poseían una holgura de comportamiento mucho más amplio, no dejaban de regirse por el proceso homeostático, proceso al que de alguna manera también se somete el ser humano.

La diferencia fundamental era el modo en que el ser humano se enfrentaba a la realidad, desde esa toma de distancia ante las cosas. Una persona podía hacer lo que fuera exactamente igual que un animal (beber agua, por ejemplo), pero el modo en que lo hacía ser radicalmente diverso. El animal vive en un empastamiento en la realidad, vive apegado a su realidad vital, ‘gestionando’ las situaciones conforme le iban sobreviniendo, en diálogo con la ‘gestión’ de sus necesidades internas. Como digo, algo similar acontece en el ser humano, pero desde una clave diversa: la clave proporcionada por su sentir inteligente. Y el meollo de la cuestión era analizar cómo se pasaba de ese puro sentir animal empastado a la realidad a ese sentir inteligente humano gracias al cual podíamos sustraernos de ese empastamiento y poder alcanzar ese distanciamiento que nos permite abstraer, reflexionar, tomar consciencia de las cosas y de nosotros mismos… poder aprehender las cosas como ‘de suyo’. Pues bien, quizá la experiencia de Helen Keller pueda iluminarnos en este sentido.

Recordemos que Helen padeció una enfermedad a los pocos meses de nacer, que estuvo a punto de acabar su vida, la cual pudo conservar a costa de perder su visión y su audición. Los pocos recuerdos que pudo adquirir en estos tempranos meses pronto desaparecieron sin dejar rastro, para comenzar una vida sumida en la oscuridad y en el silencio. Su único modo de relacionarse con el mundo eran el resto de sentidos: el tacto sobre todo, el olfato y el gusto. Sumida en este estado, la relación que tuvo con su entorno estaba muy limitada, evidentemente. Y ello le impidió crecer como cualquier persona normal, aprendiendo comportamientos, primeras dicciones, gestos, etc., por imitación… en definitiva le impidió aprender a relacionarse y a comunicarse como cualquiera de nosotros.

En ese estado de cosas ella no acababa de ser consciente de sí misma, no tenía un sentimiento de identidad. Nos dice: «Antes de que mi maestra llegara, yo no sabía que soy. Vivía en un mundo que no era un mundo. (…) Yo no sabía que sabía algo, cualquier cosa, o que vivía, actuaba o deseaba». Es decir, sus acciones no se debían a un discernimiento, no ejecutaba sus actos desde una voluntad consciente y una intelección de la situación: «No tenía voluntad ni intelecto. Me dejaba llevar por cierto impulso natural ciego hasta los objetos y los actos. Poseía una mente que provocaba en mí sentimientos de ira, satisfacción o deseo. Estas dos circunstancias llevaron a quienes me rodeaban a suponer que yo pensaba y tenía voluntad». Curiosamente, ella se movía impulsada por las emociones básicas, que son las que se dan también en el reino animal. Y podemos decir que el principal motivo que le guiaba era satisfacer sus necesidades, el anhelo de recuperar satisfactoriamente el equilibrio homeostático perdido. Y lo curioso es que afirma que a los que le rodeaban les daba la impresión de que sí que seguía procesos conscientes, que daba esa imagen.

«Sentía sacudidas táctiles, como una pisada, un portazo o una ventana abriéndose o cerrándose. Después de oler repetidas veces la lluvia y sentir la molestia de la humedad, actuaba igual que las personas que me rodeaban: corría a cerrar la ventana. Pero no se trataba en absoluto de pensamiento. Era el mismo tipo de asociación que lleva a los animales a resguardarse de la lluvia».

A mi modo de ver, esta experiencia nos puede iluminar para poder comprender cómo se vive un animal a sí mismo (recordemos el post de la gata sobre la caja de cartón) y cómo vive lo que hace. Más que decisiones o acciones conscientes, son meras actos que realiza sin saber muy bien el porqué, como una especie de asociación (como dice Keller) mediante la cual los animales ‘ya saben’ lo que tienen que hacer. Supongo que eso tendrá que ver con su modo de vida instintiva mediante la cual todo animal sabe lo que tiene que hacer sin saber que lo sabe.

Aunque veremos esto con un poco más de detenimiento, no quería acabar sin un último comentario. Nos apoyamos en los recuerdos de Helen Keller. No pensemos que ella tenía una imagen fotográfica de lo que le ocurría en aquella época. Todo lo contrario: ella ya avisaba que estos recuerdos suyos no pueden tomarse al pie de la letra, ya que los hechos que los originaron se dieron muchos años atrás y ocurrieron en una etapa de su vida de la que cualquier recuerdo no es más que una sombra difusa; aunque en cualquier caso, no por eso dejaban de ser sus recuerdos.

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