28 de enero de 2025

La percepción sentimental

Hemos estado hablando de cómo en toda percepción sensible hay también, por un lado, un interés práctico y, por el otro, una dimensión anímica, que enderezan nuestra atención hacia ciertos elementos de lo percibido, descuidando el resto. Démonos cuenta de que todos estos elementos pertenecen también a la percepción: no sólo lo sensible, que va de suyo, sino también lo interesado y lo anímico. Se puede decir que la percepción se trasciende a sí misma, va más allá de su dimensión meramente sensible para llevarnos a un mundo de significados anímicos concomitante con un mundo de intereses prácticos, algo que no le pertenece de modo directo, pero sí oblicuo, y cuya presencia y origen pasa con frecuencia desapercibido.

Desapercibido y oblicuo, todo ello se da de hecho en nuestras percepciones cotidianas, tan familiarmente que no caemos en ello. Pero el análisis fáctico de la percepción así nos lo hace ver: la información sensible aparece entretejida con la anímica y la práctica cuando aquélla se le hace presente a un observador; dimensiones que no se extraen de un análisis realizado a posterori, ni pertenecen a una segunda percepción, sino que la constituyen desde el momento en que se da. Tanto es así que sólo cayendo en la cuenta podemos desplazar lo práctico y lo anímico para intentar emprender o comprender el percibir ‘objetivo’. Pero, hasta ese momento, esos contenidos son tan actuales como los sensibles. El percibir primario no es aséptico, de modo que luego se añade lo anímico y lo práctico; todo lo contrario: el percibir primario es intencional, vital, generándonos violencia desprendernos de estos elementos para hacernos eco de lo objetivo de la percepción. Hay muchos ejemplos de ello: la ternura de la mirada del protagonista del cuadro, la delicadeza del velo que cubre el rostro de la mujer esculpida, la firmeza de ese sonido casi desapercibido que sostiene la melodía...

Y es en torno a estos contenidos anímicos que se agrupa de modo predominante el resto de la composición, llenándose todo lo externo con ese interior, un interior que, si bien no se percibe explícitamente, lo cierto es que guía y organiza la percepción. Percibimos traspasando lo percibido, elevándolo, algo que hacemos de modo acostumbrado, tan acostumbradamente que su familiaridad nos dificulta atender a tan prodigioso fenómeno; proceso opuesto al que sigue el artista, con su talento para propiciar tales percepciones en su obra.

Pues bien, lo mismo cabe decir de los componentes sentimentales en la percepción, que se dan sobre todo cuando nos relacionamos con las personas. Este coloreado sentimental podría entenderse como una parte del percibir anímico, como aquella parte suya que tiene que ver en concreto con el modo humano de comprender nuestra afectividad. Podemos, efectivamente, ‘ver’ la determinación oculta de un hombre, así como ‘gustar’ la acidez de su carácter. Es algo que hacemos de continuo: ¿acaso no descansa en ello el secreto de las ‘primeras impresiones’? De hecho, tan familiar nos es dicho fenómeno que no dudamos en extrapolarlo a los entes y sucesos de la naturaleza con facilidad. Ya no sólo percibimos anímicamente las cosas, sino emocionalmente; así, vemos la alegría de una persona al ver la expresión de su rostro del mismo modo que vemos la alegría de un paisaje primaveral al amanecer, o el helor del sonido del viento entre los edificios urbanos. Lo alegre y lo amenazador se percibe en un paisaje tan objetivamente como el verdor del paisaje o el silbido del viento. Y, análogamente, sólo se pueden separar estas dimensiones tras un análisis posterior, no en el seno de la misma percepción en su ejecución.

Y este es el asunto: que las cosas del mundo se nos aparecen de modo inmediato en la percepción con elementos sentimentales; y se nos dan ‘a una’ con los objetivos, no como unos agregados que añade el espectador, de modo análogo a como ocurría con los intereses y los contenidos anímicos. Vinculamos experiencias personales con el modo en que las cosas se nos hacen presentes en su percepción, vinculaciones que no son meramente arbitrarias, sino que muy bien pueden tener una base objetiva: peligros, amenazas, alegría, serenidad, etc.; si las descubrimos en determinados objetos es porque esas experiencias ya forman parte de nuestro haber, que seguramente revivimos de algún modo al encontrarnos con esos objetos. Asociamos las manifestaciones de la naturaleza con distintos estados de ánimo, estados de ánimo que incluso se expresan mejor cuando los referimos a dichas manifestaciones. Emerson lo expresa bellamente en el ensayo Naturaleza: «Un hombre enfurecido es un león; un hombre astuto, un zorro; un hombre firme, una roca; un hombre sabio, una antorcha. Un cordero es la inocencia, una serpiente es la sibilina maldad, las flores nos sugieren delicados afectos». No, no percibimos asépticamente las cosas, sino que las percibimos referidas a nosotros, a nuestra experiencia. Las cosas están abiertas a nosotros, del mismo modo que nosotros estamos abiertos a ellas.

21 de enero de 2025

La salud afectiva

Alicia llegó esa mañana contrariada al trabajo. Sus compañeros se dieron cuenta enseguida. El caso es que le había tocado en suerte un viaje, cuando a ella le daba pánico subir a un avión. Cada vez que pensaba en la posibilidad de aceptar el premio, la ansiedad y la angustia hacían presa en ella. Finalmente, decidió desestimarlo: no valía la pena, en casa se estaba muy bien.
 
Creo que cualquiera de nosotros se puede sentir identificado con Alicia, trasladando su caso a otros distintos que podamos vivir en nuestras vidas. En este sencillo ejemplo se nos muestra hasta qué punto nuestras emociones guían no sólo nuestras acciones sino también nuestra comprensión de la realidad. Un mismo hecho —un viaje a Estocolmo— puede ser interpretado bien como una ocasión para disfrutar de unos días de vacaciones con alguien querido, bien como una situación de grave riesgo que es preferible evitar a toda costa. Alicia apenas se planteó en firme la posibilidad de disfrutar del viaje y descansar unos días: sólo vio el riesgo inherente a ello. La opción de aceptar la invitación era inviable. Su angustia le impidió aceptar ese viaje, y le llevó a dejar pasar esa oportunidad para disfrutar unos días. Como digo, creo que a poco que lo pensemos, podemos identificar en nosotros distintas situaciones en las que nuestras emociones son las que enderezan ‘a pesar nuestro’ nuestra conducta: a la hora de hablar en público, cuando tal persona nos saca de los nervios, no poder parar de trabajar hasta entregar tal trabajo. Si bien esto no es necesariamente algo negativo, sí que puede serlo cuando nos impide hacer algo que nos gustaría hacer. Y el caso es que solemos tener asumidas estas ‘neuras’, estas ‘paranoias’ que, si bien no nos impiden realizar una vida ‘normal’, sí que suponen cierta limitación.

En mi opinión, ello tiene que ver con una visión reducida de lo que es la salud. Cuando hablamos de salud, solemos entenderla sobre todo en términos de nuestro cuerpo: estar libres de enfermedades, de dolencias, de disfunciones de cualquiera de los sistemas de nuestro organismo, etc. Una persona sana sería aquella que, según las posibilidades de su edad o de su cuerpo en concreto, puede llevar una vida razonablemente buena, etc. En este sentido, cuando notamos que algo no marcha bien en nuestro cuerpo, no dudamos en asistir al médico para que nos ayude a superarlo. Por suerte o por desgracia, no solemos hacer lo mismo con nuestra salud psíquica y afectiva: difícilmente queremos vivir con un dolor físico que nos acompañe día tras día, pero no dudamos en vivir con un dolor psicoafectivo, el cual también nos acompaña día tras día.

En lugar de sanarlo, nos acostumbramos a vivir con ello, a convivir con nuestros monstruos, tratando de obviar, disimular u ocultar el dolor que nos infringe, bien mediante rebusques, bien mediante conductas disfuncionales que alteran nuestra armonía psíquica, y que suelen afectar negativamente a los demás (y a uno mismo). Lo asumimos como formando parte de nuestro carácter, o incluso como que es algo genético, contra lo que no vale la pena enfrentarse. Cuando, si en vez de asumir que forma parte de nosotros, si en lugar de aceptarlas porque ‘somos así’ lo sanáramos, seguramente viviríamos más en paz, más armónicamente, todo lo cual revertiría beneficiosamente en nosotros y en los demás. Ello pasa por ir adquiriendo una sensibilidad creciente, en virtud de la cual poder identificar en nosotros ciertos procesos hasta entonces asumidos advertida o inadvertidamente; y de sentirnos capaces de poder mejorarlos. Algo costoso y complicado, porque no hemos sido educados para ello. Como decía Nietzsche en La genealogía de la mora, «nosotros, los que conocemos, somos desconocidos para nosotros, nosotros mismos somos desconocidos para nosotros mismos; esto tiene un buen fundamento: no nos hemos buscado nunca».

No hace falta irnos ni a situaciones extremas, ni a patologías clínicas graves. Tanto nuestras decisiones como nuestras acciones habituales están fuertemente condicionadas por nuestra estructura emocional. Cada uno de nosotros posee una estructura afectiva determinada, la que sea, y tanto nuestra comprensión de la realidad como nuestro hacer cotidiano están influenciados por ella. Es complejo identificar cuál es en nosotros dicha estructura afectiva, lo que pasa —a mi modo de ver— por conocer su génesis. ¿Dónde cabe situar su origen? Pues en nuestra experiencia biográfica sobre todo temprana, en el seno de la cual se van configurando fisiológicamente las estructuras encefálicas correspondientes, proceso que Rof Carballo articuló en torno a su interesante concepto de urdimbre afectiva, íntimamente vinculado con los procesos no conscientes que están presentes en toda relación interpersonal, también en la educativa.

14 de enero de 2025

De la barca y el río, al interferómetro

Ya vimos hace un tiempo cuál era el esquema que tenía en mente Michelson, de modo que la situación de la barca con el río se podía extrapolar a la de la Tierra con el éter. Su cosmovisión era la misma que la de Maxwell, es decir, el éter conformaba ese medio total y estático en cuyo seno todo existía, también la Tierra. Por este motivo, al desplazarse la Tierra, podríamos ‘experimentar’ de alguna manera, tal y como ocurre con el aire cuando viajamos en coche, el viento del éter, el cual nos puede dar bien en la cara, bien en la espalda, en virtud del movimiento de nuestro planeta en referencia a él. Claro, para comprobar esto no se podía hacer como Fizeau, poner dos tubos en cada uno de los cuales un fluido (en este caso el éter) circulara en sentidos opuestos, por lo que tuvieron que idear otro modo, tratando de ingeniárselas para medir el tiempo de un viaje de ida y vuelta de la luz en dos direcciones diferentes. Habló con Graham Bell (flamante inventor del teléfono) para que le ayudara con la financiación para fabricar un ingenioso artilugio que había ideado: el interferómetro, gracias al cual se podría medir la velocidad de la luz con gran precisión. El interferómetro se basaba en el fenómeno de que cuando dos ondas se cruzan entre sí, forman patrones concretos bien definidos, pudiendo distinguir haces de luz acoplados perfectamente o con diferencias de hasta unos pocos nanómetros entre ellas.

El experimento consistió, pues, en dividir un haz de luz en dos partes, cada uno de los cuales debía llevar una trayectoria, para luego volverlos a unir y, analizando los patrones resultantes, extraer la información pertinente sobre las distancias recorridas por cada uno de los haces luminosos, así como sobre sus velocidades respectivas.

En colaboración con Morley, se embarcaron en dos o tres años de laboriosa investigación. Su idea fue que los dos haces en que dividieron el rayo de luz viajasen en ángulo recto: uno alineado con el éter, y el otro ortogonalmente a él. Como hemos visto anteriormente, sería el caso de la barca que se desplaza la misma distancia, pero en un caso longitudinalmente y en el otro transversalmente: es decir, siguiendo el curso del río y de margen a margen respectivamente, a lo largo y a lo ancho. La distancia es la misma, pero como en cada caso se enfrenta a la corriente de modo diferente, por lo que los tiempos empleados serán diferentes, calculándose que el primero (el trayecto longitudinal) será más rápido, le cuesta menos tiempo que el segundo (el trayecto transversal). Cómo es fácil pensar, el caso de la barca y el río podía ser extrapolado a la situación de la Tierra desplazándose respecto al éter, de modo que las condiciones de contorno de los dos haces de luz se corresponderían con los dos trayectos de la barca debiendo tardar menos el que viaja longitudinalmente que el que hace lo propio ortogonalmente. Si los dos haces viajaban a velocidades distintas, que era la hipótesis de partida, debería aparecer un patrón de interferencia, similar al que en su día mostró Young, que era a lo que Michelson y Morley trataban de llegar. Dice Gamow: «Si no hubiera viento de éter los dos rayos coincidirían en fase y producirían el máximo de iluminación en el campo del telescopio. Si, en cambio, soplase el viento del éter, por ejemplo, de derecha a izquierda, el rayo que se propagaba transversalmente al viento quedaría retrasado menos que el que se propagaba contra el viento y habría al menos una parcial interferencia destructiva».

El famoso experimento se llevó a cabo en 1887, trabajo por el cual Michelson recibiría el Nobel de física en 1907. Cuál fue su sorpresa cuando se dieron cuenta de que los resultados no eran los esperados, sino que ¡los dos haces se comportaban exactamente igual! Algo que entraba en clara contradicción con el caso de la barca y el río. Repitieron el experimento por activa y por pasiva, realizando todo tipo de combinaciones distintas, incluso en lo alto de una montaña, por si allí el ‘viento del éter’ se hacía notar más; y siempre daba el mismo resultado: los haces de luces se comportaban exactamente igual. Algo que, en la época, era contraintuitivo… ¡a todas luces! La gravedad del descubrimiento era evidente ya que, por primera vez en la historia de la ciencia moderna, había una contradicción al aplicar las leyes de Newton a la naturaleza.


7 de enero de 2025

Esa pretendida objetividad de las cosas

Es experiencia común percibir las cosas con ciertas propiedades o caracteres estables, lo cual se traduce en nuestra percepción en ciertas ‘constantes perceptivas’, tal y como las define Merleau-Ponty. Ahora bien, aquí hay que distinguir dos aspectos: uno, que efectivamente las cosas presenten una estabilidad en virtud de las cuales las percibimos así, como ‘estas’ cosas y no estas ‘otras’; y dos, que para nada es evidente que, de aquí, podamos dar con cómo sean las cosas ‘objetivamente’, en una objetividad suya ajena a nuestras percepciones, o como resultado de todas ellas. A poco que lo pensemos, nos damos cuenta de que, efectivamente, solemos distinguir en nuestra percepción de los objetos aquello que entendemos que les pertenece a ellos mismos, de lo que pensamos que son noticias accidentales de las percepciones que hemos hecho de él, y que no le afectan en cuanto tal. Lo que no está tan claro es qué sea accidental y qué le pertenezca objetivamente: ¿dónde está la frontera?, ¿a partir de qué estimamos que tal forma o tal magnitud son, efectivamente, una forma o una magnitud que le pertenecen objetivamente a ese objeto?, pregunta interesantísima que nos lanza el pensador francés.

Pensemos en la percepción de una figura geométrica, un cuadrado. Solemos definirlo en virtud de cómo se presenta en un plano frontal a nuestra visión, y a una distancia media (ni muy lejana, pues iría empequeñeciéndose hasta convertirse en un punto minúsculo, ni muy cercana, pues nuestra mirada quedaría empastada en el plano que lo alberga confundiéndose en él). Así, podemos distinguir a un cuadrado de un rombo, por ejemplo, el cual queda definido en las mismas condiciones: mirada frontal y a una distancia media. Estas condiciones de percepción se definen en virtud de nuestra posición respecto a tales figuras, adoptándolas como punto de referencia, con relación a las cuales identificamos las ‘apariencias fugitivas que no se corresponden con lo que ellas son’: es así como construimos la pretendida objetividad de las cosas.

Pero el caso es que estas percepciones así definidas no son más verdaderas que tantas otras que podamos tener. Es más, muy raramente percibimos en la naturaleza cuadrados frontalmente, sino que las más de las veces los solemos percibir oblicuamente, en forma precisamente de rombos. ¿Cómo sabemos que eso que vemos con forma de rombo, es un cuadrado y no un rombo? O al revés: ¿cómo sabemos que un rombo percibido oblicuamente, apareciéndosenos como un cuadrado, es efectivamente un rombo y no un cuadrado? Sólo podemos distinguirlo si tenemos en cuanta nuestra orientación, la posición de nuestro cuerpo, a partir de la cual hacemos una reconstrucción psicológica de lo percibido, tratando de comprobar si es efectivamente un cuadrado o no, si es efectivamente un rombo o no. Y aquí está el meollo: como muy agudamente ve Merleau-Ponty, «esta reconstrucción psicológica de la magnitud o de la forma objetiva, ya concede aquello que debería explicar: una gama de magnitudes y formas determinadas, entre las cuales bastaría escoger una, que sería la magnitud o forma real».

Esta idea es genial. Definir el cuadrado tal y como lo definimos no es más que una opción entre otras, y ‘decidimos’ que su objetividad resulta de tal definición. Lo que nos abre a dos problemas: el primero es averiguar si, efectivamente, ‘esta opción’ que escojo entre todas las demás es la que nos asegura la forma ‘objetiva’ de eso que estoy percibiendo, es la que nos define las propiedades estables de la cosa en cuestión; el segundo, quizá más grave, es tratar de comprender cómo, ante la infinidad de percepciones que tengo de un objeto, en constante dinamismo, se me puede dar en el flujo de mis experiencias ‘el’ modo de ser de la cosa, su modo de ser ‘objetivo’.

Quizá esa pretendida objetividad de las cosas no sea tal, cuando menos en su definición perceptiva, lo que no quiere decir en absoluto que las cosas no sean estables en su modo de ser, en el seno de determinadas escalas temporales. Ello quiere decir que las magnitudes y formas percibidas nunca son de modo absoluto ‘las’ magnitudes y formas del objeto, sino que son modos de denominar las relaciones perceptivas que, entre el sujeto y el objeto, se dan en el campo fenomenal. «La constancia de la magnitud o de la forma real a través de las variaciones de perspectiva, no sería más que la constancia de las elaciones entre el fenómeno y las condiciones de su presentación». Cómo sea la realidad no se puede saber como resultado de una perspectiva privilegiada, sobre la cual aparecerían todas las demás, sino que es el armazón de relaciones a las que todas las perspectivas satisfacen.

Toda perspectiva no es sino el precipitado de un objeto que se me presenta y una percepción realizada desde una posición de mi cuerpo. Tan cuadrado es un rombo percibido oblicuamente, como es romboide un cuadrado percibido de la misma manera. Si decimos que es aparente o no, lo hacemos en virtud de cómo esté situado nuestro cuerpo en la percepción, y cómo ‘debería estar’ si quisiéramos tener de esos objetos ‘la’ perspectiva ‘objetiva’. En este caso, esa perspectiva aparente ya no se sufre, sino que se comprende. Pero estas formas ya no son ‘objetivas’ como tales, sino ‘escogidas’, escogidas arbitrariamente por la correspondiente situación de mi cuerpo ante el fenómeno. Toda orientación de mi cuerpo presenta una apariencia concreta del mismo objeto, así como de los objetos próximos; en todas estas apariencias la cosa no deja de ser lo que es, con sus propiedades estables, y se nos presenta como tal porque todas las percepciones que de ella tenemos arrojan unas magnitudes y unas formas que caben en las relaciones que definen al objeto como tal, así como en las que mantiene con su entorno. Es en su estabilidad propia en lo que se funda la equivalencia de todas sus perspectivas, así como la identidad de su ser. Una estabilidad que se adivina como el fondo de sus figuras, pero como una presencia no sensorial, sino metasensorial.

1 de enero de 2025

El significado lógico no siempre coincide con el lingüístico

Hay un asunto que me parece pertinente destacar, como es que los lenguajes lógicos, tan queridos por los autores que tienden a esta tendencia formalizadora o axiomatizadora, o logificadora, también tienen sus limitaciones, de las que hay que saber hacerse eco para no dar pasos en falso.
  
Sabido es que tanto en ámbitos matemáticos, como también lingüísticos, ha sido común, sobre todo desde finales del siglo XIX hasta las primeras décadas del XX, tratar de enmarcar las respectivas proposiciones matemáticas o lingüísticas en un marco formal, con la finalidad de darles un mayor rigor. Pero, como decía en este post, lo cierto es que, a pesar de todas las bondades que tenga la axiomatización de un sistema, que las tiene, no todo son ventajas, dado que es fácil que surjan problemas que haga que las cosas no sean tan bonitas como se presumía. Estos problemas tienen que ver con el hecho de que no siempre es fácil establecer un correlato entre ambos sistemas, es decir, entre el sistema lógico y el lingüístico (o el matemático). Pero también con el hecho de que, incluso en el seno del propio sistema axiomatizado, el significado de sus teoremas puede muy bien dar lugar a inconsistencias. Vaya por delante que estos posts (dos o tres) en los que voy a hablar de esto son un poco complejos, pero para quien esté familiarizado con estos asuntos, o tenga inquietud por ellos, pueden ser interesantes (a mi modo de ver, claro).

Para hacernos eco de ello, partamos de un sistema lógico que nos puede ser más familiar a todos, como es el de la lógica clásica. Seguramente sea la lógica que nos venga a la cabeza de modo más espontáneo, y la que nos sea más asequible. Es aquella en la que se dan silogismos del tipo ‘Todos los hombres andan’, ‘Sócrates es un hombre’, luego ‘Sócrates anda’. En ella, como en cualquier otra lógica, hay que distinguir dos planos: el suyo propio (el de su sintaxis como tal) y el de su uso en tanto que formalizadora de otro lenguaje (ya sea matemático, o cualquier idioma hablado, etc.). Y, como decía, tanto en un plano como en el otro, se pueden dar problemas. Quizá sean más llamativos los segundos, en el sentido de que, si bien se utiliza la lógica para logificar un lenguaje (menos logificado, se entiende), el caso es que su relación con éste es compleja, todo lo que tiene que ver con el problema de su semántica. Como dice Raguní, los teoremas lógicamente impecables pueden llevar aparejados problemas semánticos, afirmación que me parece interesantísima. Este análisis nos llevará al primero de los dos problemas que comentaba, lo que nos llevará a su vez para comprender mejor el importante problema de la consistencia lógica.

Empecemos —pues— por el segundo. Trataré de hacer ver que, en ocasiones, es complicado mantener las significaciones del lenguaje habitual en el seno del lenguaje lógico, lo que nos puede llevar a ciertas confusiones. Para explicarlo, vamos a apoyarnos en una sencilla expresión formal que creo que todos conocemos, y en dos proposiciones cualesquiera. La expresión lógica es ‘p→q’; es decir, ‘si p entonces q’, o ‘p implica q’, la cual establece una conexión causal entre las dos proposiciones, de modo que si se ha cumplido la segunda es gracias, en principio, a que la primera también se ha cumplido. Las dos proposiciones pueden ser ‘hay gatos’ (A) y ‘no hay ratones’ (B), que las combinamos así en C: ‘Si hay gatos (A), no hay ratones (B)’. De esta manera, se entiende que cuando no haya ratones ello será gracias a la presencia de gatos, estrategia empleada antiguamente, por ejemplo, para guardar los libros en los monasterios medievales.

Vamos a analizar qué ocurre con la proposición C. ¿Cuándo será verdadera la proposición C? Para ello estableceremos su tabla de verdad desde el sentido común (y acto seguido la compararemos con la establecida desde la lógica). La tabla de verdad de un operador lógico no es otra cosa que averiguar su verdad o falsedad en función de la verdad o falsedad de las premisas mentadas. Imaginemos que somos el bibliotecario del monasterio, y vemos un día ratones comiéndose las hojas de los libros; se nos ocurre traer a algunos gatos, y los ratones desaparecen. Parece razonable pensar que han sido los gatos los responsables de la desaparición de los ratones; igual podrían haber desaparecido por cualquier otro motivo, como una enfermedad, pero daremos por bueno que ha sido por los gatos. En este caso, es verdad que hay gatos, y también es verdad que no hay ratones, lo que nos lleva a afirmar que la proposición ‘si hay gatos, no hay ratones’ es también verdadera.

A

B

A→B (desde el sentido común)

V

V

V

También podría ocurrir que, tras traer los gatos, siguiera habiendo ratones. Entonces, sería verdad que hay gatos, pero no lo sería que no hay ratones, pues sí que los hay. Esto nos lleva a que la proposición ‘si hay gatos, no hay ratones’ no se cumple, es falsa. En lógica clásica, esta posibilidad se conoce como el caso de la promesa rota, pues nuestras expectativas se han truncado. 

A

B

A→B (desde el sentido común)

V

V

V

V

F

F

Para completar la tabla, habría que ver los dos casos en que la primera premisa es falsa, es decir, que no hay gatos. Si no hay gatos, con los ratones caben las dos posibilidades: que no haya (con lo que es verdadera) o que sí que haya (con lo que es falsa). ¿Qué ocurre entonces con C? Si lo pensamos, esto para nosotros no tiene mucho sentido. Si es falso que hay gatos, es decir, si no los hay porque no los hemos traído, no tiene sentido plantearnos la verdad o la falsedad de C, porque que no haya ratones o que sí que los haya, es algo que poco tiene que ver con los gatos, ya que no hay. La proposición C, pues, no sería ni verdadera ni falsa, a mi modo de ver. La tabla de verdad quedaría entonces así: 

A

B

A→B (desde el sentido común)

V

V

V

V

F

F

F

V

¿?

F

F

¿?

El problema viene cuando traemos a colación la tabla de verdad que, desde la lógica, se le da a este operador, que es la siguiente: 

A

B

A→B (desde la lógica)

V

V

V

V

F

F

F

V

V

F

F

V

Nos damos cuenta de que, en los dos casos en que la primera proposición es falsa, C es en ambos casos verdadera. Es decir, independientemente de que no haya o sí que haya ratones, si no hay gatos C siempre es verdadera. ¿Por qué? Desde una perspectiva lógica, que ya no es la del sentido común, en estas dos posibilidades C siempre es verdadera porque, en definitiva, nos da igual lo que ocurra con B, dado que A nunca se va a cumplir. Como la condición no se cumple (pues es falsa), el valor de verdad de la implicación siempre es verdadera, pues al no existir condición inicial, no puede no cumplirse.

Esto último es algo que desde el sentido común nos cuesta asumir. Seguramente pensemos que, no habiendo gatos, no tiene sentido afirmar como verdadera la proposición C; es decir: si A es falsa, semánticamente las dos últimas posibilidades no tienen ningún sentido, pues si no hay gatos, ¿qué finalidad tiene el enunciarla? Si no hay gatos, la presencia o no de ratones podrá ser real, pero no nos dice nada de su vínculo con la presencia de los gatos, que es lo que nos interesa. ¿Qué sentido tiene asignarles un valor de verdad a estos dos casos? Como dice Raguní en Confines lógicos de la matemática, «asignar necesariamente un valor de verdad a los dos casos restantes [estos dos últimos casos] es, por lo tanto, indudablemente forzado, pero es lo que se debe hacer en Lógica clásica por su misma definición». Como se ve, aquí hay una situación en la que lo lógico no acompaña a lo semántico, o viceversa. El caso es que, leído a la luz de su significado habitual, esto pueda dar lugar a confusión, pues nos cuesta comprender que las dos últimas posibilidades sean verdaderas.

En el siguiente post de esta serie veremos distintas posibilidades para tratar de encajar la tabla de verdad lógica a la del sentido común, dando lugar a ciertas paradojas. Todo lo cual nos llevará a la consideración del problema de la inconsistencia de un sistema lógico.