3 de mayo de 2016

El escenario familiar

Imaginémonos esta situación. Un niño está chillando a su hermanita pequeña porque le ha roto unos rotuladores. Cuando su padre lo ve, se le enciende la cara, se le hinchan las venas del cuello y le dice muy enfadado: "¿cuántas veces te he dicho que no chilles a tu hermana?, ¡como le sigas chillando te vas a enterar!, ¡cállate ya de una vez!..." Ante esta situación podemos preguntarnos qué es lo que recibe el niño, qué mensaje le llega: por un lado le están diciendo (verbalmente) que no debe chillar a su hermanita, pero por el otro le están diciendo (no verbalmente) que en casos de conflicto (como el que está viviendo en ese momento el padre) hay que actuar chillando.

Es un caso claro de incongruencia por parte del educador, que el niño recibe de ese modo: incongruentemente, creándole un conflicto personal. No pensemos que esto es algo que ocurre… a los demás pero a mí no; me permito afirmar que es algo que nos ocurre a todos, sencillamente porque no somos perfectos, y vivimos con incongruencias. Una persona sana no es la que no comete incongruencias, sino aquella cuyas incongruencias le permiten vivir una vida razonablemente normal.

Pero en cualquier caso esas incongruencias siguen estando, y las seguimos transmitiendo sencillamente porque vivimos con ellas, forman parte de nosotros. Y se las transmitimos tanto a los que nos rodean (compañeros de trabajo, amigos, gente con la que me relaciono con la calle,…) como a nuestros hijos, que es el caso que nos ocupa. Y dichas incongruencias, nuestros pequeños que aún se encuentran con cierto espíritu puro, ingenuo, infantil,… no las comprende.


Y aquí ocurre algo muy interesante. Es éste un momento crucial, en el que confluyen dos elementos: a) por un lado, cuando no comprendemos algo, no le podemos dar sentido y no lo podemos integrar en nuestras vidas; b) y por el otro, si no comprendemos el ámbito en el que nos encontramos, no podemos actuar, pues nos sentimos desconcertados, perplejos.

Estas dos variables (comprensión y acción) son nucleares pues cuando no son vividas en un entorno de confianza son generadoras de innumerables trastornos: a) si comprendemos, pero el ambiente no nos deja actuar generamos una sensación de angustia (paralización, aislamiento,…); b) si actuamos sin acabar de comprender generamos comportamientos desestructurados y desestructurantes (neurosis, obsesiones, tocs,…). Todos tenemos un poco de ello; como es de suponer, el problema se agrava cuando estos trastornos rayan ya lo psicótico o lo paranoico.

De aquí surge una cuestión vital: y ¿cuándo no comprende el niño el ambiente familiar en el que vive, y por tanto se siente impedido para actuar de modo auténticamente infantil? O dicho de otro modo: ¿qué es lo que necesita el niño para poder actuar comprendiendo? Pues un entorno que así se lo facilite. Esto tiene que ver y mucho con lo que comentábamos al principio sobre la comunicación verbal y no verbal, y la coherencia o no del  mensaje. A menudo los adultos no nos comportamos entre nosotros como nos gustaría que se comportaran nuestros hijos (les pedimos a ellos un comportamiento que no somos capaces de vivirlo nosotros). Insisto en que no estamos hablando de una comprensión cognitiva adulta, sino de un modo de integrar las experiencias que le llegan sin saber muy bien cómo ni por qué.

Lo normal es que en todo hogar se den pautas de comportamiento de todo tipo, unas más funcionales y otras más disfuncionales. Éstas últimas por lo general no es que sean casos límite, sino todo lo contrario: suelen ser de poca gravedad, pero continuadas en el tiempo —lo cual también tiene su riesgo—. En definitiva la unión de todas ellas es lo que conforma el clima familiar, y éste es el ambiente en el que el niño necesariamente se ha de desarrollar: no puede cambiarlo por otro sencillamente porque es su mundo, es el clima de su familia, de sus padres. Ante un determinado clima familiar, ¿qué hará el niño? Pues se adaptará y confeccionará pautas de comportamiento según las guías y las referencias que los propios padres le irán determinando (todo ello de modo no consciente, por lo general) para sentirse aceptado; confeccionará aquello que ya comentamos en un post anterior: sus MOIs (mecanismos de operación interna).

Estos mecanismos se generan por tanto por nuestros propios hijos en diálogo con un entorno familiar determinado y generado por los padres (usualmente de modo inadvertido). En función de su entorno y en base a su incipiente personalidad, el niño genera sus MOIs particulares y aprende a comportarse: aprende a pensar, a sentir,… Estos MOIs pueden adoptar una doble dirección: pueden ser enriquecedores y contribuir a una personalidad plena, o pueden ser distorsionantes y generar problemas de adaptabilidad.

No sé si os es familiar la escena de que cuando un niño hace una trastada o cuando no sabemos por qué se ha comportado de una determinada manera, enseguida los padres tendemos a justificarnos diciendo que ‘no sabemos a quién ha salido este niño (porque desde luego a mí no, no se vayan a pensar)’. Pues bien, a mi modo de ver lo más probable es que la conducta del niño no sea sino una respuesta a su ámbito familiar. Si el niño actúa así es porque de alguna manera le ‘hemos inducido’ a actuar así. Y el caso es que no nos damos cuenta, ni tenemos la menor idea de que podamos haber sido nosotros los que por lo general hemos generado esa respuesta en el niño. Claro, esto no son matemáticas, no se trata de que dos más dos son cuatro. Pero bueno, igual los tiros van por ahí.


En conclusión, cada hogar pone su decorado, cada hogar dibuja un escenario que será en el que los niños se han de desenvolver a partir de los MOIs que se han establecido. ¿Qué posibilidades le caben a los niños? De modo rápido se me ocurren los siguientes: a) la salida sana, una integración vital; b) un mecanismo adaptativo (hiperactividad, angustia, negación, violencia…) bajo un comportamiento de normalidad aparente; y c) un trastorno traumático.

El mismo comportamiento del niño puede servirnos de ‘chivato’. Los niños son de por sí alegres, vitales, dinámicos,… Ver a un niño disfrutar jugando es uno de los mejores placeres de la vida. Pero a veces los niños no se comportan así: son retraídos, esquivos, solitarios,… Cuando ello ocurre puede ser debido a problemas personales del niño, pero también es probable que se trate de una cuestión a tratar en el sistema familiar.

No olvidemos que una persona normal no es sinónimo de una persona sana. Mientras su comportamiento no vaya más allá de lo considerado normal, no veremos en ella nada raro, cuando quizás en su interior no dejen de haber procesos internos realmente destructivos y deformadores de la realidad. Y para detectarlos hay que saber mirar, al niño y a su entorno familiar. Sobre todo a su entorno familiar.

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