25 de julio de 2023

Senderos en la vida

Es común en la experiencia de cada cual que tenga que ir tomando sus decisiones, viviendo su vida, sobre un modo de ser, sobre un bagaje que ‘ya’ ha sido adquirido en virtud de una dotación biológica y de experiencias pasadas (educación, relaciones personales, vivencias de todo tipo), muchas de las cuales, seguramente la mayoría, no son resultado de decisiones adoptadas sino más bien sobrevenidas; bagaje del que no solemos ser muy conscientes, así como tampoco del efecto que ha dejado en nosotros. Según este esquema, desde una herencia adquirida que ha dejado su poso en nuestra personalidad, nos dirigimos a una vida que no sabemos muy bien hacia dónde dirigirla, ni cómo hacerlo, tratando de comprender lo que acontece a nuestro alrededor, e incluso a nosotros mismos en las vicisitudes que podamos vivir, tratando de establecer relaciones y de alcanzar proyectos lo más afines posibles a nuestro modo de ser, siempre orientadas hacia modos de sentirnos o de estar bien, buscando realizarnos tanto a nivel personal como profesional, todo lo cual constituye el centro de gravedad alrededor del cual vivimos.

Con frecuencia uno se percata de que no quiere continuar viviendo tal y como vive, que no quiere seguir representando los roles que le dijeron que debía asumir, que quiere ser fiel a sí mismo, aunque no sepa cómo cristalizar esta fidelidad a un sí-mismo que, en realidad, desconoce en buena medida. Es fácil que uno se vea obligado a vivir lo que otros le han dicho que ha de vivir cuando, en el fondo, quisiera dejar de vivir así. Observa que se encuentra dividido, que su fondo no se ajusta a su vida; o al revés: que su vida no se ajusta a su fondo, que aquello que siente, piensa y hace no queda enderezado con esa hondura originaria de la que brota su energía vital, ese fondo esencial que es su sí-mismo. Muchos no saben de la existencia de ese sí-mismo, faltándoles herramientas para acceder a él, y sobre todo para identificar qué es lo que quiere ese sí-mismo, hacia dónde pretende ese sí-mismo que enderece su vida para ser fiel a él.

Realizarse en la vida, florecer como algunos le llaman, pasa por aunar estas dos dimensiones, algo que si bien es una posibilidad antropológica universal, lo cierto es que muy pocos lo llevan a la práctica.

Seguramente por distintos motivos: bien porque no son capaces de identificar el problema, viviendo con ese desgarro esencial que se expresa mediante trastornos o desequilibrios psíquicos y somáticos de todo tipo, vidas agitadas, afectividades polarizadas, interpretaciones desajustadas de las cosas, etc.; bien porque, aunque barruntan algo, no son capaces de atender adecuadamente a ese centro esencial, concluyendo que han de seguir haciendo lo que siempre han hecho, porque no se puede hacer nada nuevo, diferente; bien porque les falta fuerzas, o luces, para poder dar el giro. Pero algunos sí que son capaces de hacerlo, creando nuevos senderos en sus vidas que nadie había diseñado por ellos ni para ellos; senderos que no destacan por ser anodinos o extravagantes sino por ser transitados desde la originalidad de una vida que se hace a sí misma. No son reaccionarios ni temerarios, pero tampoco gregarios: se adaptan a una sociedad a la que sobrevuelan, no para evadirse o para obviarla, tampoco para someterla, sino para hacerla crecer y avanzar desde la energía personal desplegada por una vida que se vive a sí misma, revirtiendo sobre dicha sociedad humanizándola.

Vidas que no saben de antemano hacia dónde han de ir, pero que se arriesgan a descubrirlo conforme van avanzando, conforme van viviendo. Vidas que abren nuevos mundos, nuevos horizontes todavía por desbrozar, hacia los que se dirigen con la confianza de que hay mucho más allá de lo que se ve, que hay mucha más vida detrás de las engañosas seguridades de una existencia reducida, modo de vida rutinario al que si bien no menosprecian en absoluto, sí que son capaces de atisbar su insuficiencia. Personas capaces de sentirse y de saberse viviendo, con toda la hondura que ello supone.

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