11 de julio de 2017

Entre la escucha y la demagogia

En los grupos familiares y en distintas tertulias suelen haber dos tipos de personas. Simplificándolo un tanto, podemos distinguir aquellos que no paran de intervenir en la conversación, y aquellos que se mantienen más en un segundo plano. Yo suelo ser de este segundo grupo. Reconozco que me gusta más escuchar que hablar; actitud que a menudo me ha granjeado alguna crítica ¿cariñosa?: “es que no hablas nunca”, “es que siempre estás callado”, “es que nunca dices lo que piensas”… Normalmente procuro intervenir de vez en cuando, y decir lo que pienso también, aunque efectivamente no soy de los que acaparan la atención. También es cierto que a menudo callo… porque la verdad es que no tengo nada que decir: se habla y se habla de muchos temas, y ciertamente no de todos tengo una opinión formada, y consecuentemente pues prefiero callar. ¿Por qué hay que tener una opinión de todo y siempre?

Esta actitud tiene una contrapartida que me encanta, ¿qué le voy a hacer?. Porque aparte de escuchar lo que otros dicen, me permito el lujo de observar con atención lo que ocurre alrededor mío. Cuando uno lleva la iniciativa y acapara el foco de atención, difícilmente puede observar con minuciosidad lo que ocurre a su alrededor, centrado como está en su discurso. Pero cuando uno está en segundo plano, bien puede estar en Babia o pensando en sus cosas (que alguna vez me ha ocurrido también), bien puede estar absorto en el discurso del otro (cosa que no siempre ocurre), bien puede estar activamente atento a lo que acontece a su alrededor. Y la verdad es que se descubre un pequeño submundo que es interesante. Ya no por todo aquello relacionado con la comunicación no verbal, con los comportamientos y con los gestos de los que están presentes: enseguida se percibe cuándo uno quiere hablar porque yergue el cuerpo, o tensa la mirada, o se muerde las uñas…; o también cuando otro no está en la conversación, o cuando está agobiado, o enfadado… Si todo esto es interesante, lo que sobre todo me llama la atención es la actitud de base que suele poseer la gente. Te das cuenta de que, en general, en las tertulias de grupo la gente no escucha. Ya no las de la televisión —¡por descontado!— sino también y sobre todo las más próximas: las familiares, las de amigos, etc.

Y no es que no se escuche, sino que ni siquiera se pretende hacerlo. Ni se escucha ni se quiere escuchar: tan sólo se quiere decir y ser escuchado.

Si la gente quisiera escuchar de verdad, cambiaría radicalmente su actitud. A menudo los que se quejan de que otros hablan poco, no suelen ser conscientes de que a lo mejor son ellos los que no están preguntando. Y esto lo digo no porque no estén preguntando explícitamente en ese momento concreto, sino porque no lo hacen en general en su comportamiento cotidiano y habitual, en su vida. A poco que conozcas a una persona, te das cuenta si su actitud radical es la de preguntar o la de decir, la de escuchar o la de ser escuchado. Y esto que digo no es ninguna tontería, sino que implica una actitud fundamental ante la vida. Hay gente que sienta cátedra, que no da lugar a la discusión, dogmática. Otros se esconden bajo una piel de cordero: en su aspecto exterior parece que están abiertos pero en el fondo subyace un discurso cerrado, hermético. Otros, finalmente, presentan una actitud abierta de superficie y de fondo. Y suele ocurrir que, con frecuencia, los que menos hablan son los que más tienen que decir, o cuanto menos los que lo poco que dicen suele ser de veras interesante. Sin embargo y por desgracia, lo que suele primar es el que insiste en decir y decir y pretende ser escuchado sí o sí, cuando con cierta probabilidad poco interesante tendrá que decir.

Y es que escuchar no es sencillo. Escuchar implica no sólo atender al otro, sino un compromiso serio de construir algo con él. Ello supone una apertura fundamental en nuestras convicciones y en nuestras costumbres de todo tipo. Normalmente no escuchamos, porque escuchar ‘de verdad’ implica cambiar una actitud personal desde nuestra hondura más profunda. Y es que paradójicamente ―a mi modo de ver― sólo desde esta postura auténtica de escucha uno puede salirse de los cauces que nos marca nuestro entorno. La pretendida originalidad del que no piensa de verdad y pugna por hacerse escuchar no es más que eso, una originalidad pretendida, no verdadera originalidad; porque a la postre no hace sino encaramarse inocente e ignoradamente en ese cómodo lugar que su sociedad le tiene reservado, para que no piense. Que hable si quiere, pero sin pensar. Ciertamente, es difícil escapar al síndrome de Solomon.

Los modos en que uno entra a trapo en las tramas de la historia y de la sociedad son sutiles. Leí hace tiempo un artículo estupendo sobre uno de ellos (no recuerdo dónde exactamente) que hablaba en este sentido de la demagogia, ejemplo muy útil para observar todos esos mecanismos tribales y sus paradojas, así como para ver cómo un mensaje sencillo que afecte a la identidad de grupo tiene el poder indiscutible de silenciar de un plumazo a toda esta supuesta capacidad reflexiva de nuestro fantástico cerebro. Es una argucia que todos critican, pero que suele funcionar: afirmar lo que es obvio y compartido para difundir un sentido de comunidad y de pertenencia, para tranquilizar, para tender lazos. Afirmar lo que la gente ya conoce, y que está esperando, aunque sea descaradamente elemental, o incluso imposible de cumplir. Una afirmación compartida, aunque pueda llegar a ser incoherente o cuanto menos no ser argumentativamente adecuada, no necesita aval. Es decir, cuando alguien hace una afirmación demagógica, aunque obvia, inútil, imprecisa o incluso falsa, no tiene que explicar nada a nadie. Todo lo contrario: abandona la sala a hombros y entre vítores.

Ahora bien, ¿qué ocurre cuando la afirmación se aleja de lo que el grueso de la sociedad entiende apto? Eso implica un grave riesgo, sin duda. Antes de pasar a mayores y para evitar ‘malentendidos’ es recomendable avisar de que se trata de una mera ‘opinión personal’, que no tiene mayor importancia, que incluso a lo mejor es una tontería… y evitar así un conflicto directo. Si tu opinión se aleja del pensamiento común, aunque pueda ser patentemente sensata o acreditada por la evidencia, tienes que asumir por tu cuenta y riesgo esta posición de alejamiento de la masa, procurando ofrecer previamente un acuerdo de paz que suene como un ‘vamos a enterrar el hacha de guerra’, con el deseo de que la cosa no se tuerza demasiado. Casi que se tiene que pedir disculpas por adelantado por decir una opinión diferente, siquiera por pensarla; si no se toman estas precauciones los demagogos y los defensores del ‘orden establecido’ te despedazarán con toda normalidad y con la satisfacción de haber hecho un buen trabajo en beneficio de la salud social. Agentes víricos como tú no convienen, pues desestabilizan el equilibro social. Todos tenemos en nuestro recuerdo la imagen de un chivo expiatorio contra el que se lanzaron toda suerte de invectivas y agresiones; es algo que ha ocurrido siempre en la historia, y probablemente seguirá ocurriendo. Llega un momento en que la masa necesita desahogarse, y qué mejor modo de hacerlo que sobre aquél que destaca un poco por méritos propios, por tener una identidad propia. Ése siempre pertenecerá al ‘otro bando’, con lo cual la masa puede salvaguardar su tranquilidad y su paz, porque su estabilidad ya no se ve amenazada al haber arrancado el peligro de cuajo. Porque eso es lo que busca la masa: una tranquilidad amancebada a base de promesas imposibles y discursos vacíos.

Ya lo decía el gran Stefan Zweig en su Castellio contra Calvino, obra de total actualidad. «No cabe duda de que en el fondo de la naturaleza humana hay un misterioso anhelo de autodisolución en la colectividad. Nuestra ancestral ilusión de que podría forjarse un determinado sistema religioso, nacional o social que brindara a toda la humanidad la paz y el orden definitivos, es indestructible. El Gran Inquisidor de Dostievski demuestra con cruel dialéctica que, en el fondo, la mayoría de los hombres teme la propia libertad y que, de hecho, ante la agotadora variedad de los problemas, ante la complejidad y responsabilidad de la vida, la gran masa ansía la mecanización del mundo a través de un orden terminante, definitivo y válido para todos, que les libre de tener que pensar. Esa nostalgia mesiánica por una existencia libre de problemas constituye el verdadero fermento que allana el camino a todos los profetas sociales y religiosos. Cuando los ideales de una generación han perdido su fuego, sus colores, un hombre con poder de sugestión no necesita más que alzarse y declarar perentoriamente que él y sólo él ha encontrado o descubierto la nueva fórmula, para que hacia el supuesto redentor del pueblo o del mundo fluya la confianza de miles y miles de personas».

Poco se puede añadir, ¿no?

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