1 de septiembre de 2015

Del 'ego' al 'yo'; del 'yo' al 'tú'

Tenía pensado reanudar el blog siguiendo con la serie de posts que estaba escribiendo antes de agosto. Pero el pasado sábado por la noche decidí compartir las siguientes inquietudes. Aquella noche estuve cenando con la familia en una caseta de campo: una caseta sencilla (cuatro paredes y un techo de uralita, poco más), rodeada de viñas y pinos, y en esta ocasión bañada por la luz de una majestuosa luna llena. La caseta tiene un encanto especial. Nos reunimos en ella unas pocas veces al año, pero cuando nos llega el aviso para acudir pocos de nosotros dejamos de hacerlo; y cuando no podemos asistir nos sabe verdaderamente mal. Aparte de ser momentos en los cuales nos vemos casi todos, ¿cuál es el secreto? Pues una cena sencilla, un ambiente familiar, una conversación agradable y simpática, gente entrañable que se aprecia y que se quiere,… y ya está; poco más. ¿Acaso hace falta algo más?

Pensaba en todo esto cuando después de cenar salí a dar un paseo. Como os podéis imaginar, salir a pasear por un campo bañado por la luz de la luna es una experiencia muy gratificante. Conforme me alejaba de la luz artificial (dos bombillas alimentadas por un generador de gasoil), el campo comenzaba a ser iluminado únicamente por la luna. A diferencia de lo que ocurre otras noches, se veía con una claridad asombrosa, tanta como para poder ver los pequeños guijarros del camino. De vez en cuando aún llegaban los ecos de la conversación y el alboroto de las risas. Conforme me iba alejando, se iban apagando.

Mirando alrededor pensaba sobre qué sencilla puede ser la vida, en lo importante que es vivir estos momentos que en su cotidianeidad nos sumergen en una plenitud difícil de describir. Enseguida me vinieron a la cabeza todas estas personas que en la actualidad lo están pasando tan mal, tanto como para arriesgar sus vidas en busca de paz y dignidad. Y pensaba en lo lejanos que estamos en todos los aspectos de aquella realidad, de la de los que se vienen, y de la de los que se quedan.

Anhelamos aquí la pretendida felicidad, sin saber ni de cerca cómo alcanzarla. Pensaba en cuánto nos complicamos a veces la vida en tal empeño. Hemos escuchado infinidad de veces que la felicidad no se alcanza con el ‘tener’ sino con el ‘ser’; que no se trata de conseguir y de consumir cosas, sino de alcanzar nuestra más íntima profundidad. No nos damos cuenta de que nunca podremos llegar a satisfacer completamente al despiadado ego sino que, si queremos alcanzar a nuestro verdadero yo, lo que hay que hacer es cambiar de estrategia. Nuestro yo auténtico está como sepultado, silenciado por todos los pensamientos, costumbres, actitudes, prejuicios, creencias y apegos de nuestro ego. El ego es como esa costra superficial con la que normalmente nos desenvolvemos en la vida, y con la cual nos identificamos; una costra superficial que a modo de una segunda piel de cemento nos impide movernos, impide que aflore al exterior nuestro verdadero yo. Paradójicamente, pensamos ser aquello que no somos, y lo que verdaderamente somos permanece en la silenciosa penumbra del olvido.

No, no somos nuestro ego: somos mucho más que eso. Y cuando somos conscientes de ello, cuando dejamos de identificarnos con aquello que creemos que somos, empezamos a vislumbrar algo de nuestro verdadero yo. Caer en la cuenta de esto es algo grande, de lo más valioso que puede ocurrirnos en nuestras vidas. Aunque no es más que un comienzo, no es más que un primer paso de un camino que ya no tiene fin: el camino de nuestra propia reconquista. Si ya es importante ser consciente de esto, aún queda mucha tarea pendiente. Y aquí comienza verdaderamente el asunto, porque es un tránsito que no queremos hacer. Es fácil engañarse pensando que lo estamos haciendo, cuando lo más que hacemos es cambiar estratégicamente de lugar las fichas, sin avanzar de verdad porque no nos lo tomamos en serio; porque no nos tomamos en serio nuestras vidas.

No nos las tomamos en serio porque nos da miedo. Tememos perder nuestras seguridades, cambiar nuestros esquemas de vida, salir de las pequeñas fortalezas que nos hemos creado y tras las que nos parapetamos. No queremos dejar de vivir los roles que generalmente nos han dicho que tenemos que vivir. Preferimos vivir al son que nos marcan, antes que detenernos sencillamente a mirarnos desde la distancia y decidir por nosotros mismos. Una fortaleza es algo paradójico: si por un lado nos ayuda a defendernos de una amenaza externa, por el otro nos impide ir más allá de sus muros. Del mismo modo que no podemos vivir sin el ego, tampoco podemos vivir a la intemperie; e igual de peligroso es no ser consciente de nuestra esclavitud egoica, como de las murallas que nos ‘defienden’. Encerrados entre ellas nos pensamos a salvo, cuando quizá no sean más que nuestra cárcel de cristal. Quizá sea preciso abrir grietas por las que se pueda filtrar otra vida, pero para hacerlo hay que superar el miedo a lo desconocido.

Crearse una fortaleza es algo comprensible. Muchos vivimos confortablemente en ella. Lo difícil es caer en la cuenta de ese riesgo de que en su interior difícilmente podremos alcanzar todo nuestro potencial. No creo que se trate de vivir ‘al raso’, sino de alcanzar el equilibrio entre una protección sana y una apertura necesaria; y ponerse manos a la obra. Ante un peligro, levantamos muros de todo tipo: psicológicos, económicos,… y también de alambre y espino, como ahora mismo en Hungría. Hablamos de que Occidente tiene un problema: ¿qué hacer con todas estas personas que están viniendo a nuestras fronteras? Pero, por favor, ¿quién tiene verdaderamente un problema? ¿No serán todos aquellos que se han quedado sin hogar, y que arriesgan sus vidas desplazándose kilómetros para poder sencillamente vivir en paz?

Están llamando a nuestra puerta; y eso nos supone una contrariedad. No nos gusta; desestabiliza nuestro ‘bienestar’. Pero el caso es que nos están interpelando, y hemos de responder. Europa está en una posición en la que puede dar lo mejor de sí misma, o no. Podemos quedarnos en nuestra fortaleza narcisista, o sencillamente atenderles. Quizá incluso no sea más que mera justicia, pues puede que tengamos más responsabilidad de la que pensamos en las desgracias que asolan sus países. Y las decisiones que se adopten entiendo que han de ser tales que verdaderamente propicien un mejor estatus para todos. Se toman muchas decisiones cortoplacistas, agobiados por las presiones y los intereses creados; decisiones que a la larga se suelen volver contra nosotros, porque no responden a la verdad de las cosas. Podemos pensar que a base de alambre y espino, o mediante la mera expulsión, podemos resolver la situación. Pero aunque así se consiguiera que no entrara nadie a nuestra vieja Europa, ¿qué es lo que realmente habríamos conseguido como personas?

La vida nos enseña la importancia de intentar actuar de un modo digno y coherente con las cosas que están en juego. Si apuestas por la verdad de las cosas y por la dignidad de las personas, probablemente contribuyas a realizar un mundo mejor. Es difícil abstraerse de las circunstancias que como moscas revolotean a nuestro alrededor; pero… ¿no hay que intentarlo? La tentación de atender únicamente a nuestros intereses, a salvar nuestro pellejo, es grande; y el caso es que quizá lo que peor nos pueda pasar es conseguirlo, pues a pesar de alcanzar nuestro objetivo, ello no deja de perjudicarnos como seres humanos, de hacernos egoístas, desconsiderados, miopes,… y ello se volverá contra nosotros, incapacitándonos para vivir una vida auténticamente humana, permitiendo una vez más que nuestro ego venza a nuestro yo, y nos impida el encuentro con un tú.

Y bueno, en todo esto pensaba cuando escuché unas voces que me llamaban. Antes de irme quise hacer una foto del paisaje, pero mi modesto móvil no da para mucho: apenas para ver un punto luminoso en la oscuridad. Así que he buscado una foto más bonita para ilustrar este post, que da un aire a lo que veía aquella fantástica noche.

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