14 de abril de 2015

Todos sabemos lo que son las cosas... hasta que pensamos en ellas

Estos días mantuve una conversación muy interesante con un amigo. Le comenté (como a tantos otros) que estaba comenzando con el blog, que le pegara un vistazo, que me diera su parecer... en fin, lo típico. Lo que me dijo no me sorprendió demasiado, pues él en general es bastante crítico con la filosofía. Supongo que una buena amistad permite decir y escuchar tanto lo que nos gusta como lo que no nos gusta decir o escuchar, sin que por ello se resienta ni aparezca ninguna fisura.

Su crítica iba en la línea de para qué tanto pensar, de que a veces dábamos demasiadas vueltas a las cosas y daba la impresión de que las complicábamos más de la cuenta para llenar nuestro tiempo; que con ir luchando día a día (que no es poco) es más que suficiente; que sí, que es preciso pensar, pero que si pensamos mucho nos mareamos. La verdad es que esta opinión es bastante común hoy en día. Aunque quizá lo he caricaturizado un poco, la persona que me lo dijo está muy lejos de ‘vivir al día’ o de ser un frívolo, pero entendía realmente que pensar demasiado puede llegar a ser contraproducente.

Y a mi modo de ver no le falta parte de razón, aunque como es lógico difiero de su enfoque. Efectivamente, hay un uso de la razón que puede ser perjudicial; pero no todo uso lo es ni mucho menos. Supongo que lo que hay que hacer es intentar pensar bien, y no dejarse llevar por cuestiones demasiado abstractas (salvo cuando sea preciso) o que estén desarraigadas de la realidad (no toda abstracción tiene necesariamente que estar desarraigada de la realidad). Y ese ‘buen ejercicio’ de la razón entiendo que es imprescindible sencillamente para posibilitar el que nos pongamos de acuerdo. Cuando hablamos con cierta rigurosidad sobre alguna cuestión es preciso pararse para aclarar términos, para saber si estamos hablando de lo mismo o no. Y eso no es tan fácil.

Se me ocurrió ponerle este ejemplo. Hoy en día está muy de moda hablar de emociones, de inteligencia emocional, de educación afectiva, del lenguaje de los sentimientos… Y de alguna manera todo el mundo tiene claro lo que es una emoción, ¿no? Todos sabemos lo que es la afectividad… Pero, ¿lo sabemos? Mi amigo me contestó afirmativamente: «pues claro que sí». «Muy bien —le dije—, explícamelo. Dime por favor qué es una emoción» (ejercicio que os invito a que hagáis). Tras unas afirmaciones más o menos difusas, tuvo que reconocer que la cosa no estaba tan clara (lo que me provocó no poca satisfacción, claro).

Efectivamente, surgen algunas dudas. Bueno, no tan pocas. Me vienen a la cabeza unas cuantas: ¿qué es una emoción?, ¿qué es un sentimiento?, ¿son lo mismo una emoción y un sentimiento?, ¿de qué estamos hablando cuando hablamos, por ejemplo, de inteligencia emocional?, ¿por qué sentimos lo que sentimos en una situación determinada?, ¿por qué ante una misma situación no todos sentimos lo mismo?, ¿qué relevancia poseen los sentimientos en nuestra vida?, ¿influyen nuestros sentimientos en nuestras acciones o no demasiado?, ¿son los afectos algo meramente subjetivo, o poseen una referencia a la realidad que nos lleve a ‘tener que’ dar razón de aquello que sentimos? En fin, como se puede ver, la cosa se puede complicar mucho. Y cuando comenzamos a hablar con cierta rigurosidad, cuando profundizamos un poco en algún tema (y de esto creo que cualquiera puede tener experiencia) es preciso hilar fino para no caer ni en confusiones ni en opiniones más o menos vagas.

Este ejemplo de las emociones se puede extender a muchas otras cuestiones. Normalmente vivimos con unos conceptos y una ideas que nos suelen venir dadas por nuestro entorno cercano (familia, amistades, trabajo) o lejano (sociedad), aprendiendo de forma a menudo inconsciente todo un cúmulo de significados y de sentidos, y que son en definitiva con los que nos movemos en nuestras vidas; bagaje de valoraciones y opiniones en el que probablemente hemos contribuido menos de lo que pensamos, no por nada, sino sencillamente porque no hemos caído en ello. Esto tiene que ver con las creencias de que hablaba Ortega: por lo general vivimos a base de creencias, de ideas preconcebidas, que precisamente por serlo la mayoría de las veces nos pasan inadvertidas pero funcionamos con ellas. Y basta detenerse un poco ante las cosas, ante las cosas más cotidianas (no hace falta grandes especulaciones metafísicas) para darse cuenta de ello. De hecho, un buen ejercicio pasa por averiguar por qué pensamos lo que pensamos, por qué tenemos determinada opinión sobre una cuestión en concreto, qué experiencias hemos vivido que nos han llevado a pensar así. El ser conscientes de ello puede abrirnos muchas puertas a la hora de comprender al otro.

Basta, pues, preguntarse un poco por las cosas para darnos cuenta de que quizás no las teníamos tan claras. ¿Quién nos lo hubiera dicho? Al final mi amigo me dio un poco la razón. Sólo un poco. Algo es algo. Por lo menos me prometió que me seguiría leyendo (seguro que se sonríe cuando lea esto).

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