7 de julio de 2016

La palabra escrita y hablada

Eugenio d’Ors poseía una teoría sobre la palabra verdaderamente interesante. Su papel en el ámbito humano era mucho más considerable que el de vehículo comunicativo (incluso auto-comunicativo, reflexivo) sin el cual las relaciones humanas se verían radicalmente mermadas. No por quitarle importancia a ello, ni mucho menos, sino porque él se situaba en otro orden de cosas. Su inquietud era otra, tenía que ver con una aprehensión diversa de lo real que nos permitiera sobrevolar lo dado para poder alcanzar un conocimiento de la realidad que, desde la distancia, nos posibilitara una comprensión de las cosas más amplio y global, y a la vez, más profundo. Él estaba convencido de que la realidad era más que lo dado, y de que permaneciendo en lo dado nos sería imposible acceder a este otro tipo de conocimiento, acceso para el cual no debíamos desprendernos del conocimiento fenoménico sino manteniéndolo y ejerciéndolo, trascenderlo. Es lo que denominaba la dimensión estética del conocimiento.

Porque el ser humano se mueve entre la tierra y el cielo, entre lo dado y lo velado,… y la palabra puede erigirse en una herramienta adecuada para llevarnos a este fantástico tránsito. Para d’Ors la palabra no es únicamente un término asociado a un determinado concepto, sino que es algo vivo, de modo que más que una ‘definición’ estática lo que nos ofrece es un ‘sentido’ dinámico, una línea de significado en cuyo seno anida una realidad germinal que la ‘anima’ y que le proporciona un abanico abierto de posibilidades fruto del diálogo palabra-realidad: es lo que d’Ors denomina un nimbo de sentido. Desde su germen original, toda palabra nos remite más allá de su significado actual hacia las posibilidades que su nimbo de sentido nos ofrece, y que aún no conocemos pero que las palabras, a modo de antenas entre lo allende y lo aquende, están prestas a facilitarnos.

Estos días he tenido la suerte de poder participar en un curso de verano en el que se ha reflexionado sobre la estética filosófica y el arte desde una perspectiva fenomenológica, perspectiva que no pertenece a mi ámbito de estudio. Por este motivo se han dicho muchas ideas y conceptos nuevos para mí que me costaba procesar y digerir, pero que provocaban en mi mente como un alumbramiento de conexiones con lo ya conocido y de posibilidades aún por conocer, a veces en un ritmo un tanto frenético que me hacía perder el hilo del discurso.

Y es que la palabra hablada tiene eso: es un torrente continuo que no cesa, al dictado del discurso del orador, con la intensidad del que vive y siente lo que dice. Y hay que estar continuamente atento para no perder detalle, atención que en mi caso en ocasiones me abandonaba. Si la palabra hablada tiene la riqueza del encuentro personal, de los matices del ‘directo’, del calor del diálogo presencial, posee también la fuerza del discurso que se te impone con una cadencia implacable que solicita tu compromiso continuo para no caer en la desatención.

En momentos anhelaba la serenidad de la palabra escrita, tranquila, siempre dispuesta,… Durante las sesiones del curso echaba de menos poder detener el discurso, pausarlo momentáneamente para reflexionar lo que se decía; e incluso rebobinarlo para volver a escuchar una idea que se me antojaba confusa… Pero claro, no era posible. Por el contrario, la lectura facilita la reflexión personal, aunque posee la limitación de la ausencia de la presencia, del encuentro personal que permite el contacto y un enriquecimiento mutuo distinto. Quizá por ello, para que puedan cumplir el papel que les otorgaba d’Ors sea necesaria tanto la palabra hablada como la escrita, la escrita como la hablada.

Ejemplo de ello es también una tarea que llevo entre manos. Hace unos meses celebramos unas jornadas cuyas conferencias estamos preparando para su publicación. Recuerdo con detalle alguna de dichas ponencias que me gustó especialmente, por lo que decía y por cómo lo decía. Y sin embargo, mi experiencia al volver a leerla (¿escucharla?) preparándola para su publicación ha sido diferente. Sin el encanto y el calor de la presencia, pero con más y mejores posibilidades para su reflexión.

En cualquier caso, la experiencia de estos tres días del curso ha sido muy interesante, pues nos hemos encontrado dos grupos de personas en principio muy diferentes, pero que nos une un mismo interés común: el arte. Filósofos y artistas nos acercamos a él desde distintos enfoques: unos más reflexivo, otros más práctico. Pero ha sido especialmente enriquecedor el interés que suscita para los filósofos el ejercicio artístico, experiencial, vivido, personificado en los artistas, así como el interés que suscita en el artista la comprensión intelectual de lo que ellos mismos hacen y experimentan, a veces vivido como un misterio que precisa ser desvelado. Un diálogo fructífero, con dos interlocutores que quizá se parezcan más de lo inicialmente pensado, pues la filosofía parece que tiene un poco de arte, y el arte un poco de filosofía.

Un bonito encuentro en el que he conocido personas interesantes con las que compartir inquietudes y, ¿por qué no?, algún proyecto futuro. Si a todo ello unimos una organización tan profesional como cercana por parte de miembros de la Universidad de Zaragoza y de la Universidad de Verano de Teruel así como de la Fundación Mindán Manero (verdadera protagonista del encuentro), en un entorno tan acogedor como el Centro Buñuel de Calanda, todo queda transformado en una experiencia de aprendizaje y de trabajo, pero también lúdica y de disfrute. Nada más llegar me decían que quien prueba uno de estos cursos repite. No sé si podré repetir o no, pero ya estoy esperando la temática del curso que viene y las fechas, para ver si me puedo acoplar.

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