No hace mucho leí un texto de María Zambrano que refleja muy bien lo que es la hermenéutica. Se titula así: “Las ruinas”. El ejercicio hermenéutico puede ser aplicado a diversas circunstancias humanas: historia, literatura, ética… Ella se va a centrar en lo histórico, pero se observará claramente que puede ser referido a cualquier otro aspecto. Normalmente se suele considerar que la historia está compuesta de hechos; pero de lo que no nos damos tanta cuenta es de que desde este punto de vista, un inmenso ámbito de la realidad permanece inaccesible. Es característico del conocimiento histórico, del científico en general, también en el filosófico, una actitud como desinteresada, impasible. Ya Aristóteles así lo entendía. Lo que la filósofa malagueña se pregunta es: pero ¿es esto posible?, ¿le es posible al ser humano ejercer ya no un tipo de conocimiento, sino cualquier actividad, así, impasiblemente? ¿No será entenderlo así olvidar una buena parte de la realidad?
Porque la historia (tanto ‘la’ historia como cualquier vida personal de cada uno) no es un mero relato de los acontecimientos que en un determinado tiempo suceden. Quizá sea todo lo contrario: quizá los hechos no sean sino la ‘excusa’ para verter otro tipo de componentes (pasión, prejuicios, creencias…) que hay en nuestro ser más íntimo; de modo que el argumento de nuestras vidas y de nuestra historia no sea sino aquel argumento que es nuestra pasión, «y sea eso lo que ocupe en la ignorancia del protagonista su vida toda». ¿Quién puede afirmar que es capaz de conocer ‘objetivamente’ todo aquello que ha acontecido? Recordemos al perspectivismo (que no relativismo) orteguiano. Claro que en la vida suceden hechos; pero no es menos claro que ese mismo hecho cada uno lo interpreta según su enfoque, según quién es, según su estado provocado por su historia personal.
Porque la historia (tanto ‘la’ historia como cualquier vida personal de cada uno) no es un mero relato de los acontecimientos que en un determinado tiempo suceden. Quizá sea todo lo contrario: quizá los hechos no sean sino la ‘excusa’ para verter otro tipo de componentes (pasión, prejuicios, creencias…) que hay en nuestro ser más íntimo; de modo que el argumento de nuestras vidas y de nuestra historia no sea sino aquel argumento que es nuestra pasión, «y sea eso lo que ocupe en la ignorancia del protagonista su vida toda». ¿Quién puede afirmar que es capaz de conocer ‘objetivamente’ todo aquello que ha acontecido? Recordemos al perspectivismo (que no relativismo) orteguiano. Claro que en la vida suceden hechos; pero no es menos claro que ese mismo hecho cada uno lo interpreta según su enfoque, según quién es, según su estado provocado por su historia personal.
¿Por qué, entonces, nuestro interés de releer el pasado, de comprender (Dilthey)? A juicio de Zambrano, el conocimiento histórico queda legitimado no por ser un conocimiento objetivo de los hechos, sino para que el ser humano pueda comprender su presente. Y no ocurre pocas veces que nuestra necesidad de comprender y de justificar el presente tergiverse exageradamente el pasado. «Porque lo propiamente histórico no es ni el hecho resucitado con todas sus componentes, ni tampoco la visión arbitraria que elude el hecho, sino la visión de los hechos en su supervivencia, el sentido que sobrevive tomándolos como cuerpo. No los acontecimientos tal como fueron, sino lo que de ellos ha quedado: su ruina».
Porque el pasado no es algo que pasó, sino que es algo que de alguna manera permanece en el presente, no en su totalidad, pero sí su ruina; el presente no es sino el cumplimiento de algunas posibilidades abiertas por el pasado. Y es propio del ser humano comprender; y comprender pasa por situarnos en el tiempo histórico, en el esclarecimiento de nuestra situación actual mediante la definición de todo aquello que habiendo sucedido, está sucediendo también ahora. Es el hombre en busca de su argumento, es el hombre descubriendo las ruinas entre las que está, ruinas que no son sino aquello que ha sobrevivido de lo que aconteció.
La contemplación de las
ruinas no deja de poseer un algo fascinante. Se lee en ellas algo trágico, una
historia que no acaba de morir del todo, «una tragedia cuyo autor es
simplemente el tiempo; nadie la ha hecho; se ha hecho». Porque una ruina no es
algo que ha desaparecido, sino que no ha acabado de desaparecer, y que en su
languidecimiento sirve de soporte para un sentido que va más allá de ella, y
que se erige triunfante. No sobrevive lo que ya fue, sino lo que no llegó a
ser. Y para ello precisa de un observador.
Las ruinas tienen algo de sobrecogedor, de ‘sagrado’. Cuando uno las contempla, un silencio se apodera de él: «en los instrumentos rotos que encuentro o en el paisaje que recorro, pueden depositarse varias maneras de ser o vivir», dice Merleau-Ponty. No le es suficiente saber qué pasó allí, sino que experimenta una vivencia que le transporta de su mundo personal a ese mundo al que parece que todas las cosas humanas pertenecen. Uno se siente sereno, vivo, con una apertura de ánimo derivado de la compasión sentida hacia lo que aquello fue y significó para sus protagonistas. «En la contemplación de las ruinas, el argumento se reduce al mínimo y deja visible en toda su amplitud el horizonte, el tránsito de las cosas de la vida».
Y esto no deja de ser algo sorprendente. Me refiero al hecho de cómo, a través de las ruinas, el otro se nos hace presente; tras ese velo de anonimato subyace una presencia familiar. Es esto precisamente lo que nos permite comprender, siquiera en esbozo, a las personas que las habitaron, lo que pasaría antes por comprender cómo nosotros habitamos (o no) nuestro mundo. ¿Cómo un objeto, viejo, roto, sucio, puede convertirse en el vestigio elocuente de una existencia? No todo está arruinado en la
ruina. Hay algo que es capaz de trascender el tiempo, un significado que va más
allá y que ni siquiera sus autores pudieron esbozar en toda su plenitud. Parece
que su estado de ruina sea capaz de llevar a cabo una tarea para la que sus
protagonistas no estaban capacitados, completando algo que precisaba ser
completado, algo relacionado con los acontecimientos de la vida, pero no con
los de la mía o de la tuya o de la del otro, sino de ‘la’ vida, de esa vida que
es común a todos porque pertenece a lo más íntimo de nuestro ser humanos. Se
erige así en un lugar en el que el tiempo parece que no pase, o que por lo
menos pase de otro modo, con un ritmo que sea más propio de un allá que de un
acá.
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