1 de agosto de 2017

Voces que iban a hacer florecer el mundo para mí

Un tema fascinante es reflexionar sobre el modo en que se relacionan el origen de la especificidad humana en la cadena evolutiva (lo que venimos denominando su capacidad aprehensora según la formalidad de realidad) y su capacidad lingüística, o sus posibilidades lingüísticas. La cuestión primera que se me ocurre es: ¿puede darse ‘lo’ humano sin darse a la vez ‘lo’ lingüístico? Una vez más, y como empieza ya a ser acostumbrado, me apoyaré en el testimonio de Helen Keller.

En ocasiones dejo volar mi imaginación —recreando la famosa escena de “2001: Una odisea del espacio”, por ejemplo— planteándome cómo poco a poco, fue surgiendo en los primeros especímenes humanos (o humanoides) la formalidad de realidad; es decir, cómo fue surgiendo esa toma de consciencia de sí mismos, reflexiva, como tomando distancia de la realidad de las cosas (y de la suya misma), aprehendiendo a las demás realidades como ‘de suyo’,… y empezando a manejar rudimentariamente una lengua, o un sistema de comunicación. Evidentemente, en estos primeros momentos no existía un lenguaje como lo entendemos hoy en día. ¿Qué existía, pues?, ¿cómo se comunicaban?

Decía Bergson que, inicialmente, el ser humano fue homo faber antes que otra cosa; es decir, que lo específicamente humano fue apareciendo originalmente en su capacidad de ir más allá de lo intuitivamente aprehensible en su trato con las cosas. Es intuitivo coger un palo y utilizarlo para golpear, pero ya no es tan intuitivo afilarlo y utilizarlo como lanza, por ejemplo. De modo paulatino, se fueron dando cambios en su cerebro que le permitían actuar de esa manera (cada vez más especializadamente), y a la vez estos modos distintos de actuar fueron modelando a su cerebro en esta dirección. Podemos decir, pues, que el origen del ser humano está íntimamente relacionado con la técnica, algo que también dijera en su día Ortega y Gasset. Así, poco a poco, el ser humano iría ampliando sus posibilidades técnicas. Creo que es razonable pensar que paralelamente se irían ampliando también sus posibilidades lingüísticas. Aunque, quizá deberíamos decir sus posibilidades comunicativas.

Esta postura de Bergson me parece —a nivel personal— plausible. En un principio, entiendo que el ser humano se comunicaba entre sí como el resto de los animales, desde esa inconsciencia propia de la formalidad de estimulidad —tal y como nos explica Keller y hemos comentado en diversos posts—, mediante un código de señales aceptado por la especie. Cuando comienza a aparecer en el ser humano este nuevo modo de relacionarse con la realidad, entiendo que junto con su capacidad técnica emergió también una capacidad lingüística, pero que ésta era utilizada únicamente según ese código de señales que venía utilizando desde siempre (estoy pensando en voz alta, así que cualquier sugerencia será bienvenida). Ahora bien, precisamente gracias al desarrollo y a las posibilidades abiertas por la formalidad de realidad, no sólo aumentaba su capacidad técnica, sino que ese lenguaje de signos que hasta ahora eran eso, meros signos (entendidos en clave zubiriana, pues tengo dudas de que puedan ser análogos a lo que se entiende por ellos en clave peirceana), a partir de ese momento, aunque en contenido fueran exactamente iguales, ya no eran meros signos, sino que eran elementos que adoptaron entonces el carácter estrictamente lingüístico. Ya no formaban parte de un sistema de comunicación como el que puedan poseer tantas y tantas especies animales, sino que entraron a formar parte de un sistema rigurosamente lingüístico, aunque las unidades de expresión —como digo— fueran exactamente las mismas y para nada se parezcan a los términos y estructuras que incluimos hoy en día en una lengua cualquiera. A mi modo de ver, a partir de ese momento los primeros seres humanos empezaron a ser conscientes de que el lenguaje era ‘algo otro’ y que lo podían utilizar para designar cosas, para designarse entre ellos, para designar estados de ánimo, etc., de forma consciente. Y ahí comenzaría su desarrollo.

Supongo que es imposible saber o decir qué fue antes, si la competencia técnica o la competencia lingüística; no creo que lo podamos saber nunca, aunque tampoco sé si es una cuestión tan relevante. Como digo, para mí fueron dos procesos que fueron de la mano, que se retroalimentaban, o que se recubrían, creciendo ambos en sus posibilidades de actuación y de expresión. Así, los primeros humanos irían experimentando poco a poco, quizás en varias generaciones, aquello que Keller nos explica cuando alcanzó esa consciencia del lenguaje que ‘ya’ estaba utilizando, aunque desde (si se puede decir así) la formalidad de estimulidad.

Refiriéndose a su vida ‘antes de’, Keller nos dice: a los pocos meses de mi enfermedad «estudiaba al tacto todos los objetos (…) y así pude enterarme de muchas cosas. No tardé en sentir la necesidad de comunicarme con los demás, y comencé a explicarme por medio de una mímica muy sencilla; decía sí y no con la cabeza; tiraba para decir ven, empujaba para decir vete». Es decir, utilizaba a mi modo de ver un mero sistema de señales. Pero en el momento en que empezaba a darse en ella ‘el cambio’, nos dice: «El deseo de expresar mis pensamientos crecía diariamente, y experimentaba la insuficiencia de los gestos. Mi impotencia para hacerme comprender era causa constante de accesos de cólera». Esto es muy interesante, pues ella quería decir más cosas, pero no podía, no tenía herramientas lingüísticas para hacerlo, y en su caso esta situación le frustraba. Con su cabeza quería ir más allá de lo que sus posibilidades lingüísticas le permitían. ¿No podría ser esta la situación de aquellos primeros humanos, que ‘ya’ podían manejar un lenguaje que en esos instantes originales de la humanidad aún no existía como tal? Ellos ‘ya’ podían hablar y expresar cosas, pero aún no tenían un lenguaje apropiado para ello, porque evidentemente se encontraban en los albores de la humanidad. Pero llegó aquél día que Keller vivió con su experiencia en la fuente de agua y todo cambió, «veía las cosas exteriores bajo un aspecto nuevo», ya nada era igual aunque todo era lo mismo. Y el ansia insaciable de continuar por esa senda recién descubierta se apoderó de ella: «Aprendí aquel día muchas palabras nuevas. (…) Voces que iban a hacer florecer el mundo para mí».

Esta última frase, a la vez que preciosa tiene mucha enjundia: “Voces que iban a hacer florecer el mundo para mí”. Porque el caso, es que antes de poder contar con esas ‘voces’ efectivamente Helen Keller no tenía ‘mundo’ (en clave fenomenológica); vivía en un medio concreto (el de su casa, el de su familia) pero no tenía mundo. El mundo fue algo que fue descubriendo conforme fue desarrollando su capacidad lingüística y su vocabulario, lo que le permitió a su vez descubrirse a sí misma como sí misma.

La duda que gravita sobre todas estas ideas es la de cómo conjugar los dos conceptos de ‘competencia lingüística’ y de ‘lengua’: ¿hasta qué punto puede haber competencia lingüística sin lenguaje?, ¿es esto posible? Quizá se trate, tal y como he tratado de apuntar, de que la competencia lingüística se desarrolle a la vez que el lenguaje en el que aquélla cristaliza. Aunque en un contexto diferente, Eugenio d’Ors tiene una aportación interesante, pero ya la comento en el siguiente post.

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