7 de junio de 2016

Un niño afortunado

El otro día me preguntaban por qué insistía tanto en esta serie de posts sobre la educación. Cuando hablamos de los motivos para reflexionar sobre la educación, cuando a lo mejor nos apetecería hacer otra cosa, no se me ocurre más que una única razón, que es la razón más valiosa y maravillosa que podríamos tener: nuestros hijos (y los pequeños en general). Nunca me cansaré de decir la maravilla que son los niños, por lo menos desde mi experiencia. ¿No es poco todo esfuerzo para ayudarles a crecer siendo mejores personas, conscientes de sí mismos, honestos, felices, responsables, cariñosos,…? Por mi parte, esto es lo que pienso. Y entiendo que si alguno sigue leyendo, será por algo parecido. Y aquel niño cuyos padres o educadores se preocupan por su educación, será sin duda un niño afortunado.

Hasta ahora nos hemos centrado en lo problemático que es la comunicación en sentido amplio, de lo difícil que es ser conscientes de todo aquello que transmitimos, y cómo influye todo esto mediante los procesos educativos ‘no conscientes’ en la personalidad de los pequeños, y también en los adultos. Pero hay otro punto que me gustaría destacar, y comentarlo aunque sea someramente: se trata de lo que significa ‘ser niño’.

¿Por qué digo esto? A veces no caemos en la cuenta de lo que significa ser niño, ni de cuáles son los rasgos principales de su comportamiento, etc., y tendemos a pedirles respuestas que no son adecuadas a su edad. Los niños, efectivamente, no son personas adultas, y por ello no debemos tratarles como si lo fueran, aunque tampoco debemos tratarles como si fueran unos peleles o unos ositos de peluche: hay que tratarlos según su edad, y exigirles un comportamiento acorde a dicha edad. Una educación disfuncional exige a un niño cosas que no son exigibles para su edad, tanto por exceso como por defecto.

Los niños son un tesoro, quizá nuestro mejor tesoro. En términos generales deberíamos tratarles como si fueran jarrones de la porcelana china más extraordinaria, e incluso mucho mejor (siempre sin confundir delicadeza con ñoñería o sobreprotección). Pero el caso es que no siempre les tratamos así, y a causa de ello vamos generando en ellos ciertos problemas de adaptación, ciertas ‘rozaduras’ porque se les exige algo que en principio no se les debería exigir (o viceversa, porque a veces no les exigimos algo que sí que se les debería exigir). Es la diferencia entre una educación nutricia o funcional y una disfuncional.

Un niño posee una característica fundamental: es valioso, es valioso en sí mismo, por lo que es (no por lo que hace ni por cómo se comporta).

No se trata de que sea el rey de la casa, no es eso: él no es más que nadie; sencillamente, es uno más. Pero ello no le quita ni un ápice de su valía. Y si somos capaces de cultivar funcionalmente este valor intrínseco del niño, de adulto tendrá más posibilidades de poseer una autoestima adecuada.

Creo que esta es la principal característica del niño: que es valioso por sí mismo. Y bien tratada esta valía, contribuirá y mucho a que el niño se desarrolle funcionalmente. Esto vale para toda persona, incluso los adultos, pero especialmente en ellos. Pero también podríamos hablar de otras características propias de ellos que nos ayudaran a realizar adecuadamente ese desarrollo funcional. ¿Cuáles son? Yo hablaría de vulnerabilidad, por lo que precisa protección, ni mucha (sobreprotección) ni poca (abandono). También de imperfección; aunque no nos lo creamos no son perfectos, y deben poder vivir su imperfección con naturalidad. No pasa nada si rompe un vaso, o si derrama agua al llenarlo. Debemos dejar que se equivoque, y que cuando no se vea capaz que aprenda a pedir ayuda, antes de ofrecérsela indiscriminadamente. Lógicamente, hablamos también de dependencia, dependencia sobre todo de sus padres; la cuestión es que el niño pueda expresar adecuadamente sus necesidades y sus deseos, sus sueños y sus temores, sus fantasías y sus decepciones,… y sentirse escuchado. Por último, añadiría su inmadurez en referencia al nivel adulto, independientemente de que posea (o no) un nivel adecuado de madurez para su edad. Digo esto porque no pocas veces esperamos respuestas adultas de un niño (¿?), ajenas totalmente a su situación vital.

Vulnerabilidad, imperfección, dependencia, inmadurez; supongo que se podría hablar de muchas más características infantiles, pero bueno, valgan éstas. Lo que me gustaría destacar de ellas no es tanto lo que son en sí ni lo que significan, sino si realmente somos conscientes de ellas y tratamos a los pequeños a la luz de la relevancia que ellas arrojan. Seguramente esto nos puede parecer algo obvio, pero es fácil que en el día a día no nos comportemos según ellas nos indican. Y la cuestión es ser capaces de poder educar funcionalmente a los niños en función de sus características, para que en un futuro se conviertan en personas funcionales y con una autoestima sana.

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