Si uno quiere realmente habitar su propio sí-mismo, si quiere recuperar su intimidad frecuentemente olvidada, o perdida, ha de aprender a experienciarse de otro modo, empezando por la experiencia de su propio cuerpo. Con frecuencia, más de la esperada, nuestro cuerpo tiene respuestas a las que nuestra mente no tiene acceso; y no tiene acceso no porque no sepamos acceder mentalmente a nuestro cuerpo, sino porque la experiencia corporal está más allá de lo mental, la mente debe dejar espacio para ‘algo otro' a ella si queremos que nuestro cuerpo se haga actual en nuestra existencia. Tendemos a pensar nuestro cuerpo, pero no a experienciarlo, lo cual pasa inevitablemente por una ausencia de palabras y de pensamientos, tal y como, por otro lado, nos relacionamos con las cosas del mundo en nuestra vida cotidiana.
Cuando somos capaces de trascender lo mental, nos experienciamos como un proceso dinámico, holístico, corporal y mental: como un proceso somático y psíquico. Como algo que está en continuo cambio; un modo dinámico de aprehenderse conscientes de que, según sea ese dinamismo, así seremos nosotros de alguna manera. No es sencillo que ese dinamismo se dé fruitivamente, siendo más común que haya roces, que nuestra armonía chirríe por la falta de aceite en los engranajes de nuestra existencia. Es muy común un enquistamiento en ese proceso dinámico que es nuestra vida, faltando la capacidad para integrar armónicamente las novedades que nos van sobreviniendo en nuestro día a día personal; una integración que no es primariamente mental, sino orgánica. El simple hecho de atender esto experiencialmente, ese mismo proceso de descubrirnos así ya es sanador, porque nos sitúa en un orden personal del que habitualmente hemos sido grandes desconocedores. Los problemas no se solucionan tanto analizándolos, como poniéndonos en contacto con cómo experienciamos las situaciones haciendo actual nuestro sí-mismo, sintiéndonos en lo profundo de nuestro ser. De esta manera, la integración alcanza un relieve diverso en tanto que no es algo únicamente mental o reflexivo, sino algo dialógico entre lo mental y lo corporal, entre lo pensado y lo sentido, mediante una sensación-sentida que nuestra mente puede ayudarnos a ir acotando y definiendo en segunda instancia.
Cuando se van dando pasos en la dirección adecuada, entonces se produce un cambio real en nosotros, una transformación, en la que uno aprende a pensar no sólo mental sino corporalmente, experienciándonos orgánicamente. Y uno siente ese cambio, siente como una integración de todos sus planos, algo que se expresa normalmente en forma de serenidad, tranquilidad, paz, armonía, porque nuestro modo de ser ha cambiado, generalmente para mejor, aunque al principio no deje de haber cierto dolor o desconcierto al desbloquear tantos condicionamientos previos con los que solemos vivir.
Todo lo cual contribuye a que nos sintamos un poco mejor, repercute en una comprensión más honda y profunda de lo que nos ocurre, más allá de las racionalizaciones con las que de costumbre tendemos a interpretar y justificar lo que nos pasa, no rozando las verdaderas causas en ocasiones ni de cerca. Dice Gendlin: «Junto con el cambio físico sentido, algo viene en palabras o comprensión sentida, que explica lo que estaba mal mucho más claramente y, de ordinario, en unos términos nuevos. Con bastante frecuencia, toda la dificultad está enraizada en alguna cosa distinta de todas las consideraciones que estabas mirando».
El caso es que todo este proceso se da, y es sanador, y no cabe en el marco de una mente conceptual, excediendo las posibilidades de nuestra reflexión. Uno sana, sin saber muy bien por qué sana, ni cómo ocurrió. Porque el proceso se vivió de modo holístico, cambiando nuestro fondo esencial, no nuestra mente; si se identifica mentalmente la solución no es por procesos meramente mentales, sino porque brota, desde lo hondo de nuestro ser, hacia afuera, hacia la mente que siempre es de superficie. Esto es algo que ocurre, y que se da de modo intrínseco a la dinámica contemplativa.
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