20 de septiembre de 2016

Entre lo temporal e intemporal del arte

Siguiendo con los posts dedicados a Verdad y método, decía en el último que no hay un único modo de acceder experiencialmente a todo ese ámbito en que se desborda lo primariamente aprehendido. En este sentido, es complicado hablar de ‘la’ representación correcta; lo cual no impide que las distintas representaciones se convengan adecuadamente (o no) con aquello que pretenden representar. Y si atendemos a nuestra intrínseca historicidad, no sólo es complicado hablar de una representación correcta sino que es absurdo. La historicidad (y finitud) no sólo apuntan a las limitaciones lógicas en el momento de la realización de la obra de arte, sino también y sobre todo a las de su contemplación por parte del espectador; en este sentido se mantienen en un continuo presente ya que continuamente poseen la capacidad de decir algo al espectador, aunque éste sea de generaciones posteriores.

Esto le lleva a Gadamer a preguntarse por la ‘temporalidad del ser estético’, o por la temporalidad de la compresión misma. No se trata de una repetición de un mismo acontecimiento en sucesivas ocasiones; es otra cosa, que se parece al fenómeno de la fiesta. Aunque año tras año celebremos una misma fiesta, cada celebración es algo nuevo; aunque lo que se celebre sea siempre una rememoración de algo que ocurrió allá en el origen, cada rememoración es siempre algo nuevo. Como dice Gadamer, «el carácter temporal de la celebración se comprende bastante mal si se parte de la experiencia temporal de la sucesión». Para la esencia de lo que es una fiesta esto es secundario: lo importante no es sólo lo que ocurrió, sino lo que está ocurriendo, de modo que se puede afirmar que cada fiesta es diferente. Es el sentido de la celebración: «sólo hay fiesta en cuanto que se celebra».

Ello no inclina la balanza hacia la subjetividad, porque si hay celebración es porque hay algo que celebrar: la fiesta. Todo lo que rodea a la fiesta pide esta incorporación de sentido, tanto la celebración como la participación: no se trata de una mera presencia, sino de participar en ella. Este sentido de presencia activa (de estar activo) es el que —según Gadamer— caracteriza a la theoría griega, de modo que más que un mero hacer es un padecer estando, un dejarse arrastrar y poseer por la contemplación. Y este sentido de presencia activa es el que debe poseer cualquier espectador: es una asistencia caracterizada por un ‘estar fuera de sí’; carácter (el ‘estar fuera de sí’) que es el único que garantiza precisamente la posibilidad de asistir a algo por entero, un auto-olvido que permite la entrega absoluta a la contemplación. Actitud que permanece totalmente ajena a la del simple curioso. El curioso se interesa por esnobismo, por aburrimiento,… nada que ver con esa pretensión de permanencia del auténtico espectador. Este concepto de pretensión nos mantiene alejados de la exigencia o del determinismo; si bien hay una tensión, ésta no nos conmina inequívocamente a ninguna vía, sino que más bien posibilita precisamente que se dé la relación estética sin ningún resultado determinado de antemano. Y esta relación estética posible puede darse mientras haya un espectador de la obra de arte, porque en ella se da de nuevo —una vez más— una plena presencia, un nuevo asistir a la manifestación de la naturaleza a través de ella (una celebración festiva).

Y vamos con una nueva idea interesantísima, con una aplicabilidad fundamental. Cuando uno asiste o se encuentra en esta situación de plena presencia, desaparece cualquier participación orientada a fines prácticos (cotidianos); supone un distanciamiento respecto a este tipo de fines que es el que posibilita precisamente que se dé la asistencia plena. Es el auto-olvido del espectador el que le permite encontrarse de modo auténtico consigo mismo: «es la verdad de su propio mundo (…) la que se representa ante él y en la que él se reconoce a sí mismo». Es preciso que el ser humano pase por esta especie de desconexión del mundo y de uno mismo, porque «lo que le arranca de todo lo demás le devuelve al  mismo tiempo el todo de su ser». Este efecto catártico (purificador) es el que le sucede al espectador de la tragedia —según Aristóteles— y que por extensión podemos atribuir a cualquier espectador de otras diversas disciplinas artísticas. Efecto del que también el artista es consciente y paciente, y en virtud del cual escoge el modo material en que va a realizar su obra:

«La elección del material y la configuración de la materia elegida no son producto de la libre arbitrariedad del artista, ni pura y simple expresión de su interioridad. Por el contrario, el artista habla a ánimos ya preparados, y elige para ello lo que le parece prometer algún efecto».

Ello lo sabe de alguna manera el artista, por pertenecer a una misma tradición que el espectador, cuyo mundo no le parece ya extraño. Esta catarsis no es un delirio o encantamiento, sino un modo diverso de apropiarse de un mundo ya conocido —el suyo— pero de una manera más auténtica al reconocerse más profundamente en él.

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