26 de agosto de 2025

La cognoscibilidad de las esencias

Es razonable pensar que las cosas no se han dado la existencia a sí mismas, y que su existencia se deba a algo otro, a un fundamento en virtud de lo cual existen. De esto se hizo eco el mismo Newton, quien decía que si le preguntaban cómo se había originado la naturaleza, no sabía que contestar: sabía cómo se mueve el sistema solar, pero no cómo se originaba la fuerza que impulsaba a dicho movimiento, o aquello que originaba al mismo sistema solar. Algo que le inquietaba, tanto como para escribir más sobre estos problemas que sobre los estrictamente científicos. Ese fundamento en absoluto es evidente, y habrá que ver cuál es; para unos será Dios, para otro la misma materia, o la energía, pero, en cualquier caso, habrá que dar debida razón de él y de su capacidad fundamentante. Sea cual sea dicho fundamento, se puede afirmar que es lo que fundamenta la existencia de las cosas. En todas las cosas hay un momento suyo, una dimensión, que las vincula con su fundamento, que es lo que tradicionalmente se ha denominado esencia. Esa esencia, por un lado, vincula a la cosa con aquello que le hace ser y, por el otro, es lo que determina que esa cosa sea lo que es y no otra cosa, es decir, determina su modo de ser.

El asunto que me planteo aquí es el siguiente: independientemente de que las cosas tengan un ‘algo’, llamémosle esencia, que les haga ser y les haga ser lo que son, y que se comporten en la naturaleza como lo hacen, ¿puede ser conocido por nosotros?, ¿puede ser la esencia objeto de nuestro conocimiento?, ¿o qué sea ese algo está vedado al conocimiento humano por definición, ya que nunca podremos llegar a lo que es la esencia de algo por trascender nuestro conocimiento, sea de carácter empírico-científico, sea de carácter experiencial-vital? Tradicionalmente ‘esencia’ es un término que se ha empleado para dar razón de cómo son las cosas y de por qué se comportan como la hacen, pero eso dista mucho de que sepamos efectivamente lo que son las esencias. ¿Lo sabemos? ¿Lo podemos saber? Se ha sostenido que podemos llegar a tener noticia de las esencias mediante el uso de nuestra razón, algo que personalmente me parece problemático; lo digo en el sentido de que no sé muy bien cuál es ese objeto de conocimiento al que la razón debe llegar. También se ha dicho que se puede llegar a las esencias mediante una especie de intuición singular, pero no se sabe muy bien ni qué es esa intuición, ni qué es aquello de lo que esa intuición nos da noticia. Ciertamente, hay experiencias de la realidad que nos ofrecen noticias diversas a las empíricamente sensibles, y hay que considerarlas; pero entiendo que ello se debe realizar desde la prudencia mediante un continuo y permanente análisis crítico para evitar dar pasos en falso.

El hecho de enderezar el conocimiento hacia unas esencias de carácter objetivo (característico de la filosofía clásica y medieval) ha impedido enderezarlo —a mi modo de ver— hacia su dimensión relacional (propio de la modernidad y, sobre todo, de la contemporaneidad). Clásicamente un explicans objetivo en términos esenciales era considerado satisfactorio, es decir, se entendía que con él ya se había solucionado —cuanto menos en parte— el problema que se trataba de comprender, quedando pendiente tan sólo la tarea de profundizar en él e ir comprendiendo poco a poco en qué consistía su ser esencial. Sin embargo, este procedimiento en absoluto está tan claro. Se me ocurre un ejemplo a partir de unas líneas que leí en Persona y acción , de Karol Wojtyla, en referencia al concepto de ‘alma’.

La existencia del alma, así como su naturaleza espiritual, ha sido deducida a partir de ciertas vivencias personales, las cuales exigen una razón suficiente, una causa a su medida: según el método clásico-medieval de conocimiento, se deduce la existencia del alma como causante de esas vivencias. Pero esto es problemático porque, como dice Wojtyla, lo cierto es que «a la luz de este método de conocimiento es evidente que no existen ni la experiencia directa ni tampoco ‘la vivencia del alma’ (que sería precisamente tal experiencia)». Esto es algo que da que pensar: según Wojtyla, nosotros solo tenemos experiencia de esos efectos, de esas vivencias personales, pero no del alma en cuanto tal; tenemos experiencia de actos anímicos, pero no del alma. La interpretación de que existe algo así como el alma a partir de la cual son causadas dichas vivencias es algo añadido a la experiencia, mediante lo cual queremos dar razón precisamente de dicha experiencia. Zubiri decía algo similar: tenemos experiencia de actos conscientes, pero no de ‘la’ conciencia; de hecho, en su opinión, hablar de la conciencia como un ente es una sustantivación improcedente. De lo que tenemos experiencia es de actos conscientes, de razonamientos, del ejercicio de nuestras facultades superiores, en definitiva; afirmar que el origen de todo ello se debe a ‘un’ alma que todos poseemos ya no deriva de la experiencia como tal, sino que es una interpretación racional. «A pesar de todo esto, los hombres frecuentemente piensan y hablan de su alma como de algo de lo que tienen una vivencia» —continúa Wojtyla—, una vivencia —la del alma— que es la causante de todas esas vivencias personales de carácter superior, específicamente humanas, como la libertad, la responsabilidad, el autodominio, la reflexión, la consciencia, etc.

La evidencia de estas vivencias personales —las cuales, efectivamente, la tenemos— se asume como evidencia de la existencia del alma —que no tenemos como tal—. ¿Por qué hemos hecho esta extrapolación como algo natural? En palabras de Wojtyla: estos efectos, las funciones superiores específicamente humanas, «constituyen el tejido vital intrahumano, están inscritos en la vida interior del hombre y se tiene la vivencia de ellos de una manera tal que se identifican con la vivencia del alma». Partiendo de esto, se extiende al contenido de la vivencia del alma todo lo que tiene que ver con la dimensión espiritual de la persona, y es hacia ahí hacia donde se dirige el análisis metafísico. Pero se percibe aquí un salto que habría que justificar debidamente. Con esto no quiero negar que exista un principio metafísico que nos fundamente, igual que creo que existe para toda la naturaleza; pero sí que quiero hacer hincapié en que hay que ser prudentes y críticos a la hora de establecerlo.

¿A dónde quiero llegar con esto? Leyendo esto a la luz del discurso de Popper —del cual se sitúan ajenas las intenciones de Wojtyla, pero creo que pueden converger— se percibe aquí un salto acrítico, un argumento ad hoc del cual Wojtyla se hace eco: se asume que ciertas vivencias personales se deben a la existencia del alma, cuya existencia se demuestra precisamente por las vivencias personales que se tienen. Esto nos recuerda al ejemplo que comentamos a propósito de Neptuno. Creo que se percibe la circularidad. Con esto no se pretende negar ni afirmar nada sobre la existencia del alma, sino que quizá haya aquí un salto injustificado a causa del empleo de una argumentación ad hoc. Ciertamente, en nosotros están esas vivencias de carácter espiritual; el asunto pasa por cómo dar razón de ellas, y hasta qué punto es justificado argumentar en este sentido la existencia de un alma en cuanto tal.

A mi modo de ver, esta circularidad ad hoc es consecuencia de tratar el conocimiento metafísico de modo objetivo, más que en términos relacionales o sistémicos. Estos términos fueron obviados en la época, lo cual es muy natural por pertenecer a un marco mental totalmente ajeno a ello. Pero ahora ya no estamos en esa tesitura. Pero también hay que ser prudentes ―entiendo― en la actualidad, en el sentido de que enderezar el conocimiento relacionalmente no debe llevarnos a impedir su enderezamiento hacia lo esencial, se llegue hasta donde se llegue. Esto y no otra cosa es lo que se pretende desde la consideración intramundana de la metafísica, la cual no se queda en lo físico (físico en sentido amplio, me refiero al conocimiento empírico sensible, sobre todo el científico), sino que, junto con ello, se plantea cuestiones precisamente metafísicas, tratando de no caer en argumentaciones ad hoc. Ciertamente, desde un enfoque estructural o sistémico de la realidad, el concepto de esencia es problemático, pero no ocioso, tal y como Zubiri puso de manifiesto en su famoso Sobre la esencia; quizá lo que haya que hacer es actualizar el concepto de esencia, y en vez de considerarlo como la razón de que una cosa sea tal y se comporte como tal, considerarlo en diálogo con la idea contemporánea de realidad. La consideración sistémica de la realidad pone de relieve la dimensión relacional, pero no anula ni obvia (no debería) la esencial, si bien es cierto que solicita su revisión; la gnoseología contemporánea muy bien puede enderezarse no sólo relacionalmente, sino también y sobre todo ortogonalmente.

Todo esto nos ayuda a replantearnos la pregunta que nos hacíamos hace unos posts: ¿tocamos la realidad con nuestro lenguaje, o no? A mi modo de ver, ese contacto se da, aunque no en términos objetivos, sino de modo más profundo, de carácter prelingüístico y prerreflexivo, experiencia primigenia en base a la cual ejercemos nuestra razón y nuestro lenguaje, y etiquetamos los entes de la naturaleza, los cuales necesariamente siempre van a ser mucho más que lo que quepa en nuestros conceptos. Un vínculo primordial de carácter sentiente, a partir del cual todo significado siempre va a ser necesariamente una construcción, aunque no arbitraria en virtud de ese arraigo primario de carácter físico con la realidad.

19 de agosto de 2025

La educación de la creatividad

Hemos estado hablando ya durante varios posts cómo entendía Vigotsky la creatividad, asunto ciertamente interesante y que —a mi modo de ver— no tiene desperdicio. Pero crear no es sencillo: a menudo nuestra energía creadora no encuentra el modo de cristalizar, de cobrar cuerpo; como dice Dostoievski, hay ocasiones en que ‘la palabra no sigue al pensamiento’. Es muy frecuente el anhelo de transmitir vivencias, sentimientos, ideas, y de contagiar de todo ello a los demás, y la constatación de la imposibilidad de poder hacerlo tal y como nos gustaría. Es muy frecuente, también, que nuestra capacidad de ‘novedad’ desde una perspectiva más vital se vea mermada, que nos acostumbremos a vivir rutinaria o acomodadamente a partir de lo dado, de lo recibido o de lo vivido en el pasado. Cuando eso ocurre, es fácil (aunque no siempre) verlo como una carencia, como algo que nos limita, que va en contra de nuestro impulso vital. Y es que la imaginación se alimenta de esta fuerza que surge de dentro y nos impulsa a vivir, y la vida es verdadero principio y motor de la creación. La imaginación tiene que ver con nuestro modo de estar en el mundo. Por un lado, posee la capacidad de hacerse eco de lo nuevo, de lo sorprendente, algo que, en primera instancia, parece razonable pensar que debería pasarnos desapercibido (¿cómo podemos hacernos eco de algo que sale por completo de nuestro marco mental?). Por el otro, tiene que ver con que eso imaginado entre a formar parte de nuestras vidas, revirtiendo sobre la realidad, sobre nuestra realidad. La imaginación, la creatividad, se alimenta del mundo, y a él revierte su resultado: «Todo fruto de la imaginación, que surge de la realidad, se afana por describir un círculo completo y así encarnar de nuevo en lo real».

Una persona creativa es aquella que tiene una mayor capacidad para ir más allá de lo dado, descubriendo un rango amplio de opciones en su habérselas con las cosas. Precisamente es gracias a su imaginación que no depende exclusivamente de su pasado, sino que siempre puede probar con algo diferente, algo que cabalmente parecía no estar, o no depender de la situación vivida. La creatividad implica novedad, sorpresa. Cada uno tiene su ‘estructura imaginativa’ que pertenece a su sí mismo y a su relación con la realidad. La imaginación tiene que ver con nuestra lectura del mundo, con nuestra interpretación, con las posibilidades de nuestra conducta, con nuestra vida, en definitiva. Una imaginación realista es fundamental para una vida en plenitud de sus posibilidades. Un equilibrio difícil de alcanzar. Me refiero al que existe entre imaginación creadora, en este sentido realista, y mera ensoñación evasiva. Equilibrio que se fragua en la época infantil, y que depende de en qué entorno pueda desplegar el niño toda su energía vital. Imaginación es impulso creador, y nos pertenece íntimamente a las personas: «la imaginación creadora penetra toda la vida personal y social, imaginativa y práctica en todos sus aspectos: es omnipresente».

Este tránsito de la ensoñación infantil a la imaginación creativa supone que el descubrimiento de que la realidad genera resistencia a la fantasía se realice sin traumas, de modo paulatino y sereno. Es preciso que este descubrimiento se vaya haciendo según el grado que cada edad puede asumir de modo razonable, propiciando experiencias adecuadas, y acompañando al niño o al adolescente para que aprendan a combinar el resultado de su fantasía con el contraste real. La ingenuidad es propia del niño, y en el adolescente debe comenzar a permutarse por cierto sentido de la realidad.

No consiste tanto en hacer que los niños creen como un adolescente, ni los adolescentes como un adulto, sino en lograr que puedan ejercer la imaginación del modo adecuado a su edad, acompañándolos en sus descubrimientos con ternura y confianza, respetando sus ritmos, permitiéndoles el error. En caso contrario, su progreso natural se trunca, aprendiendo comportamientos que les generan violencia y que pasan a formar parte de su personalidad, exigiéndoles más de lo que en principio pueden dar. Tiene que haber cierta tensión hacia arriba, pero que el niño lo viva lúdicamente, no como una imposición; una imposición tira demasiado hacia arriba, generando procesos contraproducentes en su tierna personalidad. Hay que aprender a respetar el ritmo de los niños y de las personas. En caso contrario, lo encerramos entre los barrotes de nuestra propia ansiedad.

Tolstoi descubrió que «la verdadera tarea del educador no consiste en habituar apresuradamente al niño a expresarse en el lenguaje de los adultos, sino en ayudar al niño a elaborar y madurar su propio lenguaje literario»; el asunto pasa ―en opinión de Tolstoi― por estimular al niño, ofrecerle materiales, y permitir el libre juego de su creatividad. Ciertamente parece que peca de cierto optimismo a la Rousseau, pero nos abre el horizonte a que cualquier acompañamiento a los niños debe ir de la mano con un despliegue adecuado de sus facultades, no impuesto a contrapelo. Así dice Vigotsky: «La comprensión justa y científica de la educación no consiste en modo alguno en inocular artificialmente en los niños, ideales, sentimientos o criterios que les sean totalmente ajenos. La verdadera educación consiste en despertar en el niño aquello que tiene ya en sí, ayudarle a fomentarlo y orientar su desarrollo en una dirección determinada».

En la adolescencia todo esto se complica. El equilibrio entre lo que esperamos y lo que nos ocurre puede despertar diversos sentimientos. Cuando nos encontramos en situaciones habituales, prima la serenidad y la tranquilidad. Cuando estas situaciones habituales se ven truncadas por distintos acontecimientos, nuestra serenidad también se ve alterada, pues nuestro equilibrio con el entorno se ve afectado, y no solemos estar pertrechados afectivamente para hacer frente a esta situación (¡y cuántos ‘adultos’ tampoco!). Si este desequilibrio entra dentro de nuestras expectativas, o prevemos que lo podemos manejar, nos surgen sentimientos de satisfacción, aceptación o alegría; en caso contrario, si vemos que el acontecimiento nos domina, que es más fuerte que nosotros, que no responde a lo que pensábamos y no lo podemos manejar, nos sentimos impotentes, enfadados, tristes, abatidos.

Es importante educar ofreciendo herramientas de actuación, y una estabilidad afectiva que contribuya a mantener nuestro equilibrio. «Las convicciones que podemos adquirir en la escuela mediante el conocimiento, solamente podrán echar hondas raíces en la psiquis infantil cuando esas convicciones se consoliden emocionalmente». Nuestra afectividad (afortunada a desafortunada) influye y mucho en la lectura de lo que nos ocurre y en nuestra posterior conducta, en toda nuestra vida, ciertamente. El niño necesita jugar y desplegar todas sus posibilidades en un entorno de confianza y ternura, para poder ir madurando adecuadamente en su encuentro con la realidad: «En el juego no es lo principal la satisfacción que experimenta el niño al jugar, sino el provecho objetivo, el sentido objetivo del juego que, aun inconscientemente para el niño reporta ese juego. Este sentido reside, como es notorio, en el ejercicio y desarrollo de todas las fuerzas reales y embrionarias que en él existen».

El encauzamiento del niño en este tránsito crítico hacia el ejercicio realista de la imaginación le va a dejar una huella muy importante en su personalidad. Cuando es vivido liberadoramente, va a poseer unos efectos nutritivos y funcionales en su vida que le van a permitir ser más auténtico, libre y responsable, con mayor estabilidad afectiva y emocional, con una comprensión más realista de las cosas, de los hechos, etc., que cuando es vivido amenazadoramente. La dimensión intelectual, emocional y volitiva vibran al unísono con el impulso natural a la vida que late en su interior; toda violencia o toda tensión interna va a suponer una inestabilidad afectiva que dificultará el sano despliegue de su personalidad. Poco a poco comienzan a ver las cosas con cierta distancia, contemplando sus relaciones, sus transformaciones. Y poco a poco van cobrando consciencia de esto, surgiendo la necesidad de realizar esta tarea con una mayor predisposición y preparación.

La creatividad adquiere un carácter doble: por un lado, hay que alimentar la imaginación y la energía creadora; por el otro, hay que hacerse con el mundo y adquirir la mayor destreza para situar el producto creativo en un entorno significativo real. En estos casos se gesta lo que se espera de la actividad creadora, a lo que habría que añadir el dominio de la técnica de que se trate en cada ocasión. En el arte, en la ciencia, en la vida, en todos los ámbitos de la existencia humana se pondrá de manifiesto el éxito o el fracaso, mayor o menor, de esta tarea. «El hombre tendrá que conquistar su futuro con ayuda de su imaginación creadora; orientar en el mañana, una conducta basada en el futuro y partiendo de ese futuro, es función básica de la imaginación y, por lo tanto, el principio educativo del trabajo pedagógico consistirá en dirigir la conducta del escolar en la línea de prepararle para el porvenir, ya que el desarrollo y el ejercicio de su imaginación es una de las principales fuerzas en el proceso para lograr este fin. La formación de una personalidad creadora proyectada hacia el mañana es preparada por la imaginación creadora encarnada en el presente», dice Vigotsky.

12 de agosto de 2025

¿Por qué no atravesamos una pared?

Desde la física atómica hablar de materia ‘sólida’ es complicado, en el sentido de que dicha materia sólida está constituida por átomos que en su mayor parte están vacíos. Como se suele decir, si un átomo fuera de la escala de un campo de fútbol, su núcleo sería como una nuez situada en el centro del campo de juego, y los electrones pequeñas lentejas girando a su alrededor a la altura de la última fila. Masa, lo que se dice masa, tienen muy poca. Pero el caso es que en los cálculos matemáticos se llega incluso a no presuponer ningún tamaño para los átomos; es decir, no es necesario que tengan extensión física. E incluso los resultados experimentales no exigen que las partículas no sean puntos infinitesimales. Esto es algo que sorprende: hoy por hoy, no hay lugar para el tamaño en las ecuaciones fundamentales de la física de partículas.

Esto no deja de suscitarnos algunas preguntas. Por ejemplo: ¿cómo es que una partícula cuyo volumen es infinitamente pequeño posea una carga finita? O, en otro orden de cosas: sabemos que protones y neutrones están compuestos por quarks, pero ¿sería posible dividir a un electrón por la mitad? Hasta donde yo sé, esta pregunta, hoy por hoy, no tiene sentido físico.

Esto tiene que ver con uno de los mayores quebraderos de cabeza que los físicos tienen en la actualidad, como es la integración de la gravedad en la teoría cuántica. La gravedad, por su propia definición, lleva implícita la consideración de masas en extensiones finitas, todo lo cual no encaja muy bien con cómo se ha desarrollado la formulación matemática de la mecánica cuántica, que apunta en sentido opuesto. Lo cierto es que esta suposición de que las partículas poseen una extensión nula nos lleva a no considerar absurda la hipótesis de que allá cuando el big bang, toda la materia del universo —se dice— estaba concentrada en la cabeza de un alfiler.

Hoy se tiene conocimiento de entidades cósmicas que, si bien no alcanzarán seguramente la densidad de ‘un universo en una cabeza de alfiler’ sí que alcanzan la de ‘una montaña en un guisante’. El big bang es una de las dos singularidades en las que se estima que la densidad es infinita, aunque no deja de ser una postulación teórica: no se sabe muy bien qué se quiere decir cuando se afirma que todo el universo estuvo concentrado en un punto inicial (¿cómo es esto posible?), independientemente de que dicha postulación tenga todo el sentido para dar razón de nuestro cosmos tal y como lo conocemos. Otro tipo de singularidades más reales es el que tiene que ver con el comportamiento de algunas estrellas, desembocando en acumulaciones de mucha materia en un volumen muy reducido: son los agujeros negros, de una densidad elevadísima. Hay sobre ellos un debate en referencia a su volumen, apostando algunos (siguiendo las ecuaciones de Einstein) por un volumen nulo (el segundo tipo de singularidad), y otros oponiéndose a esta hipótesis.

Como es evidente, si su extensión no fuese nula, esta situación inicial sería más difícil de asumir, por mucha capacidad de comprensión que tuviera. En cualquier caso, las teorías actuales no tienen mayor problema es considerar esa hipótesis de la extensión nula de las partículas, lo que parece que nos lleva a un callejón sin salida: un fenómeno que requiere extensiones finitas —la gravedad— se debe introducir en un marco teórico que de entrada las suprime. ¿Cómo encarar esto? Si queremos comprender esto, se ha de empezar por tratar de responder a una pregunta que, si bien en principio parece que no tiene nada que ver, lo cierto es que guarda una relación estrecha; una pregunta que no deja de ser sorprendente: ¿por qué no atravesamos una pared, si nosotros somos, y la pared, en gran medida espacio vacío? Como decía Ortega y Gasset, hay cosas obvias que, precisamente por serlo, no nos generan inquietud; pero en estas cosas obvias hay implícitos graves problemas que suelen pasarnos desapercibidos. Creo que esta es una de esas obviedades que esconden un gran problema. Como solución a este problema suele aducirse que los electrones, situados en la periferia de los átomos, tienden a repelerse por ser todos de carga negativa. Sin dejar de ser cierto, la teoría cuántica nos muestra que es una respuesta insuficiente.

Me explico. La pregunta anterior se puede formular de otro modo: ¿por qué la materia no se pliega sobre sí misma? La respuesta definitiva se consiguió en 1967 de la mano de Freeman Dyson y Andrew Lenard, quienes probaron «que la materia sólo puede ser estable si los electrones cumplen el llamado principio de exclusión de Pauli, uno de los aspectos más fascinantes de nuestro universo cuántico», explican Cox y Forshaw. El hecho de que no puedan existir en el universo dos electrones con los mismos números cuánticos es la clave de bóveda sobre la cual se estructura la materia y no colapsa sobre sí misma; lo que posibilita que se vayan constituyendo construcciones espaciales, como las estrellas, en cuyo seno se formaron los átomos que hoy constituyen nuestro planeta, y todo lo que en él existe, incluidos nosotros mismos.

5 de agosto de 2025

Las posibilidades de un sistema

El hecho de que la realidad se articule sistémicamente no es en absoluto algo baladí, sino que le dota de un carácter que a la postre es fundamental para que su dinamicidad intrínseca pueda expresarse según una complejidad creciente. Para poder explicarlo, vamos a situarnos en los dos extremos en lo que a un conjunto de elementos se refiere: el caótico y el lineal o regular. Empecemos por el primero, por el caótico. Se caracteriza, como su nombre muy bien indica, en que sus componentes no están ordenados, no hay ninguna norma o regla que rija su disposición. Pensemos en cubos blancos y negros de juguete que un niño desparrama por su habitación. En esta situación, no se puede afirmar que un determinado cubo está o deja de estar en el sitio que le corresponda, básicamente porque no hay un sitio que le corresponde, le vale cualquiera. Como dice Bresch (en cuyo libro La vida, un estadio intermedio me he inspirado, y he tomado estas figuras), en un sistema así no caben errores, pues no hay ninguna limitación.

En el otro extremo podemos situar el lineal, en el que ocurre todo lo contrario: se ha establecido un orden o un principio en virtud del cual se disponen todos los elementos. Supongamos que nuestro niño ha recogido todos los cubos y los ha guardado en una caja a modo de un tablero de ajedrez. En esta disposición sí que se puede detectar si un elemento está bien ubicado o no; y, en el caso de que haya un hueco, podemos prever cuál es el elemento que falta. Ya no vale cualquier disposición, ni ninguna pieza se puede ubicar en cualquier lugar, todo lo contrario.

Podemos pensar en otras disposiciones de conjuntos de elementos. Pensemos que el niño quiere hacer una figura con sus cubos: por ejemplo un hombre a caballo (nos permitimos aquí incluir un tercer color en los cubos, para que quede mejor la figura; a la postre, es la misma idea). ¿Qué está ocurriendo aquí? Aquí los cubos no están dispuestos al azar ni están dispuestos siguiendo un patrón, aunque tampoco están dispuestos de cualquier manera, pues guardan una relación entre sí. Es lo que vamos a denominar ‘estructura’ o ‘sistema’ como tal. ¿En qué se caracterizan? «Lo típico de una estructura es que sus elementos básicos tienen que estar determinados y dependen de un espacio concreto. En comparación con una disposición caótica, las posibilidades son limitadas, aunque, en comparación con un orden determinado por un patrón, permiten ciertas libertades», idea que me parece muy sugerente.

En la estructura hay orden, pero no un orden ‘asfixiante’ o férreo, sino un orden flexible, que propicia cierto margen de libertad, en el que caben distintas posibilidades en su configuración sin alterar la naturaleza de la misma. Y no sólo eso, sino que la distribución establecida influye directamente sobre su futuro despliegue, ampliando o restringiendo otras posibilidades, o eliminando otras. Digamos que cada posibilidad establecida condiciona o endereza la futura evolución de dicho sistema hacia unas determinadas posibilidades cerrando el camino hacia otras, manteniendo su estabilidad como estructura. Según se vayan dando unas posibilidades u otras, así ira evolucionando la estructura. Y estas posibilidades no son arbitrarias, sino que dependen de la propia naturaleza de la estructura en cuestión. Así, podemos definir estructura como «una distribución de componentes que se desarrollan con una libertad autorrestringida».

En su proceso de despliegue o en su evolución natural, lo suyo es que —como digo— mantengan una autonomía como tal, sigan siendo una estructura aunque, seguramente, un poco diferente. Pero no siempre es así: hay ocasiones en que la estructura puede degenerar desde este punto de vista evolutivo. Una de ellas es la desaparición de la autorrestricción, es decir, caso en el que la estructura existente no ejerciese ningún tipo de influencia o condicionamiento sobre la estructura futura; lo nuevo no tendría nada que ver con lo antiguo. La otra tiene que ver con la desaparición de la libertad de acción, de modo que lo existente determina de modo absoluto lo futuro, que se daría de modo regular sin cabida para el azar. Si lo pensamos, en el primer caso llegamos a distribuciones caóticas, y en el segundo a distribuciones regulares. En el primero no hay orden que se vaya transmitiendo, en el segundo el orden de una estructura se mantiene de modo absoluto a la estructura futura.

«La estructura está por tanto entre los dos extremos: el caos y el orden. En el caos no existe ninguna limitación; en el orden ninguna libertad de acción. Las estructuras contienen relaciones internas, autorrestricciones y, al mismo tiempo, libertad para que el azar desempeñe un papel en el futuro desarrollo. En la naturaleza todo lo material se desarrolla dentro de esa mezcla de autorrestricción y libertad», dice Bresch.

La composición interna de las estructuras se caracteriza por guardar cierto orden, o mejor, cierta armonía, en el seno de la cual caben limitaciones pero también caben situaciones imprevistas. Situaciones imprevistas que no son arbitrarias, sino que están vinculadas de alguna manera a la situación de la estructura actual. Esto es lo que ocurre con la infinidad de las estructuras en la naturaleza, con la evolución, la cual se da tanto en la materia inorgánica como —algo que nos es más familiar— en la orgánica. Cada nueva estructura es una novedad en la naturaleza, a la vez que genera nuevas posibilidades para generar nuevas estructuras. Las componentes de estas nuevas estructuras, así como su disposición geométrica, o las posiciones de unos componentes respecto a otros, etc., determinará sus propiedades, unas propiedades que no se pueden determinar a partir de sus componentes: es lo que se llama, propiedades emergentes.

No deja de llamar la atención esta tendencia de la naturaleza a ir conformando estructuras cada vez más complejas. Parece que cada estructura está ‘ávida’ de combinarse con otras para generar estructuras más complejas. Aunque no es menos cierto que, por el otro lado, hay cierta tendencia a la disgregación o desintegración de estructuras. Lo que no deja de dar que pensar: me refiero al hecho de que, efectivamente, en la naturaleza hay procesos transformadores que se enderezan hacia el desorden, mientras que otros se enderezan en sentido opuesto, hacia el orden. Del mismo modo que en el primer caso prima el principio de la mínima acción (yendo a favor de la segunda ley de la termodinámica), en el segundo prima el de la mínima entropía, en el sentido de que, ante distintas posibilidades, el sistema adoptará aquella que propicie una máxima disminución de la entropía (en contra de dicha segunda ley), algo que ocurrirá de modo fundamental en los sistemas vivos.