18 de enero de 2022

La representación de las cosas

Asistí recientemente a una conferencia organizada por la Fundación Étnor, en la que el neurocientífico Ignacio Morgado fue invitado para hablar de las ‘emociones corrosivas’. Estuvo analizando algunas emociones dañinas para las personas, y en cómo nos afectaban en la vida, ofreciéndonos algunas pinceladas de su correlato fisiológico. Como dijo la profesora Adela Cortina en su presentación, Morgado es de esa clase de científicos humanistas que dialoga constantemente con la filosofía, algo de lo que pudimos darnos cuenta los asistentes. De hecho, afirmó que buena parte de lo que iba a contarnos ya estaba dicho por personajes como Marco Aurelio o Gracián, tratando en su trabajo como neurocientífico de identificar los procesos neurales que subyacían a aspectos de nuestra conducta que ya fueron descritos mucho tiempo atrás.

Al hilo de que cómo surgían en nosotros estas emociones dañinas, insistió el ponente en una idea interesante, como es la importancia, en su origen, de la lectura que hacemos de aquello que nos ocurre. Por lo general, la envidia, la avaricia, etc., se deben a comprensiones que tenemos de las personas y de las circunstancias que nos sobrevienen, cuando muy bien podrían ser otras, y generarnos emociones nutritivas en vez de corrosivas.

Ello me recordó ―casualidades de la vida― a un ensayo de Montaigne que leí recientemente. Sin embargo, quisiera destacar un aspecto de esta afirmación que, si bien es algo de lo que todos somos conscientes, igual no lo seamos tanto de su repercusión en nuestras vidas: me refiero a la afirmación ―que muy bien podría haber dicho Schopenhauer― de que toda noticia de nuestro entorno no deja de ser representación.

El ensayo al que me refería de Montaigne no puede tener un título más elocuente: “Que el gusto de los bienes y los males depende en gran parte de la idea que de ellos tenemos”, el cual comienza así: «Los hombres (dice una antigua sentencia griega) están atormentados por las ideas que tienen de las cosas, no por las cosas en sí». Montaigne es consciente de que en no pocas ocasiones no es tan así, y que ocurren cosas graves que nos hacen sufrir seriamente; pero también es consciente de que, en función de la interpretación que se den a las cosas, aun a esas más graves, nuestros sufrimientos serán mayores o menores. Ejemplo de ello es cómo hay personas que están dispuestas a asumir sufrimientos que a otras les parecerían una locura.

Por ejemplo, habla de la muerte, que «mientras unos la esperan temblorosos y espantados, otros la soportan con mayor facilidad que la vida». No pocos son capaces de entregar sus vidas a causa de una idea lo suficientemente valiosa, o por otras circunstancias en las que no estuviera comprometida en primera instancia. Y dice una idea interesante, a saber: que muchos hombres ‘soportan mejor la muerte que su amenaza’, lo que suele acarrear infinitas angustias. Con su desapasionamiento acostumbrado, Montaigne afirma que, efectivamente, ni lo que la precede ni lo que la sucede le pertenece [a la muerte], y que es sobre todo nuestra incapacidad para soportar la idea de la muerte lo que nos causa el mayor dolor. «Es fácil ver que lo que aguijonea en nosotros el dolor y la voluptuosidad es la punta de nuestra mente». Agudamente observa que, así como el enemigo se envalentona ante nuestra flaqueza, así el dolor se apodera ante nuestro temor; para alguien que le haga frente será mucho más llevadero.

Algo parecido pasa con la avaricia, en el sentido de que vivir continuamente preocupado por lo que se tiene y por no perderlo, y por querer tener más, supone una losa pesada que aplasta la felicidad. La desconfianza, el miedo al engaño, la necesidad de seguridad, la continua sospecha…, parece que conservar las riquezas suponga un mayor desgaste que conseguirlas. El ávaro nunca tiene bastante, y si no consigue detenerse en un punto, se ve abocado a engordar continuamente el montón, a aumentarlo día tras día privándole vilmente del disfrute de sus pertenencias. En el fondo, la avaricia es un problema mental, que genera sufrimiento y dolor, y que impide algo tan sencillo como es gozar de la vida. Preocupado por lo que no tiene, o por no tener lo suficiente para esa ocasión tremenda que nunca acaba de llegar, el ávaro se olvida de vivir. «La holgura y la indigencia dependen por lo tanto del parecer de cada uno. Y al igual que la riqueza, la gloria y la salud tienen tanta belleza y procuran tanto placer como les otorga aquel que las posee».

En definitiva, la felicidad pasa por cómo se siente cada uno aconteciéndole las cosas que le acontecen. El destino, más o menos afortunado, no hace sino ofrecernos la materia con que cada uno inclinará su condición hacia la felicidad o la desventura; porque, «las manifestaciones externas toman el sabor y el color de la constitución interna». Buena parte del infortunio pasa por nuestro carácter, aunque nos cueste reconocerlo: «para juzgar de las cosas grandes y elevadas, es menester alma igual, si no, les atribuimos el vicio que nos es propio». Cicerón ya decía que la molicie nos lleva a vivir atormentadamente hasta la picadura de una abeja, y que los mismos que viven con dificultad el dolor suelen ser aquellos que hacen lo indecible por unos triviales momentos de placer. Concluye Montaigne que estamos llamados a sobrellevar las desgracias de la vida con entereza, así como los éxitos y la fortuna (que no pocas veces han traído la perdición). Y acaba el ensayo con la siguiente pregunta: «quien no tiene valor para padecer ni la muerte ni la vida, quien no quiere ni resistir ni huir, ¿qué hará?».

El enlace con la idea básica de Morgado creo que es evidente. Pero a lo que iba: nos contaba también el neurocientífico que, en el fondo, toda noticia de nuestro entorno no deja de ser una interpretación, una construcción realizada a partir de una estimulación sensible configurada por la fisiología y la experiencia acumulada por el sujeto. Una elaboración que se da tanto a nivel fisiológico como a nivel cognitivo, influyendo sobremanera en nuestras vidas. Si los procesos fisiológicos que guían nuestras dimensiones cognitivas, conductuales y emocionales no están debidamente configurados, por el motivo que sea (enfermedad, educación, etc.) su funcionalidad será deficiente, repercutiendo en nuestras vidas negativamente, en tanto que no serán capaces de representarnos adecuadamente la realidad. No toda representación es vana ilusión pues, esa noticia que hemos construido refleja de alguna manera el mundo real en tanto que nos permite desplegar nuestra existencia en él; pero no es menos cierto que, como decía Montaigne, buena parte de nuestros malos días son originados por una comprensión negativa de lo que acontece a nuestro alrededor.

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