28 de marzo de 2023

La primaria apertura sensible al mundo

Nuestros sentidos fisiológicos no son sino accesos al mundo, que nos permiten, connaturalmente, abrirnos a él. Estamos acostumbrados a considerarlos como algo ya acabado y, de alguna manera, funcionalmente autónomos: una cosa es la vista, otra el oído, el tacto, el gusto, el olfato. Nada más lejos de la realidad. Sin embargo, tenemos esa idea, lo cual supone pasar por alto un hecho previo y más primario, como es que nuestra sensibilidad nos abre al mundo, es algo preconstitutivo que nos abre, cuanto menos a ciertos aspectos del ser. Caer en la cuenta implica atender sensiblemente a nuestra sensibilidad, y no tanto conceptualmente; pues ello tiene que ver con una experiencia primigenia de nuestra apertura al mundo, ciertamente más cualificada que en otros seres vivos menos evolucionados, pero que, en el fondo, responde al mismo principio. Esto es algo que al intelectualismo se le escapa, pues sólo puede atender a la sensibilidad en tanto que se centra en el acto concreto de conocer, para analizarlo y comprenderlo, siendo lo sensible algo colateral, accidental incluso.

El intelectualismo no hace justicia a nuestra dimensión corpórea, en virtud de la cual estamos sencillamente instalados en la realidad. Nuestro cuerpo es posibilidad, es puente entre nosotros y el mundo. Somos seres corpóreos, y como tales, estamos determinados desde nuestro mismo centro por la relación que, corpóreamente, sensiblemente, podamos establecer con el entorno que nos rodea y lo que en él acontece. E, independientemente de que podamos pensar sobre este hecho radical, lo primario no es el pensarlo, sino el darse, el ser así. Es un hecho primariamente físico, corpóreo, sentiente, al cual se llega no por pensamiento discursivo, sino por experiencia de nuestro sí mismo: «A nadie puede demostrársele, con silogismos, esta experiencia básica de su condición encarnada. A lo sumo es posible mostrarla al hombre como algo que siempre ha vivido y que constituye el suelo fecundo en que germinan todas sus demás experiencias», explica Granados.

Esto lo explica fantásticamente Merleau-Ponty, cuando afirma que «el sujeto de la sensación no es ni un pensador que nota una cualidad, ni un medio inerte por ella afectado o modificado; es una potencia que co-nace (co-noce) a un cierto medio de existencia o se sincroniza con él».

La sensibilidad propia de nuestra dimensión corpórea no es algo que nos relacione, sujetos ya constituidos, con un mundo, ya constituido, sino que construye y entreteje toda la trama de relaciones, de experiencias y de actos que podamos establecer en nuestra relación con él. En este sentido la sensación puede entenderse como una comunión entre el sujeto y la naturaleza. La sensación apunta a algo otro que no es ella, pero de eso otro que no es ella sólo se puede tener noticia desde la familiaridad que tiene con mi cuerpo. No es algo ya constituido y que yo percibo, sino que su percepción se construye a una con mi modo de ser corpóreo, reconocible por la comunión con nuestro sí-mismo. Cualquier objeto existente posee ciertas cualidades ‘de suyo’, las cuales ‘irradian’ a su alrededor cierto modo de existencia; estas cualidades irradiadas (las que caen dentro del campo de nuestra sensibilidad) tienen cierto poder de ‘hechizo’, no son algo acabado que nos estimulan, no las poseemos como objetos acabados, sino que siembran la posibilidad de poder simpatizar con ellas, haciéndolas nuestras en esa comunión enriquecedora entre su modo de ser y las leyes de nuestra percepción.

Esta idea la expresa fantásticamente la magnífica Helen Keller, en El mundo en que vivo empleando otro término en vez de ‘simpatía’, como es el de ‘alquimia’. Sin esa comunión con el mundo, establecida en este caso con tres sentidos en lugar de los cinco acostumbrados, no sería posible que se pudiera situar humanamente en la realidad, cuando no es el caso, tal y como ella nos explica: «Sin las tímidas sensaciones fugaces, a menudo inadvertidas, y sin las certezas que me proporcionan el gusto, el olfato y el tacto, me vería obligada a adoptar en su totalidad la concepción que los demás me aportaran del universo. Me faltaría esa alquimia mediante la cual puedo infundir en mi mundo la luz, el color y la chispa proteica. La realidad sensible que entrelaza y sustenta todos los tanteos de mi imaginación se haría añicos. La tierra sólida se derretiría bajo mis pies y se dispersaría en el espacio. Los objetos que mis manos aman perderían su forma, se convertirían en cosas muertas, y yo andaría entre ellos como entre fantasmas invisibles». En un momento de la obra hace una afirmación deliciosa, poniendo de manifiesto su alquimia, su simpatía, su comunión con el mundo articulada por la sonrisa de un bebé: «Mis dedos se deleitan con la suave cascada de la risa de un bebé».

2 comentarios:

  1. ...cabe añadir una impronta o emoción que acompañe a cada sensación para concebir, en ese mundo percibido, la propia imagen corpórea.Atentamente LE saludo.

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    1. Pues sí, ladoctorak, estoy de acuerdo contigo. Gracias por el apunte. Un saludo afectuoso.

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