19 de abril de 2016

Recuperación de la pregunta por la verdad del arte

A raíz de lo visto en el anterior post, quedaba por resolver dónde situar exactamente la verdad que nos pueda ofrecer el arte. Acabamos con el siguiente problema: ¿se puede aprehender una obra de arte de modo ‘puramente estético’ sin ninguna referencialidad contextual?, ¿se puede desvincular a la obra de arte de ‘su’ mundo, de su contexto? Esto queda muy bonito decirlo así, teóricamente, pero cuando estamos ante una obra de arte, ¿podemos deshacernos de todos estos elementos ‘impuros’?

Es más: si lo miramos desde el otro lado, no desde el mundo en que una obra de arte fue creada sino desde nuestro propio mundo, desde el mundo en que nosotros estamos situados, ¿podemos observar una obra de arte sin estas referencias propias culturales, de sentido,…?, ¿no influye todo eso —como ya puso de manifiesto Heidegger— en mi misma percepción?, ¿no hay un horizonte de sentido en el que se halla una pre-comprensión desde la cual aprehendo la obra de arte, y que provoca que «nuestra percepción no sea nunca un simple reflejo de lo que se ofrece a los sentidos»? ¿Existe una percepción pura, ideal? Como veis, se generan no pocos interrogantes. Todo esto es muy interesante porque como sabemos, a menudo el ser humano ‘pone’ mucho de lo que ve en aquello que hay, y por el contrario no ve otras muchas cosas que efectivamente hay.

¿Cómo articular esta ‘impureza’ con la conciencia estética, tan pura? Encontrar el equilibro entre el aspecto formal de lo estético, y el mínimo de comprensión o sensibilidad estética para poder percibir en su justa medida un objeto artístico es verdaderamente difícil. Tanto en un sentido como en otro ha lugar a posibles dogmatismos, pues tan inapropiado es hablar de una percepción pura sin significación como de una percepción tan llena de contenidos que no deja hueco a lo formal o al libre juego de facultades que nos explica fantásticamente Kant. Démonos cuenta de que lo que Kant intentaba en su tercera crítica, la Crítica del Juicio, era la penosa tarea de suprimir los contenidos dados en el objeto para acceder a lo formal, pero era bien consciente de que en la percepción había un contenido material que había que ‘formalizar’ para llegar a su núcleo estético y sin llegar —como nos recuerda también Gadamer— a lo sensorial de lo material.

Visto desde el otro lado (desde el lado del artista) éste posee algo formal en su cabeza que ha de concretar o materializar de alguna manera. No puede transmitir una idea formalmente, sino que precisa de un objeto artístico (sea de la índole que sea) para hacerlo; y su obra de arte no se encuentra en el paraíso del arte, sino en una época determinada y en un contexto cultural y artístico determinado del que echa mano. Pues bien, si la tarea del artista podemos decir que es materializar una idea, ¿no sería la tarea del espectador la inversa, desmaterializar el objeto artístico para acceder a su formalidad estética… ¡en la medida de lo posible!? ¿Dónde situar entonces la verdad que nos pueda comunicar el artista: en lo puramente estético, en lo contextual, en los dos ámbitos?

La conclusión a la que llega Gadamer es que «para poder hacer justicia al arte, la estética tiene que ir más allá de sí misma y renunciar a la ‘pureza’ de lo estético»; que no es que el arte sea obra del genio (en el sentido en que el genio es la medida del arte), sino que el genio se debe al arte (tal y como Kant pensaba a mi juicio y a pesar de Gadamer). Y a aquello a lo que se debe el genio es a lo que también ha de deberse el espectador, el cual de alguna manera tiene que completar el círculo estético (un círculo no necesario, pues la obra de arte no depende de su aceptación o no, es otra cosa; si es efectivamente artística, seguiría siéndolo aunque no hubiera nadie para contemplarla). La esencia de lo artístico ni lo pone el genio ni el espectador, sino que ambos colaboran o participan de algo que hay que ir a buscarlo más allá de ellos e incluso de la propia obra de arte.

Este tener-que-ir-más-allá es lo que nos permite no caer en la mera presencialidad de la vivencia estética, en ese ‘ahora’ y ya está, en ese puntualismo «que deshace tanto la unidad de la obra de arte como la identidad del artista consigo mismo y la del que comprende y disfruta». Según esto se caería en ese virtuosismo que comentaba en el anterior post (pues se convertiría en un fin en sí mismo), e incluso en cierta afectación insostenible a la que ya se refería Kierkegaard cuando nos hablaba del estadio estético (este enlace que hace Gadamer me parece sorprendente), y que estaba llamado a ser superado (en lo que el filósofo danés denominaba estadios ético y religioso). Y ello, ¿por qué? «Al reconocer que el estado estético de la existencia es en sí mismo insostenible se reconoce que también el fenómeno del arte plantea a la existencia una tarea: la de ganar, cara a los estímulos y a la potente llamada de cada impresión estética presente, y a pesar de ella, la continuidad de la autocomprensión que es la única capaz de sustentar la existencia humana». En otras palabras: no se puede separar la continuidad hermenéutica de la existencia humana, de la vivencia estética.

Las obras antiguas no son únicamente algo que están ahí, sino algo (un espíritu) que se recoge a sí mismo históricamente en la vivencia estética. ¿Es posible (o pertinente) separar a la obra de arte de su mundo? Este mundo suyo no es un elemento extraño a ella, sino que es algo perteneciente también a la tradición (más amplia) en la que estamos situados y desde la que se erigen nuestros horizontes de sentido. Ella (la obra de arte) forma también parte de nosotros mismos, y ello es lo que nos permite no caer en los cantos de sirena de nuestras vivencias particulares y puntuales. La superación —según Gadamer— del puntualismo no se realiza acudiendo a una abstracción formal de lo objetivo sino atendiendo a la realidad histórica y hermenéutica del ser humano. ¿Cómo fundamentar si no la continuidad del arte en la inmediatez de la vivencia estética?

El problema que se plantea es que este proceso histórico vivencial estético tampoco es algo meramente intelectual, sino que hay algo que efectivamente va más allá de la pura cognición, algo afectivo aunque no según los sentimientos al uso. Y a esto responde Gadamer —y aquí es a dónde él quería llegar— que según esta interpretación suya el arte se erige en un modo de conocimiento, que desborda lo meramente cognitivo o racionalista. De esta manera, esa articulación fluida y libre de las facultades que nos comentaba Kant como una experiencia estética pura, se presenta insuficiente (por no decir imposible, a juicio de Gadamer), y aboca a una contradicción respecto a lo que es una vivencia estética… hermenéutica.

La tarea de la estética sería entonces intentar ir más allá del artista (genio) y del espectador para fundamentar ese hecho de que en el arte también se da un modo de conocimiento, distinto del científico o conceptual. Desde este enfoque, la historia de la estética se convierte en una historia de las culturas, de las concepciones del mundo, de la verdad de las cosas tal y como ésta es reflejada en los objetos artísticos. Una historia que no está acabada ni delimitada, en tanto que cada objeto artístico propicia un encuentro en el que se produce un acontecer inconcluso, abierto, y del que es a su vez parte. En su permanencia histórica, la obra de arte permanece abierta, siempre nueva, siempre sorprendente; la circularidad hermenéutica (a la que responde la estética) no es una circularidad lógica, todo lo contrario: no se puede predecir lo que te va a deparar.

Esta permanencia histórica, esta temporeidad, posibilita la apertura del pensamiento desde la subjetividad: «a esta experiencia Heidegger le llama el ser». Ese modo de verdad específico de las ciencias del espíritu es muy cercano al modo de verdad artístico que acabamos de ver; un modo de verdad comprensiva y que forma parte del mismo encuentro con el objeto artístico. Un modo de verdad al que se accede lúdicamente, tal y como veremos en el siguiente post comentando unas páginas verdaderamente exquisitas.

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