14 de julio de 2016

Tocando tierra

He mantenido alguna conversación haciéndome la crítica de que a menudo soy un poco abstracto en lo que digo sobre la educación. Creo que es cierto. Supongo que es complicado descender a lo concreto en las líneas de un post. Poner ejemplos es algo que me da un poco de reparo porque a menudo ocurre que el interlocutor se queda con detalles menores del ejemplo y no tanto con la idea que quiero transmitir. A mi modo de ver, esto es mejor hacerlo en talleres o similares, porque es más fácil hacerte entender. Por otro lado y en mi defensa he de decir que estos temas no son tanto cuestión de ‘recetas’ concretas para casos ‘determinados’, como de adoptar o adquirir una especie de estilo educativo, o quizá mejor, de estilo de vida, según el cual con nuestro comportamiento vayamos transmitiendo como por ósmosis, atmosféricamente, un modo de vida en nuestro hogar.

Pero me voy a arriesgar y voy a comentar algún ejemplo para intentar ilustrar alguno de los casos que comento. No se trata de grandes dramas ni de casos espectaculares, sino de situaciones muy muy cotidianas, tanto que incluso parecen irrelevantes, pero analizándolas un poco servirán (espero) para ilustrar lo que quiero decir. Normalmente no cometemos grandes abusos con nuestros hijos, sino pequeñas deficiencias que van creando un lastre sobre ellos que bueno, si se pueden evitar, pues tanto que mejor.

Esto que voy a comentar lo he visto más de una vez, en mi casa y en casa de gente conocida, incluso me he reconocido haciéndolo en alguna ocasión (¡qué le vamos a hacer!). Es lo siguiente. Mi hijo pequeño quiere agua, y le lleno el vaso hasta casi el borde. Que cosa tan trivial, ¿no? Pero, ¿qué puede ocurrir cuando el nano coja el vaso? Pues probablemente que la derramará, ¿verdad? Efectivamente, se le cae. ¿Y si me pilla en un mal momento? Pues que me enfado con él por haber vertido el agua sobre toda la mesa, encima de los platos, etc. Esto me ha pasado a mí, y lo he visto no pocas veces en otras personas. Le he chillado, y luego me he arrepentido.

Vamos a analizar este suceso tan trivial —que yo creo que nos habrá pasado a todos— con un poco de detención. Y yo pregunto: ¿quién es el responsable de que se haya caído el agua, yo o él? Parto de la base de que un niño pequeño derramando agua es algo perfectamente normal: ¡es pequeño! Pero bueno, a lo que iba: ¿quién es el responsable en este caso? Pienso que yo, porque le he puesto en una situación de ‘excesiva’ responsabilidad: no puedo pretender que un niño coja un vaso lleno hasta el borde y no lo derrame. Pero el caso es que luego me enfado con él, y le riño, etc. Quizá hubiera sido más razonable llenarle el vaso hasta la mitad, o procurarle un vaso al tamaño de su manita,…

Y yo pregunto: seguro que alguna vez os habéis visto sometidos a una bronca por parte de vuestros padres, de vuestro jefe, o de quien sea, sobre algo de lo que en principio no erais demasiado responsables. ¿Cómo os habéis sentido? Y sin ir más lejos: ¿cómo os sentís cuando alguna figura de autoridad os chilla, os riñe,… aunque tenga razón para hacerlo? Pues bien, el proceso afectivo que se da en el niño es exactamente el mismo que en nosotros, aunque no tenga la capacidad de comprender lo que le sucede. Y del mismo modo que eso genera en nosotros resistencias, resentimientos,… en ellos también. Y pensad además qué ocurriría en vosotros cuando esa figura de autoridad que os recrimina algo justa o injustamente no es una figura de autoridad más, sino que es ‘la’ figura de autoridad, aquella en la que confiáis y os apoyáis indefectiblemente, que es lo que somos nosotros para nuestros hijos.

Le hemos puesto en una situación complicada al nano, él siendo fiel a su edad hace lo que puede pero acaba tirando el agua, y encima se lleva (gratuitamente) una bronca por nuestra parte. No pensemos que porque el nano no le echa cuentas es que no le deja huella todo esto; claro que le deja. Lo bueno es que si esto ocurre puntualmente no pasa nada, pero a menudo ocurre con cierta frecuencia (casos como éste o similares, que cada cual piense en su propia experiencia) y ello va generando en sus estructuras psicológicas pautas de comportamiento no funcionales debido a nuestro comportamiento inadecuado.

Este ejemplo tan trivial puede ser extendido a otras muchas situaciones familiares, en las que actuamos de modo no funcional (normalmente no conscientemente) con ellos. A ver, otro que se me ocurre, y que me pasó la semana pasada. El otro día, dieron de merendar a un pequeño ya un poco tarde. Al poco era ya la hora de cenar, y lógicamente no tenía demasiada hambre: comió un poco del plato y se dejó la mitad: media tortilla y un poco de hamburguesa. El padre le exigió al nano que se acabara el plato, y el nano decía que no podía más, que estaba lleno. Vuelvo a preguntar: ¿quién tiene la culpa de que el nano no cenara bien, el padre que le dio la merienda tarde, casi a la hora de cenar, o el niño? Esto que aquí está tan claro, en la práctica no lo está tanto: sólo basta fijarnos en casos similares de fricciones con los nanos, y ver cuántas veces estas fricciones está causadas realmente por ellos y cuántas por un comportamiento nuestro o unas expectativas sobre ellos no adecuadas.

Pero ahí no acabó la cosa con la tortilla. El padre empezó a subir el tono (yo estaba delante) y el niño poco a poco se fue sofocando hasta que comenzó a llorar, empezó a comer llorando, se atragantó,… en fin. El padre se puso cada vez más enfadado y el niño cada vez más asustado. Y lo curioso del caso es que el padre, ya chillando, le gritaba al niño si era necesario montar ese numerito por media tortilla: «¡sólo media tortilla!, ¿te parece bien montar todo este numerito sólo por media tortilla?». Y yo pensaba: ¿y qué estás haciendo tú, acaso no estás montando tú ese numerito —tú, adulto, maduro— por la misma media tortilla? Le decía en pensamiento: ante un asunto sin mayor importancia, tú te pones como un energúmeno, provocando tú (que eres el adulto) una situación problemática, y encima culpando al niño de dicha situación, de por media tortilla armar tal numerito. Si para él no tenía que ser tan importante media tortilla, supongo que para ti tampoco, ¿no? Y en definitiva: ¿quién era el responsable de que el niño no tuviera hambre, él o tú? Bien, es otro ejemplo de educación no funcional, en el que no sólo no lo hacemos bien nosotros (quizá no deberíamos haber dado la merienda al nano tan cerca de la cena) sino que encima armamos un numerito y encima le echamos la culpa al pequeño. Imaginémonos nosotros en la situación del niño, y pensemos cómo viviríamos la escena.

En fin, como digo, casos como estos (en distintas situaciones y distintos ámbitos) los hay con mucha frecuencia, casos en los que nosotros no somos coherentes, la cosa no sale bien, y encima pretendemos que sea el niño el que se ‘adapte’ a la situación no funcional que nosotros hemos creado, lo que provoca disrupciones en su psicología que si se repiten en el tiempo o son de cierta intensidad, pueden llevarle a comportamientos patológicos o clínicos. Menos mal que también hay otras situaciones en las que podemos manifestar nuestro cariño y nuestro ‘saber hacer’ con ellos, y que de alguna manera compensan nuestros errores (tampoco somos perfectos), pero si en alguna medida podemos evitar nuestros comportamientos no funcionales supongo que ello redundará en su beneficio (y en el nuestro). Espero que se haya comprendido lo que quería transmitir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario