8 de septiembre de 2015

Entre lo cognitivo y lo afectivo

En fin, llega la hora de finalizar esta serie de posts que sobre todo desde una consideración filosófica estamos dedicando al inmenso problema de la representación de la realidad. Hemos hablado de muchas cuestiones, y quedarían muchas más por comentar. Pero bueno, tiempo al tiempo. No obstante, hay un aspecto que hemos tocado por encima (un poco al final) y en el que quisiera insistir: la afectividad.

Hemos visto que cuando hablamos de realidad, para nada las cosas son sencillas. La distinción entre mundo, medio y entorno es muy significativa, y venía motivada (más o menos) por dos filtros que poseen (poseemos) los seres vivos en nuestro encuentro con ella, y que nos llevan a la cuestión de qué realidad es a la que nos estamos refiriendo. Partimos del entorno, que viene a coincidir con la realidad física que hay alrededor de cualquier cosa o ser vivo, de modo independiente a él. Hay un primer filtro, una primera criba, que es la propiciada por los sentidos fisiológicos. No percibimos toda la realidad, sino sólo aquella que podemos percibir. Cada especie tiene su propio filtro, sus propias estructuras perceptivas, su propio medio. Dos animales de diversa especie podían encontrarse en un mismo entorno, pero en distinto medio. Y también se daba un segundo filtro, en este caso propio de la especie humana, que es el provocado por los significados. Si en el caso del primer filtro aquello que pone el sujeto (sus estructuras fisiológicas) es de especial importancia, en este segundo no lo es menos. Podemos estar viendo lo mismo, la misma cosa, la misma situación, pero para nada son lo mismo para cada uno de nosotros. Los ejemplos serían innumerables.

Este segundo filtro puede ser peligroso, en el sentido de que este mundo propio de significados, de prejuicios (esto no hay que entenderlo necesariamente en sentido peyorativo), de intencionalidades, de creencias (tampoco hay que entenderlas estrictamente en sentido religioso, sino social o cultural),… lo tenemos tan metido en nuestra médula, que a menudo no somos conscientes de todo ello, mucho menos caemos en la cuenta de lo que nos condiciona. Supone un apoyo tan firme que viene a ser como el aire que respiramos, que a menos que pensemos positivamente en él suele pasar desapercibido. Pero por el hecho de que todo ese sistema de creencias pase desapercibido, por el hecho de no ser conscientes de ello, no se deduce que no esté ahí. Comentábamos hablando de la realidad radical orteguiana (mi vida) que no se trata de que tal subsuelo (circunstancias) pueda existir o no, sino de que inevitablemente existe; no podemos vivir sin ellas. Otra cosa es que podamos ser más o menos conscientes de ello y de lo que nos influye. Y es algo que inevitablemente ‘ponemos’ a la hora de confeccionar nuestro mundo.

El modo de vida más o menos inconsciente es la vida cotidiana, en la que las cosas no nos son problemáticas desde un punto de vista filosófico. Vivimos, y nos las apañamos para vivir (que no es poco). Para poder darnos cuenta de esto que estamos diciendo, de todo ese mundo de significados y de interpretaciones que hemos ido adquiriendo a lo largo de nuestras vidas, hemos de caer en la cuenta; hemos de hacernos un poco de violencia respecto de nuestro modo cotidiano de enfrentarnos a las cosas; hemos de hacernos cuestión de cosas con las que estamos habituados a trajinar, verlas de otro modo, como desde cierta distancia,… Se trata de ver las cosas, las personas, las situaciones,… como si nunca las hubiéramos visto antes, con la inocencia y la novedad de alguien que descubre algo por primera vez: se trata de adoptar una actitud filosófica.

Todo aquello que permanece en nuestro inconsciente, ese subsuelo desde el cual nos movemos en nuestro mundo (y desde el cual también intentamos salir de él a la ‘conquista’ de la realidad desde una actividad intelectual, científica o filosófica) está construido según un doble cimiento. El primero, el más obvio, es el intelectivo (que es al que me he referido antes). Pero hay otro no menos importante, y que hemos visto que es fundamental a la hora de aprehender la realidad en su globalidad: el afectivo. Si ser consciente de nuestro sistema de creencias es complicado, y precisa de un esfuerzo importante de auto-distanciamiento de nuestras vidas, por decirlo así, este segundo diría que es más complicado. Con él me refiero a nuestro modo personal de sentir, a cómo brotan nuestras emociones cuando vivimos distintas circunstancias, a tomar consciencia del tono vital que poseemos cotidianamente,… Esto que dicho así puede parecer obvio, para nada lo es. Todo lo relacionado con la educación emocional, tan en boga estos años, tiene que ver con ello.

Y ésa creo que es una buena pregunta: ¿qué es la educación emocional?, ¿en qué consiste? Unos dirán que consiste en saber por qué sentimos lo que sentimos, o cómo sentimos lo que sentimos. Esto, sin duda, es así pero… ¿es suficiente? Si hablamos de educación, implica un ‘actuar sobre’ el educando. ¿Cómo se educa emocionalmente a un educando? Estamos acostumbrados a hablar de educación en términos pedagógicos, conductuales,… sin que para nada eso quiera decir que hay un acuerdo unánime al respecto. Si nos preguntamos qué es educar, veremos que tampoco es una pregunta fácil de responder. Pues bien, mucho menos fácil es responderla en términos emocionales o afectivos. ¿Se trata de que ante una determinada situación, un niño deba sentir una determinada emoción y no otra? ¿Se trata de que tenga un tono vital razonable durante todo el día? ¿Se trata de que no seamos víctimas de nuestras pasiones, dominándolas o incluso suprimiéndolas? ¿De qué hablamos cuando hablamos de educación emocional?

La relación entre lo cognitivo y lo afectivo está fuera de toda duda. El correlato neurológico de los estados emocionales solicita elevados recursos cerebrales, algunos de los cuales se solapan con los cognitivos. Por ello, si bien situaciones emocionales intensas nos ayudan a centrar puntualmente la atención, si se extienden en el tiempo dificultan el ejercicio cognitivo. Los recursos cerebrales, si se destinan prolongadamente a mantener estados emocionales activos, no pueden ser destinados a acciones cognitivas, dificultándolas. Lo ideal sería que ambos tipos de procesos funcionaran de forma armónica y equilibrada. A menudo insistimos en lo cognitivo: sacar buenas notas, hacer bien un trabajo, comportarse adecuadamente,… actos que nos ayudan a vivir y a convivir, pero que dicen bien poco de nuestro equilibrio interior. Podemos llevar una vida ‘normal’ pero encontrarnos afectivamente desestructurados, con el sobrecoste que ello supone. Pero si logramos una armonía entre ambas, probablemente sigamos llevando una vida normal, con el añadido de nuestro bienestar interior, y su repercusión en una forma de vida más auténtica y realista. El reto está servido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario