1 de febrero de 2017

El origen pre-romántico de la hermenéutica: entre lo bíblico y lo filológico

Abandonamos ya la primera parte de Verdad y método y damos comienzo a la segunda. Recordemos que la primera se titulaba “Elucidación de la cuestión de la verdad desde la experiencia del arte”; y efectivamente, Gadamer nos ha ido llevando poco a poco a describir la experiencia artística —partiendo de la experiencia lúdica— y la verdad que en ella se pueda adivinar, para enlazarla con lo que según él constituye el estatuto ontológico hermenéutico y su modo de verdad. Como creo que ya he dicho en otro lugar, me parece fascinante cómo Gadamer nos va llevando poco a poco —a lo largo de unas doscientas páginas— a dónde él quiere llegar, a saber: a explicar su idea de hermenéutica, a introducirnos en su modo de pensar, en su modo de hacer, en su modo de comprender, y así alcanzar una idea de lo que para él significa la verdad hermenéutica.

Pero una vez nos ha introducido en ella (en la verdad hermenéutica) no nos podemos quedar ahí sino que hay que —por decirlo así— meter las manos en la masa, y ver cómo podemos llegar a esa verdad hermenéutica en su ámbito por excelencia: el de las ciencias del espíritu. Esto es lo que va a hacer en la segunda parte, titulada precisamente “Expansión de la cuestión de la verdad a la comprensión en las ciencias del espíritu”. El capítulo que nos ocupa pertenece a una serie en los que realiza un rastreo histórico, para identificar cuándo se puede comenzar a hablar de hermenéutica en el sentido contemporáneo. Y para ello nos remite a la época romántica y a sus preocupaciones más historiográficas que, aunque no coinciden exactamente con las que se plantea Gadamer, sí que hay un enlace más que significativo. Vamos a verlo.

Los esfuerzos realizados en la época romántica en la línea de la comprensión siguieron una doble vía: la teológica y la filológica. La hermenéutica teológica se desarrolló sobre todo por parte de los teólogos reformados para alcanzar una comprensión de la Sagrada Escritura al margen del catolicismo tridentino; y por su parte la filológica se desarrolló con la idea de recuperar o redescubrir a los autores clásicos. Hay que hacer notar que tanto en un caso como en otro no se trataba de descubrir algo que no fuera conocido, sino de dar con una comprensión diversa de algo que ‘ya’ era conocido. Este dato es importante.

La teología reformada no aceptaba la tradición católica. Consecuentemente, aceptaba sólo a la Biblia (sola scriptura) que se constituía así en la única fuente de conocimiento de la fe; de ahí sus grandes avances en su estudio. Hubo primeramente un problema metodológico, como era establecer la relación adecuada entre las partes y el todo. Para conocer el sentido ‘literal’ de un pasaje, no se podía atender únicamente a dicho pasaje sino que había que incluirlo en un contexto más amplio, el cual comprendía a todos los pasajes; pero a la vez, la comprensión amplia de todos los pasajes no se podía conseguir desatendiendo la comprensión de cada una de sus partes integrantes. Es decir, «es el conjunto de la Sagrada Escritura el que guía la comprensión de lo individual, igual que a la inversa este conjunto sólo puede aprehenderse cuando se ha realizado la comprensión de lo individual». Se produce así una especie de circularidad entre las partes y el todo, entre el todo y cada parte.

Aunque este planteamiento es razonable, no deja de poseer algún punto cuestionable. Por ejemplo: se parte de un presupuesto previo (no sometido a crítica) como es que la Biblia en su conjunto conforma una unidad; y si esto es así, efectivamente impide tratar independientemente a cada uno de sus libros (e incluso —aunque Gadamer no lo dice— a cada una de las distintas partes de cada uno de sus libros, que a menudo han sido redactados por manos distintas en contextos variados). Lo que no está tan claro es que esto sea así, pues su redacción es efectivamente un proceso muy complejo, en la que intervienen numerosos autores pertenecientes a momentos históricos y culturales muy diferentes. De hecho, en un mismo libro de la Biblia se perciben elementos heterogéneos. Otro punto cuestionable sería también el hecho de hasta qué punto es posible liberarse de una tradición a la hora de enfrentarse (en este caso) al texto bíblico; efectivamente, a pesar de su novedad y corta historia, este nuevo enfrentamiento a los textos bíblicos no deja de realizarse también desde una cierta tradición (la reformada), que si bien no es la bimilenariamente católica no deja de ser una tradición: ¿no impondrá la teología reformada ya unas ‘gafas’ para leer los textos, impidiendo ese acceso ‘puro’ al sentido literal tal y como se proponían? También es cierto que estas cuestiones nos la podemos hacer ahora, a la luz de ya muchos años de tarea hermenéutica, y sería mucho pedir que entonces ya las consideraran. Bastante se hizo entonces con comenzar esta labor: sin su trabajo y sin sus inquietudes, hoy no estaríamos donde estamos. Como dice Zubiri, si estamos donde estamos es gracias a las posibilidades que nos abrieron los que nos precedieron.

En cualquier caso, la ruptura de la consideración unitaria de la Biblia se dio a lo largo del siglo XVIII. Y ello tenía una implicación muy interesante, como es que para acceder a la comprensión de los textos había que atender al contexto histórico de cada uno de ellos. El estudio teológico de la Biblia dio así paso a un estudio filológico-histórico, más técnico o científico, no necesariamente (aunque también) vinculado al ámbito religioso. Se unen así en este campo las dos vías hermenéuticas que comentábamos al principio, la teológica y la filológica. La hermenéutica y la historia aparecían —pues—intrínsecamente unidas, de modo que las dos se influían mutuamente: la propia historia (o su lectura o comprensión) también se erigía en un problema hermenéutico, muy relacionado con la comprensión de los textos históricos.

La hermenéutica en este sentido empieza a tomar forma a partir de Scheleiermacher, en el que es «la comprensión misma la que se convierte en problema»: el propio proceso de comprender se torna ahora problemático, lo que lleva a la comprensión a un nivel nuevo.

Schleiermacher parte del hecho de que no es tan sencilla la tarea de comprender, sino que la posibilidad del malentendido es algo universal, gran golpe al racionalismo ilustrado para el cual este problema era inimaginable desde ese uso ‘puro’ de la razón. Desde este uso puro de la razón, aquello que yo alcanzo a comprender era lo que tú debías también comprender: la verdad era la que era y cada uno desde su ejercicio puro de la razón llegaba a ella. Pero el problema surgía cuando esto no ocurría, y ante un mismo hecho uno interpreta una cosa y el otro, otra. Y aquí es donde hay que situar el problema de Scheleiermacher, en analizar «cómo ha llegado el otro a su opinión» (o yo a la mía). La hermenéutica surge ante el conflicto de las interpretaciones.

El primer paso supone poner en suspenso o realizar una crítica de nuestra interpretación inmediata. Esto fue lo que hizo, por ejemplo, Baruch Spinoza con los textos bíblicos, tomando distancia de la lectura acostumbrada (más religiosa) para atenderlos de un modo —digamos— más neutro o aséptico… más científico. Si a esto añadimos el hecho de que se trata de textos antiguos, tanto en el caso de los bíblicos como los clásicos vemos la necesidad del análisis histórico, pues nuestro interlocutor ya no está ahí para poder dialogar con él. Es debido al hecho de la duplicidad o diversidad de interpretaciones lo que nos ha planteado el problema hermenéutico, el cual para resolverlo nos ‘obliga’ a atenderlo en su contexto histórico-cultural: «la destrucción de la comprensión inmediata de las cosas en su verdad es lo que motiva el rodeo por lo histórico», la necesidad de conocer su contexto, de intentar adivinar cómo pensaban entonces, sus preocupaciones, sus realidades, etc.

Empiezan a surgir conceptos tan importantes como el del punto de vista o el de lo ocasional, o el de la comprensión frente a la interpretación (Chladenius), mediante los que se intenta poner de manifiesto lo puntual, concreto y contextualizado de cualquier fenómeno interpretativo, y su influencia en la comprensión. Y lo que es más importante: gracias a ello y aunque no sea esté el principal fin de la tarea hermenéutica, los lectores pueden alcanzar una comprensión que vaya incluso más allá de la propia intención del autor, sin querer con ello dar pábulo a la idea de que toda interpretación sea igualmente válida. Un ejemplo sería todo el conjunto de estudios, interpretaciones y análisis que se han dado sobre el Quijote, desde las más alegóricas y fantasiosas de un Díaz de Benjumea hasta las más existenciales de Unamuno o más histórico-técnicas de Américo Castro, conclusiones todas que permanecieron seguramente ajenas al pensamiento de Cervantes.

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