18 de abril de 2017

La inteligencia se monta sobre el sentir

Cuando un animal adquiere una rutina, a mi modo de ver no lo hace por el mismo motivo por el que lo podríamos hacer nosotros. Lo hace porque de alguna manera le viene impuesto por ese diálogo entre el devenir de las situaciones con las que se va encontrado y sus posibilidades de respuesta. Cuando mi gata en invierno se sienta encima de la caja que está al solecito debajo de la ventana, no podemos pensar que lo hace porque ha sopesado o valorado distintas alternativas y ha estimado que ésa es la mejor, sino… ¿por qué? Supongo que porque algún día se puso ahí, vio que estaba a gusto, y allí que se quedó. Todo ello sin saber muy bien por qué. Y gracias a su memoria ahora todos los mediodías (que es cuando da el solecito en invierno) se echa su siestecita encima de la caja. Como digo, entiendo que si se acuesta ahí no es por el resultado de un discernimiento, sino porque una vez ocurrió sin saber muy bien cómo y funcionó, y volvió a hacerlo. ¿Qué ocurriría si yo quito la caja? Pues que se acabó la siestecita. Evidentemente, ella no es capaz de buscarse la vida para poner otra caja, o arrimarse una silla, o lo que sea, para poder llegar a la altura de la ventana que es donde da el sol.

¡De qué modo tan diferente se desarrollaría todo este proceso si el que lo hiciera fuese humano, aunque fuese únicamente un niño! Recuerdo perfectamente un suceso que ocurrió con el hijo de pocos años de un familiar, quien quería alcanzar un juguete y una silla se lo impedía. Él apenas sabía andar. Y me llamó la atención las vueltas que dio para conseguir su juguete; estuvo ‘peleando’ con la situación bastantes minutos, pero el caso es que no podía mover la silla porque había una caja en el suelo que falcaba sus patas. Lo intentaba por arriba y por abajo, por la derecha y la izquierda, empujando la silla, alargando el brazo… hasta que al final se dio cuenta de qué era lo que no le dejaba mover la silla: quitó la caja del suelo, y ya pudo moverla y finalmente ¡conseguir su trofeo! Cuando le aplaudí y le felicité me miró con cara de póker (creo que tenía poco más de un año).

Algo de lo que ya se puso de manifiesto en este pequeño ejemplo de este niño es lo que entiendo que se desarrolla plenamente en la madurez de cualquier persona humana. Quizá de este proceso podrían participar algunos animales superiores, aunque en ellos (y probablemente en el niño también) el proceso de ‘búsqueda de la solución’ se diera de modo no consciente. Sin embargo, cuando nos hacemos adultos, sí que nuestros comportamientos divergen exponencialmente, en la medida en que podemos manejar las cosas tomando distancia de ellas, analizando abstractivamente sus posibilidades, actuando en consecuencia… en definitiva realizando todo lo que acontece bajo el paraguas de lo que hemos denominado formalidad de realidad.

Pero no por ello los seres humanos dejamos de movernos en el seno de ese doble juego entre lo que rompe nuestro equilibrio homeostático y nuestra necesidad de restablecerlo, aunque no lo hagamos reactivamente. En nuestro caso, esos estímulos son revestidos de una configuración que nos permite captarlos en sí mismos, como lo que son ellos independientemente ajenos a su papel estimulante en nuestras vidas, de modo que los podemos situar en el seno de un mundo sensorialmente perceptible distinto de nosotros y de nuestra vida, un mundo compuesto de cosas que están ahí independientemente de nosotros. Efectivamente sentimos, y notamos que sentimos, somos conscientes de que somos afectados, somos conscientes de que tenemos un cuerpo (sentido de propiocepción) que se ha visto afectado, etc.

Ahora bien, ¿cómo vivimos nosotros ese proceso? Si volvemos al ejemplo que ponía de ir a beber agua, nosotros sentimos las mismas sensaciones fisiológicas que cualquier animal que tiene sed, y necesitamos satisfacerlas exactamente igual que ellos. Ese proceso fisiológico (sentiente) que subyace es algo que compartimos con ellos. Si a ese proceso lo denominábamos sentir (suscitación, modificación tónica y respuesta), el ser humano comparte con los animales ese mismo esquema sentiente. Y de hecho, infinidad de actos que hacemos los hacemos exactamente igual que los animales, sin acabar de tomar consciencia de que los estamos haciendo, sujetos únicamente al proceso fisiológico que funciona por sí solo. Ya vimos el ejemplo de dar un golpe de tenis con la raqueta, pero es común en nosotros que continuamente estén sucediendo cosas en nuestro organismo que se sujetan a este proceso de estímulo-respuesta sin que ni siquiera tengamos noticas de ello (pensemos en la respiración, en la digestión, en la circulación de la sangre, en el funcionamiento del sistema nervioso…).

Pero si nos fijamos, todos esos actos no definen lo que es específicamente humano. Lo que define lo específicamente humano son aquellos actos que podamos desempeñar desde la formalidad de realidad, actos en los que se ponen de manifiesto nuestras facultades específicas como la abstracción, la imaginación, el proyectar, la voluntad… Tendemos a ver todo ello como algo meramente cognitivo, cuando no es únicamente cognitivo sino también sentiente. Aunque ahora el sentir ya no es un mero sentir (ya no es puro sentir, dirá Zubiri) sino que es un sentir inteligente.

Y a dónde quería llegar es a la afirmación de que no por el hecho de ser ‘inteligente’ deja de ser un ‘sentir’. Es un ‘sentir inteligente’ en el que lo inteligente se ‘monta’ sobre el ‘sentir’, sin desplazarlo ni abandonarlo. Ese proceso sentiente se mantiene en nosotros, coloreado por la inteligencia; pero no por estar coloreado por la inteligencia deja de ser un proceso sentiente.

De lo que se trata ahora es de articular ese aspecto sentiente que subyace todo proceso cognitivo humano, y sin el cual no se puede dar de hecho ninguna cognición.

No hay comentarios:

Publicar un comentario