18 de mayo de 2016

La experiencia lúdica

Comenzamos con este capítulo una nueva sección de Verdad y método que a nivel personal me parecen unas de las páginas más deliciosas de la obra gadameriana. Lo que intenta hacer Gadamer en ellas es introducirnos en una dinámica ontológica diferente, gracias a la cual podremos aprehender mejor el significado (hermenéutico) de la obra de arte. Y ello lo va a hacer mediante el análisis ontológico del juego.

Recordemos que a donde él nos quiere llevar es a que nos familiaricemos con un nuevo modo (hermenéutico) de aprehender la realidad, de interpretarla,…; para ello apela al orbe de lo artístico y de lo estético…; y para esto último a su vez apela al orbe de lo lúdico. Es notorio (e importante) el esfuerzo que realiza Gadamer para que nos vayamos introduciendo poco a poco, en círculos concéntricos cada vez más estrechos (método que ya nos decía Ortega y Gasset que es el más adecuado para estudiar filosofía), casi sin darnos cuenta, en ese lugar o en ese modo de ser adecuado para poder decir que somos verdaderamente hermeneutas. Y para ello hemos de dar un salto desde nuestra comprensión ontológica tradicional a una comprensión ontológica… lúdica. Se trata de entender el juego como un modo de ser, abriéndonos así a una ontología no tan estática como pueda ser la clásica, sino más dinámica, en circularidad, en diálogo. Desde esta perspectiva se enlazaría el juego con el arte. Aunque estrictamente hablando no se trata de enlazar el juego con el arte sino con la ‘representación dramática’, una representación dramática que no es específica del teatro sino que le compete a toda obra de arte en cuanto tal. Vamos a verlo.

Empecemos con el juego. Gadamer comienza destacando algunos aspectos. a) Que hay que distinguir entre juego y jugador. b) Que en la dinámica lúdica no todo es un mero jugar, sino que hay una seriedad particular propia del juego; y esta seriedad no es tanto la de los jugadores —que también, ya que quien no se toma en serio el juego es un aguafiestas— como la del juego mismo. c) Que las referencias, digamos, cotidianas, quedan como en suspenso cuando estamos jugando; en el juego hay otro tipo de intereses cuyo fin está en sí mismos, y que son diversos de los propios de la vida cotidiana.

Cuando una persona se introduce en un juego entra en una dinámica diversa, entra en un haz de relaciones diferentes que alcanzan una cierta identidad particular, a raíz de las cuales él mismo se ve arrastrado de alguna manera por dicha dinámica, algo que si nos fijamos acontece de modo similar con la obra de arte: que pertenece a su esencia modificar al que la observa. El juego posee una identidad propia, más allá de la conciencia de los que juegan; el verdadero sujeto no son los jugadores, sino el propio juego que los engloba. Algo similar cabe decir de la experiencia artística.

Para explicar esto alude a unos fenómenos que estamos acostumbrados a ver en la naturaleza, por ejemplo cuando observamos el juego de las hojas en otoño mecidas por el viento, o el juego de las olas en la orilla del mar. ¡Quién no ha experimentado alguna vez esa sensación de dejarse llevar por las olas, flotando plácidamente! Ese estar tranquilamente dejándose llevar, yendo y viniendo, sin pensar en nada. En dicha situación uno deja ya de tener el protagonismo, y sin dejar de perder su identidad se queda a merced de las olas, en un vaivén en el que el mejor modo de conseguir el máximo beneficio consiste precisamente en no tomar la iniciativa sino en un dejarse mecer… No soy yo el que toma la iniciativa, sino que son las olas las que la tienen por mí. Más que jugar yo con las olas, soy jugado por ellas.

Hace tiempo vi un video en un blog que sigo que me vino a la cabeza al pensar sobre estas cosas. El video es una delicia; no tienen desperdicio ni las imágenes ni la música que acompaña. Y creo que pone bien de manifiesto lo que es jugar con las olas. En este caso no son humanos los que juegan sino unos simpáticos delfines a los que uno quisiera acompañar. Por favor, apagar las luces y disfrutar del vídeo:


Estamos acostumbrados a llevar nosotros la iniciativa, a llevar las riendas. Aquí se trata totalmente de lo contrario. Jugar no es tanto desempeñar una actividad como un dejarse llevar, un… un dejarse jugar por el juego. Hay un primado del juego ante la conciencia del jugador. Aunque no se trata estrictamente de un no hacer nada, no es eso del todo sino que de lo que se trata es de un no sentirse esforzado, que es distinto. He ahí la grandeza del juego, que nos libra de ese esfuerzo continuo que acompaña toda existencia: «la estructura ordenada del juego permite al jugador abandonarse a él y le libra del deber de la iniciativa, que es lo que constituye el verdadero esfuerzo de la existencia», nos dice Gadamer.

Esta expresión medial del juego (el juego de las olas me juega) muestra claramente la idea de que quien tiene la iniciativa es el propio juego, que en el caso de un juego de la naturaleza (el juego de las olas, el juego de las hojas, el juego del viento,…) constituye una auto-manifestación. Es la naturaleza la que se manifiesta en dichos juegos. Y precisamente esta manifestación libre y no forzada de la naturaleza es la que cabe pedirle a toda obra de arte.

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