24 de agosto de 2016

‘Lo que hay’ o ‘lo que queremos que haya’

En un post anterior planteaba una dualidad en referencia a los modos de vivir en sociedad: el socius frente al prójimo, la justicia frente a la caridad… Decía que teníamos la tendencia a rehuir la consideración caritativa del otro como prójimo, para parapetarnos tras la justicia y la consideración del otro como un mero socius e incluso, y por desgracia y desplazándonos más hacia el lado de acá, olvidándonos de los mínimos de justicia que nos permiten tratar al otro como socius para aprovecharnos de él en la medida de nuestros intereses egoístas. Parece que hablar de caridad y de prójimo hoy en día sea algo utópico pero sinceramente, me planteo si, a pesar de cómo está establecida nuestra sociedad, se podría vivir sin esa caridad más allá de la justicia, se podría alcanzar una vida auténticamente humana únicamente entre socius, en ausencia de prójimos.

Desde un punto de vista estrictamente racional, es más que dudoso que desde una competitividad generalizada fruto del ansia de conseguir nuestros bienes individuales se pueda conseguir un mínimo orden social. Es ésta una teoría familiar en los tratados sobre todo modernos. El hombre es un lobo para el hombre, y gracias a esos acuerdos mínimos se puede vivir socialmente con cierto orden y seguridad. ¿Se podría? Y en cualquier caso: ¿qué tipo de sociedad se conseguiría, qué tipo de ser humano viviría en ella? Una sociedad en la que cada uno no defendiera más que sus propios intereses contribuiría a un continuo estado de riesgo y de temor. Estaríamos siempre atentos, siempre en guardia, viendo por dónde nos iban a descargar el siguiente golpe o poner la siguiente zancadilla, o analizando por dónde podríamos hacer nosotros lo propio con los demás.

Algo de eso hay hoy en día también, ¿no? Pero, ¿puede vivir un individuo humano sin un mínimo margen de confianza? Imaginémonos por un momento que sí, que fuera así y todos desconfiáramos de todos y de todo; imaginémonos por un momento que cada vez que vemos a una persona tenemos que estar en guardia porque no sabemos muy bien lo que nos va a deparar: igual pasa de largo, igual nos agrede,…; tampoco nos podríamos fiar de nadie de nuestro entorno cercano, no podríamos establecer ningún tipo de relación íntima con nadie, ni siquiera con nuestros hijos (¿por qué con ellos sí?). No podría pasar tranquilamente un semáforo en verde porque no sabría si el otro va a respetar el rojo (ejemplo que puede ser extendido a tantos y tantos casos de nuestra organización social). Estaríamos solos contra el mundo, contra todos… Auténticamente solos. ¿No significaría eso nuestra propia extinción? Y aunque incluso pudiéramos subsistir así, ¿es a este modo de vida al que realmente entendemos que hemos de aspirar en tanto que seres humanos? ¿Es nuestro modo de vida más deseable? ¿Podríamos soportarlo?

Yo creo que podemos afirmar que en general no es esta la forma de vida que queremos. Toda persona necesita cierto margen de confianza para poder vivir con cierta salud mental; vivir en constante ‘estado de guerra’ puede destrozarnos psicológicamente. Otra cosa es que tengamos claro que queremos construir ‘de verdad’ ese otro tipo de sociedad, en principio más deseable, donde la confianza y la caridad primara sobre la justicia, cada una en su sitio. Más allá de la injusticia la justicia, y más allá de ésta la caridad. Parece que tendemos a movemos en esta zona de claroscuro: por una parte no queremos vivir en el ‘todos contra todos’ pero por el otro no acabamos de tomarnos en serio nuestro papel, nuestro protagonismo a la hora de construir dicha sociedad. Nos cuesta fiarnos del otro, probablemente porque a menudo hemos sufrido muchos desengaños. ¿Quién no? Consecuencia de ello es la tendencia a ‘cubrir el expediente’ creando ámbitos de confianza en grupos sociales reducidos (incluso a veces ni siquiera en ellos): grupos familiares, o cercanos de trabajo, de amistad, de ocio,… de modo que en los contextos más amplios mantenemos esa actitud defensiva e incluso beligerante, viviendo en continua alerta, con la idea de que si bajamos la guardia estamos perdidos. Ante esta tesitura uno puede volver a preguntarse: pero ¿es esta la vida deseable, la vida que yo quiero para mí?

Es fácil que por un lado contestemos que no, pero que por el otro contestemos que es lo que hay. Nos damos cuenta de que al asumir ese ‘lo que hay’ estamos contribuyendo de alguna manera a que eso ‘que hay’ siga estando; pero nos sentimos inermes para modificarlo y preferimos mantenernos en nuestros pequeños círculos de confianza, reservando hábitos de vida en alerta para cuando salimos de ellos.

Pensamos que en nuestras sociedades occidentales somos especialmente civilizados del planeta, cuando en realidad seguimos manteniendo una agresividad y una violencia que no nos importa revestirlas de chaquetas y corbatas, de togas y procedimientos, en vez de garrotes y bolas de hierro con pinchos. Pero la violencia está ahí: cualquiera que haya pasado por un juzgado o por situaciones de crisis empresariales o financieras podrá dar cuenta de ello. Somos capaces de convivir con personas a las que en un momento dado no nos importaría verlas arrinconadas, machacadas, arruinadas. Vivimos desconfiadamente, con la convicción de que es la única manera de no hacer el ‘primo’.

Pero esto tiene una consecuencia fundamental para cada uno de nosotros: la ruptura interior que nos genera, ruptura que para nada es gratuita por mucho que la queramos negar... o esconder. No queremos vivir así, pero lo aceptamos como inevitable e incluso lo justificamos. Es un círculo vicioso: ‘lo que hay’ nos genera desconfianza y la consecuente necesidad de vivir en guardia; y nuestra desconfianza y nuestro vivir en guardia lo que genera es precisamente ‘eso que hay’. Pensamos que como es ‘lo que hay’, pues eso, es ‘lo que hay’; y que si ha de ser cambiado, pues que lo cambien otros (no vayamos a ser nosotros los primeros). Pero el caso es que no se trata de ‘lo que hay’ sino de ‘lo que queramos que haya’; porque manteniéndonos en ese ‘lo que hay’, y sin acabar de ser conscientes de ello, los principales perjudicados somos nosotros mismos: esa situación de fuerzas contrapuestas (por un lado nos gustaría vivir en ámbitos de confianza pero por el otro la situación social nos lo impide y claro, hemos de protegernos) nos genera una ruptura interior que contribuye a la génesis de personalidades frágiles y quebradizas, inestables y alienantes, que nos impiden acceder a lo verdaderamente importante de la vida y a nuestra auténtico yo, preocupadas como están en mantenerse simplemente a flote.

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