17 de junio de 2025

Primitivismo y responsabilidad ante la historia

Hay un par de capítulos que escribe Ortega y Gasset en La rebelión de las masas que no tienen desperdicio: me refiero al noveno, “Primitivismo y técnica”, y al décimo, “Primitivismo e historia”. Comienza haciéndose eco de las interpretaciones que se pueden realizar respecto a la lectura del pasado, sobre todo a la luz de la irrupción en la época contemporánea de este nuevo fenómeno social que es el de las masas. Como no podía ser de otro modo, su postura se alinea perfectamente con sus jugosas reflexiones sobre la vida, que no puedo introducir aquí. Su punto de partida es que no cree en la determinación absoluta de la historia. Todo lo contrario: del mismo modo que la vida, la historia también se compone de sucesivos instantes, cada uno de los cuales presenta cierta indeterminación respecto al anterior, de suerte ―dice bellamente― que en ellos la realidad vacila, sin saber muy bien si tiene que decidirse por una posibilidad o por otra: un titubeo metafísico que «proporciona a todo lo vital esa inconfundible cualidad de vibración y estremecimiento». Pues bien, partiendo de aquí entiende que la presencia de las masas puede enderezar a la humanidad bien hacia una nueva y sin par organización suya, bien hacia un destino un tanto catastrófico. Habrá que verlo. Y esto es sobre lo que pasa a reflexionar acto seguido.

Por este mismo motivo Ortega y Gasset es crítico con la idea ilustrada (¡y muy actual!) de que todo progreso es bueno per se; ciertamente, hay progreso en no pocos momentos de la humanidad, pero no necesariamente todo progreso es bueno, pues muy bien puede convertirse en algún caso en un retroceso. De hecho, quizá sea más razonable pensar que no hay ningún progreso seguro, sino entender que sobre cada paso sobrevuela siempre el riesgo de la involución. No sólo la vida, sino también la historia es drama.

No todo lo que nos entrega la tradición es adecuado, sino que posee no pocos elementos caducos, residuos tóxicos, de los que habrá que liberarse: instituciones que han perdido su razón de ser, normas que resultan ociosas, costumbres anacrónicas, etc. Todo esto demanda que, efectivamente, sea desestimado. Es común que, con el paso de los años, se vayan acumulando una serie de residuos en una sociedad tal y como los moluscos se adhieren al casco de un barco, siendo necesario sanear de vez en cuando. De esta manera se pretende ir enderezando el rumbo, al ritmo que los tiempos requieren, siguiendo el norte que marca la brújula de la autenticidad que cada sociedad entienda para sí. Y es así como tiene que ser: cualquier nuevo ideador (recordemos lo importante que es la categoría de ‘idea’ para Ortega) debe sentirse libre ―que no reaccionariamente opuesto― respecto al pasado. Y esto, más que una opción debe ser una obligación de toda ‘época crítica’, siempre ―y al más puro estilo kantiano― que ello no se convierta en una petulante rebeldía.

Por aquí sitúa el gran error de los que dirigían el siglo XIX: en que, confiados en el buen progreso, no se mantuvieron alerta y en vigilancia, lo que fue una irresponsabilidad: «Dejarse deslizar por la pendiente favorable que presenta el curso de los acontecimientos y embotarse para la dimensión de peligro y mal cariz que aun la hora más jocunda posee, es precisamente faltar a la misión de responsable». Esto es algo que él veía claramente en su tiempo, que no se vio venir el pavoroso problema sobrevenido al viejo continente, a saber: ‘que se apoderó de la dirección social un tipo de hombre a quien no interesan los principios de la civilización’. ¿Qué es lo que le interesa a ese nuevo tipo de hombre? Pues los anestésicos, los automóviles y algunas cosas más, todo lo cual confirma su radical desinterés hacia la civilización.

Y alguien que se desinteresa de la civilización es un primitivo, por mucho que viva en un mundo civilizado. Porque lo civilizado es el mundo en que vive el primitivo, no él. Y el primitivo «ni siquiera ve en él [en ese mundo civilizado que le rodea y en el que vive] la civilización, sino que usa de ella como si fuese naturaleza». Y continúa con su fantástica prosa: «el nuevo hombre desea el automóvil y goza de él; pero cree que es fruta espontánea de un árbol edénico». Eso es el hombre-masa, un primitivo que por los bastidores se ha deslizado en el escenario de la civilización. Se alaba el progreso, se alaba la técnica, pero nadie habla de la posibilidad de que nos depare un futuro dramático. Lo cual encierra una paradoja porque, ¿cómo puede la técnica, que no deja de ser cultura, mantenerse en un mundo que ha renunciado a la dimensión cultural? Sin un interés por los principios generales de la cultura, la técnica (o su papel en la sociedad) no tardará en languidecer, tanto como se soporte con el impulso cultural que la creó. El interés actual por la técnica no garantiza nada, ni mucho menos la confianza en su progreso; lo que hace falta son prohombres que fundamenten los principios culturales de una sociedad que comienza a desfondarse.

¿Podía ser de otro modo? Mientras otras realidades culturales ciertamente entran en crisis (política, arte, costumbres y moral), día a día se comprueba que la técnica hipnotiza al hombre-masa por su fantástica eficiencia. Cada día se inventan nuevos artefactos, que el hombre-masa utiliza, lo que no es sino un analgésico, un juguete con el que se entretiene, del que se beneficia. Y, a pesar del beneficio que le reporta, ¿hay visos de una mínima preocupación por ella, por su mantenimiento, por la investigación? «La desproporción entre el beneficio constante y patente que la ciencia les procura y el interés que por ella muestran es tal que no hay modo de sobornarse a sí mismo con ilusorias esperanzas y esperar más que barbarie de quien así se comporta».

Y éste es el problema: que la civilización no se sostiene a sí misma, que es artificio y, en tanto que tal, requiere de un artista o de un artesano. Si uno se aprovecha de las ventajas de la civilización, pero no contribuye a su sostenimiento, ¿qué se puede esperar? En un dos por tres nos quedamos sin civilización, volvemos a la selva: la selva siempre es primitiva, y todo lo primitivo es selva. Por lo general, el hombre-masa es ajeno a los principios que sustentan el mundo civilizado, no le interesan los valores fundamentales de la cultura, no está dispuesto a ocuparse de ello.

Ciertamente, conforme pasan las generaciones la civilización se hace cada vez más compleja; pero el problema no es éste, sino que faltan cabezas para afrontar sus cada vez más complejos problemas. Desequilibrio que no puede finalizar sino poniendo en crisis a la actual civilización, y que se irá acentuando hasta que se le ponga solución. Porque no es menos cierto que se dispone también de más y mejores medios para resolver los problemas. El asunto es que cada nueva generación ha de tomar la responsabilidad sobre sus espaldas, para lo cual tiene que saber a qué atenerse, tiene que ‘tener mucho pasado’ a cuestas, tiene que tener mucha experiencia, tiene que tener… mucha historia. ¿Por qué? No porque con el conocimiento de la historia se vayan a dar solución a los problemas actuales, siempre nuevos y distintos; pero sí, por lo menos, para ayudarnos a no caer en los mismos errores, o parecidos, a aquellos en que cayeron nuestros antepasados. Y el caso es que la gente más preparada hoy en día, posee una ignorancia histórica sorprendente, motivo por el que se producen todo tipo de manipulaciones (históricas) interesadas y fraudulentas.

Ortega y Gasset pone los ejemplos ―muy de su época― del fascismo y del bolchevismo, dos claros ejemplos de regresión por la manera anti-histórica y anacrónica en que se hicieron presentes, más allá de sus afirmaciones doctrinales: ‘la revolución devora sus propios hijos'. Ni uno ni otro estuvieron a la altura de los tiempos, no supieron mantener cierta parte del pasado, sino que lo borraron abiertamente. Pero con el pasado no se puede luchar cuerpo a cuerpo: «el porvenir lo vence porque se lo traga». En el fondo, fascismo y bolchevismo son dos modos de primitivismo, de amnesia histórica, de ignorancia cultural, porque no traen un esplendoroso mañana, sino un arcaico ayer, que se remite cíclicamente a lo largo de la historia, así como su final. Pretendieron llegar por la vía directa a formas de vida antiliberales y antidemocráticas, sin ser conscientes de que esas formas de vida ya existieron en el pasado, tras las cuales precisamente advino el orden liberal y democrático, el cual estaba llamado a vencerlos.

No se puede borrar al pasado de un plumazo, sino que está ahí, latente si se quiere, esperando el momento para volver a despertar. Por eso para superarlo no hay ni que obviarlo ni que destruirlo, sino contar con él para, con él, ir más allá de él. Eso es vivir a la altura de los tiempos, siempre con una fresca y actual conciencia histórica. Todo progreso que no cuente con el pasado y la actualidad, no puede ser sino primitivismo; y sólo los primitivos pueden celebrar una ‘aparente victoria’, sólo el hombre-masa puede alegrarse de involucionar a formas de vida arcaicas y analgésicas.

10 de junio de 2025

Los orígenes del intuicionismo ético

Uno de los giros más relevantes de la filosofía contemporánea es el que se conoce como ‘giro lingüístico’, que puso el acento en el grave problema de si aquello que se quiere decir (sea lo que sea) se dice adecuadamente empleando las palabras que se emplean; o, lo que es lo mismo: hasta qué punto el lenguaje es un medio eficaz para poder expresar fielmente las ideas que se quieren expresar o los contenidos a los que nos refiramos. A nadie se le escapa que, en no pocas ocasiones, faltan palabras para poder expresar lo que se está pensando, máxime cuando se trata de experiencias íntimas y personales. Lo que nos lleva a la otra cara de la moneda, a saber: a la dificultad de comprensión que ello entraña; es decir, hasta qué punto podemos estar seguros de haber comprendido lo que el otro ha querido decir. Por un lado, uno no está siempre demasiado seguro de haber dicho lo que quería decir; y, por el otro, menos seguridad tendrá aún de si al otro le ha llegado su mensaje original. Si esto ya es así entre personas coetáneas, se agrava entre autores de diversas épocas a lo largo de la historia de la filosofía, en la medida en que es difícil comprender en profundidad lo que otros, en otros contextos, dijeron o escribieron. Normalmente se usan los mismos términos con significados diversos, lo que provoca confusión y malentendidos. Pues bien, como consecuencia de todo esto, se cuestionó la validez del lenguaje para poder comunicar reflexiones filosóficas, sobre todo en el ámbito de la filosofía analítica de lenguaje de tradición anglosajona (aunque no es la única: la tradición hermenéutica continental, por ejemplo, hizo lo propio desde un marco distinto).
  
Este giro lingüístico también llegó a la ética de la mano de G.E. Moore (1873-1958) a comienzos del siglo XX, quien pretendió clarificar la terminología filosófica específica de la ética. Este autor se unió a la tradición analítico-lingüística característicamente anglosajona, no muy próxima a planteamientos metafísicos, demarcándose por otra parte de otras corrientes típicamente británicas (como el psicologismo o el utilitarismo). Se puede afirmar que, a partir de Moore, la ética anglosajona será marcadamente una lógica de la ética (como dice Aranguren), preocupada sobre todo por la ‘posibilidad de los juicios éticos’, de modo que esta disciplina pudiera ser científica, tal y como explica al comienzo de sus Principia Ethica. Su idea era logificar la ética, sistematizarla según las reglas de la lógica, para evitar todos los problemas derivados de sus posibles malentendidos propiciados por un uso inadecuado del lenguaje.

Este edificio lógico, como todo sistema axiomático, debe comenzar por los axiomas, es decir, presupuestos o principios no demostrados ni demostrables, y que sirven de base para toda la construcción posterior. Y aquí comenzaron los problemas, en tratar de definir los cimientos de su sistema ético-lógico. Pronto se vio imposibilitado para definir los grandes conceptos de la ética; como, por ejemplo, su concepto clave: ‘bueno’. ¿Qué es ‘bueno’?, ¿cómo se puede definir qué es ‘lo bueno’? Como no podía ser de otra manera, anhelaba encontrar una respuesta concreta del tipo ‘lo bueno es… esto’, ya que iba en pos del ‘rigor lógico’, y las cosas debían estar claras desde el principio. Y, al no encontrarla, declaró su imposibilidad, así como el desperdicio de todo esfuerzo dirigido hacia su búsqueda. Así, Moore sostiene en sus Principia Ethica (1903) que el bien es indefinible, y que el bien moral no se puede reducir a ningún otro significado de bien.

Lo que resolvió fue que, si bien el modo de acceder a lo bueno no era tanto un problema ético al uso, es decir, un problema teórico-práctico, que es de donde vino su esfuerzo ‘científico’, tampoco era un problema lógico-formal del todo (a pesar de que este fuera el modo acostumbrado de reflexionar para él), sino que se debía alcanzar de otro modo. ¿Cuál? Pues mediante la intuición. Más que saberlo o discernirlo racionalmente en un momento determinado, lo que es bueno… se intuye. Era el intuicionismo. Lo bueno sólo puede ser aprehendido por esa especie de impresión intuitiva que despierta en nosotros un determinado objeto (algo que, para otros autores, para MacIntyre por ejemplo, es ‘palmariamente falso’).

Moore siguió aquí la estela de H.A. Prichard para quien estos grandes conceptos (obligación moral, deber, derecho) eran irreductibles a cualquier otro, por lo que no podían ser explicados mediante otras palabras, no podían definirse. Y, si no podían definirse, ¿cómo saber su significado, entonces? Pues a partir de esa especie de ‘aprehensión intuitiva’ (de la que se hizo eco de alguna manera Scheler con su intuición emocional del valor). Y no sólo es que fuera imposible alcanzar una definición conceptualmente lógica, sino que incluso dar razones para el cumplimiento de una obligación moral resultaba vano porque, al igual que los conceptos, esta obligación era primaria e irreductible. El problema, pues, no es que todo ello fuera irrelevante ―que no lo era, todo lo contrario―, sino que no podía ser primariamente expresado en términos conceptuales, siendo necesario recurrir a una comprensión del fenómeno moral de otra índole: intuitiva.

Y aún daba un paso más, por entender que la obligación moral no era el culmen de la ética, sino que éste correspondía a la virtud; y, desde luego, el comportamiento virtuoso cabía todavía menos en las coordenadas de una razón lógico-teórica; porque, lo que de verdad admiramos, no es tanto cumplir el deber moral como, sobrevolándolo, realizar un comportamiento ejemplarmente virtuoso. Como dice Prichard, el the really best man, el hombre realmente mejor, es aquel en el que se unen lo moral y la virtud.

3 de junio de 2025

La filosofía: una tarea inacabable

Conocida es la idea de que la filosofía es el amor por la sabiduría. Ahora bien, el modo en que se concrete o se explicite dicho amor es harina de otro costal. Ni siquiera tenemos claro lo que significa ‘amor’, tampoco ‘sabiduría’, sino que es algo que se va esclareciendo conforme uno va caminando, siempre con el temor de no ir siguiendo los pasos adecuados. Es sugerente el matiz que aporta Jaspers quien, más que hablar de amor por la sabiduría, habla de anhelo: no se trata tanto de posesión de la sabiduría, por muy consciente que se sea de lo imperfecta e insuficiente que sea esa posesión, cuanto del deseo de ir tras ella. Como bellamente dice Jaspers, la filosofía es un ‘ir de camino’. Todo lo que no sea esto sería dogmatismo, lo que no es sino una traición a la filosofía. La filosofía se dogmatiza cuando se la convierte en un saber acabado, definitivo, enunciable y comunicable. Nada más lejos de este ‘ir de camino’.

Y el caso es que, cuando uno ‘se pone en camino’, brota en él una honda satisfacción, o plenitud, que no tiene nada que ver con los resultados alcanzados (de hecho, difícilmente los alcanza), sino más bien con el horizonte que se le abre. Por lo general vamos por la vida como el explorador perdido por la jungla, cuya espesa vegetación le impide ver más allá de unos pocos metros; con su machete trata de cortar juncos y ramas para alcanzar con su vista siquiera unos pocos metros más, pero sin saber hacia dónde ha de dirigirse. Sí, ve un poco más que antes, pero sigue sin tener claro hacia dónde enderezar sus pasos. Algo de esto tiene la filosofía: nos ayuda a esclarecer nuestras vidas un poco, parece que con ella se puede ver un poco mejor que veíamos antes, pero sigue sin darnos respuestas definitivas; sí respuestas parciales, provisionales, no en el sentido de volátiles o desechables, sino en el sentido de hitos en los que nos apoyamos sencillamente para seguir avanzando. Porque ese espacio que nos abre nos ayuda a ensanchar nuestro horizonte, esponjando nuestro espíritu, contribuyendo a situarnos un poco mejor en la vida, con una visión de las cosas y una holgura de acción que nos hace siquiera un poco más libres, y responsables.

La satisfacción y la plenitud que otorga la filosofía no es nunca la de darnos una certeza que se pueda decir en unas frases más o menos afortunadas, sino la de que, con ella, crecemos en nuestra realización como personas, avanzamos en esa gran tarea que es hacerse cada cual su vida. «Lograr esta realidad dentro de la situación en que se halla en cada caso un hombre es el sentido del filosofar», dice Jaspers.

Y así es como se puede definir a la filosofía: a una entre nuestra realización efectiva y el mismo filosofar. Y ello va de la mano con el hecho de ser no sólo una tarea inacabada, sino también inacabable. Una tarea que se debe rehacer generación tras generación, individuo por individuo, conscientemente, desde la implicación auténtica y honesta por crecer en el conocimiento de los grandes problemas de la realidad, de la vida y de las personas. No todos están en disposición de asumir o de vivir este reto; hay dos modos de esquivarlo: bien porque ya se tienen las respuestas, bien porque no se quieren tener. El primer caso es el de aquellos que ofrecen respuestas ya cerradas, acabadas; el segundo, el de los que no quieren alterar su estado de vida, no quieren ‘problemas’. En el fondo, dos modos de expresar que no hay inquietud existencial en la hondura de su ser, lo que, a la postre, puede ser en realidad la peor opción.

La filosofía no puede justificarse más que por sí misma, por su mismo ejercicio. No cabe pensar en ella como un ‘ejercicio para’ otra cosa que no sea ella misma. Pero ocurre así algo mágico, como es que, en esa pureza de su ejercicio, toca algo en lo profundo de las personas (cuanto menos de algunas), impulsando o potenciando esa fuerza o energía que habita en su interior, y que le mueven precisamente a filosofar. La filosofía no está hecha para luchar ni para imponerse, tampoco se puede probar o demostrar con certeza absoluta: tan sólo se puede compartir, poniendo en relación entre sí a las personas en ese fondo de la humanidad compartida del que todos participamos, lo que no es poco. Un fondo que de algún modo nos unifica, una unidad que nunca podremos alcanzar, pero en torno a la cual giran en todo momento los esfuerzos de aquellos que honestamente buscan el bien de las personas y de su estar en la realidad.