2 de agosto de 2022

La sociedad ¿mecanicista?

Uno de los grandes retos de la filosofía social de la época moderna fue leer el comportamiento humano, tanto individual como socialmente, a la luz de los planteamientos mecanicistas de las ciencias naturales. El dualismo cartesiano fue un estadio previo que el mecanicismo llevó a su máximo, tratando de dar explicación a la dimensión espiritual humana, no como una dimensión paralela a la material, sino como un epifenómeno de la misma, tal y como explica Hans Jonas en El principio vida. En este sentido, si el cosmos es materia inerte conducida por fuerzas y energías sin ningún tipo de propósito ni de fin, el hombre (y la vida en general), en tanto que parte del cosmos, debería ser regido por las mismas leyes.

El gran problema de este planteamiento es que no responde a nuestra experiencia subjetiva. En un mundo mecanicista no ha lugar ni a propósitos, ni a motivos, ni a razones; ¿qué se puede decir, pues, del comportamiento humano?, ¿qué queda de él? Aquí se abre un debate muy interesante, en el cual se pueden identificar fácilmente los dos extremos en el seno de esta tendencia: o bien hay que introducir un principio de carácter espiritual paralelo al material (como en Descartes), o bien hay que negar cualquier tipo de experiencia subjetiva del ser humano reduciéndolo todo a combinaciones físico-químicas de sus partes más elementales. La postura a adoptar, en el espectro de posibilidades establecido por ambos polos, abrió un debate interesante, que aún se mantiene abierto. De hecho, la comprensión social contemporánea es, en buena parte, heredera de los planteamientos mecanicistas de las ciencias naturales modernas.

Pero ¿es así?, ¿hasta qué punto nuestro comportamiento se puede definir mediante unas cuantas leyes generales, a las cuales se ajusta? El origen de las ciencias sociales contemporáneas hay que buscarlo aquí: en la identificación de las leyes que rigen los fenómenos sociales y que los explican; leyes que, en su forma lógica, no difieren sensiblemente (o no deben hacerlo) de sus ‘análogas’ naturales.

Esto tiene mucha importancia en nuestra situación actual porque, si no es así, «si la ciencia social no presenta sus hallazgos en forma de cuasi-leyes o generalizaciones, los fundamentos para emplear a científicos sociales como consejeros expertos del gobierno o de las empresas privadas se hacen oscuros y la noción misma de pericia gerencial se pone en peligro», explica MacIntyre en su Tras la virtud. Estas figuras ostentan hoy una posición de relevancia en nuestras sociedades, algo que no deja de llamar la atención cuando es tan frecuente el fracaso en sus predicciones, tanto de economistas, como de politólogos, sociólogos, etc.; tras un acontecimiento siempre hay explicaciones (algo que supongo que tendrá su valor), pero no estaría tan claro cuando ‘antes de’ no se fue capaz de pronosticar. Quizá ello se deba a que su carácter de ley no esté tan claro como parece.

¿Qué diferencia se puede establecer, pues, entre las leyes de las ciencias sociales de las leyes de las ciencias naturales? Pues el factor humano, un factor que Maquiavelo conceptuó en la idea de fortuna. No es que Maquiavelo no fuera un ilustrado de pura cepa, ya que él pensaba que las generalizaciones podían muy bien ayudarnos en la práctica proveyéndonos de máximas que guiaran nuestro comportamiento; pero también pensaba que el factor ‘fortuna’ no se podía suprimir de la vida humana. Lo cual no era óbice para no mantenerse en el empeño. Lo que Maquiavelo pensaba es que, «supuesto el mejor conjunto posible de generalizaciones, podemos ser derrotados a las primeras de cambio por un contraejemplo no predicho e impredecible, sin que por ello se vea una manera de mejorar nuestras generalizaciones, y sin que ello sea motivo para abandonarlas ni siquiera redefinirlas».

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