24 de enero de 2017

La des-instrumentalización del otro

Estamos trabajando un texto de Ortega en el que se preguntaba una cosa de esas que nos parecen tan obvias, tan obvias, que cuesta darle una respuesta. En un contexto en el que hablaba de la especificidad del ser humano, partía de la base de que éste se aferraba a la vida de un modo muy particular y que lo distinguía de otros seres vivos. Y se planteaba Ortega cómo es que el ser humano efectivamente quería mantenerse vivo: ¿por qué nos aferramos a la vida, por qué queremos vivir, por qué no nos abandonamos? Puede que para algunos la vida no sea el bien más preciado y que sean capaces de ofrecerla por un motivo superior; pero sin entrar en estos casos excepcionales, por lo general ya nos puede pasar lo que sea que queremos seguir viviendo.

Y el caso es que no sólo queremos vivir, sino que queremos vivir bien; aspiramos a una vida digna, una vida que no sólo supone unas condiciones holgadas para el día a día sino también y sobre todo unas relaciones personales que nos llenen. Creo que se puede afirmar que todos tenemos pretensión hacia encuentros auténticos, pretensión que es agredida constantemente por situaciones diversas ante las que nos quedamos perplejos y que fácilmente nos llevan al enquistamiento. Nos distanciamos así de esa pretensión inicial, derivando hacia modos de vida pervertidos. Nuestra autenticidad humana se percibe agrietada, débil, vulnerable; y ello refuerza nuestra tendencia a la auto-protección, a alzar murallas y construir fortalezas, a menudo veladas por comportamientos hipócritas.

Pero esa nueva forma de vida amurallada no es gratuita, sino que nos afecta, nos cambia en lo más íntimo de nuestro ser. Cambiamos nuestra actitud ante la realidad, nuestro modo de relacionarnos… todo se ve tristemente modificado, actitud que revierte a la vez sobre nosotros mismos, generando psicologías neuróticas y alienantes. Nos percibimos frágiles, débiles, agrietados, posición desde la cual ya no buscamos al otro, ya no buscamos al ‘tú’ que hay delante de nosotros con el cual construir algo, sino que buscamos aquello de ese ‘tú’ que nos puede proporcionar algún beneficio, ya sea de índole material ya sea de índole psicológica (estima, reconocimiento, compañía…). Convertimos al otro en objeto, en un fin instrumental. Lo hemos instrumentalizado. Y lo damos por bueno.

Sin embargo, esto que damos por bueno supone una seria convulsión a nuestro ser más profundo, porque el ser humano no está hecho para desconfiar ni para instrumentalizar, sino que está hecho para confiar. Si nos damos cuenta, hasta para levantarnos cada mañana de nuestra cama necesitamos confiar en algo, en alguien; no podemos vivir ni en la más nimia cotidianeidad sin confiar en que el suelo no se va a hundir, que el ascensor no se va a estropear, que el conductor del autobús sabe lo que hace… No podemos vivir pensando continuamente que esto puede no ser así (¿podríamos?). Necesitamos la seguridad y estabilidad que nos ofrece un mínimo de confianza. Confianza que se puede extender a otros ámbitos más ‘elevados’, como el ejercicio profesional, la ciencia… y sobre todo en las relaciones humanas. Por un lado, anhelamos vivir relaciones humanas en confianza; pero por el otro, vemos normal que esto no sea posible, que no sea más que un sueño ingenuo y utópico. Y no nos damos cuenta del prejuicio que eso supone para nuestro propio modo de ser humanos.

La cuestión es: ¿podemos realmente vivir una existencia auténtica desde esa consideración instrumental del otro?, ¿podemos ser auténticamente humanos instrumentalizando al otro? Sí, me tendré que proteger ya que no quiero que me lastimen, no quiero que me engañen, pero… ¿puedo ser así auténticamente humano?

No se trata de ser ingenuo o no, sino de saber hasta qué extremo se puede llevar nuestra vulnerabilidad y hasta dónde estamos dispuestos a arriesgar.  Quizá, cuando uno sea capaz de trascender esos límites que le dicta el sentido común, cuando sea capaz de ir más allá de toda finalidad procedimental y eficacia instrumental, accederá a unas categorías de vida cuyo sentido difícilmente podría vislumbrar mientras se mantenga inmerso en los parámetros de la vida concreta, de nuestra pequeña vida concreta.

La vida no consiste en mantenernos a flote sobre las amenazantes mareas que nos zarandean; no se trata de un mero ‘sobrevivir’ sino de vivir, un vivir que no es posible hacerlo sólo y desconfiado, ni siquiera refugiándonos en pequeños círculos de confianza, a menudo frágiles también. De lo que se trata es de crear ámbitos de confianza, de crear ámbitos sociales en los que nos sintamos como ‘en casa’, afirmación verdaderamente revolucionaria (¿ingenua?) en una sociedad donde prima la necedad, la adoración a la tecnología, los movimientos de masas (virtuales), el propagandismo político, la corrupción, o la televisión basura. En cualquier caso, todo ello no es sino muestra de aquello en lo que se puede convertir una sociedad abandonada a sí misma y desorientada; y en lo que no son responsables únicamente ‘los otros’, sino que todos poseemos en mayor o en menor medida una parte de responsabilidad, cada uno según su alcance y sus posibilidades. Es fácil ser honesto cuando no se tiene oportunidad ni de robar ni de trajinar con el poder; pero cuando ese alcance va siendo mayor (hasta llegar a la responsabilidad política o social de elevado nivel) nuestras convicciones se tornan con facilidad frágiles y quebradizas (sin que ello mengüe ni un ápice la responsabilidad moral individual de aquél sobre el que recae).

No ser pecios a la deriva pasa por la convicción de que un acercamiento hacia algo más verdadero y auténtico es posible; quizá el hecho de renunciar a esta posibilidad es muestra de un espíritu que comienza a enfermar. Ya no se trata de acertar o fallar, sino de la posibilidad de una vida con o sin esa aspiración a alcanzar auténticamente lo mejor de uno mismo, de que no todo vale ni todo tiene la misma importancia. Incluso mentir no es lo último, ya que si se miente se hace a la luz de que hay una verdad que se rechaza y sobre la que se resbala. Quizá lo más negativo sea cuando se rechaza de plano dicha posibilidad de encuentro y de configuración de nuestra propia personalidad y por ende de nuestra sociedad. Y no nos damos cuenta, pero es cuando en los ciudadanos desaparecen las convicciones fuertes (que en definitiva fundamentan nuestra sociedad), que caemos en la indiferencia y en la auto-referencialidad, generando en nosotros las condiciones adecuadas para ser marionetas alucinadas en manos de un poder estatal al cual nos abandonamos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario