14 de enero de 2025

De la barca y el río, al interferómetro

Ya vimos hace un tiempo cuál era el esquema que tenía en mente Michelson, de modo que la situación de la barca con el río se podía extrapolar a la de la Tierra con el éter. Su cosmovisión era la misma que la de Maxwell, es decir, el éter conformaba ese medio total y estático en cuyo seno todo existía, también la Tierra. Por este motivo, al desplazarse la Tierra, podríamos ‘experimentar’ de alguna manera, tal y como ocurre con el aire cuando viajamos en coche, el viento del éter, el cual nos puede dar bien en la cara, bien en la espalda, en virtud del movimiento de nuestro planeta en referencia a él. Claro, para comprobar esto no se podía hacer como Fizeau, poner dos tubos en cada uno de los cuales un fluido (en este caso el éter) circulara en sentidos opuestos, por lo que tuvieron que idear otro modo, tratando de ingeniárselas para medir el tiempo de un viaje de ida y vuelta de la luz en dos direcciones diferentes. Habló con Graham Bell (flamante inventor del teléfono) para que le ayudara con la financiación para fabricar un ingenioso artilugio que había ideado: el interferómetro, gracias al cual se podría medir la velocidad de la luz con gran precisión. El interferómetro se basaba en el fenómeno de que cuando dos ondas se cruzan entre sí, forman patrones concretos bien definidos, pudiendo distinguir haces de luz acoplados perfectamente o con diferencias de hasta unos pocos nanómetros entre ellas.

El experimento consistió, pues, en dividir un haz de luz en dos partes, cada uno de los cuales debía llevar una trayectoria, para luego volverlos a unir y, analizando los patrones resultantes, extraer la información pertinente sobre las distancias recorridas por cada uno de los haces luminosos, así como sobre sus velocidades respectivas.

En colaboración con Morley, se embarcaron en dos o tres años de laboriosa investigación. Su idea fue que los dos haces en que dividieron el rayo de luz viajasen en ángulo recto: uno alineado con el éter, y el otro ortogonalmente a él. Como hemos visto anteriormente, sería el caso de la barca que se desplaza la misma distancia, pero en un caso longitudinalmente y en el otro transversalmente: es decir, siguiendo el curso del río y de margen a margen respectivamente, a lo largo y a lo ancho. La distancia es la misma, pero como en cada caso se enfrenta a la corriente de modo diferente, por lo que los tiempos empleados serán diferentes, calculándose que el primero (el trayecto longitudinal) será más rápido, le cuesta menos tiempo que el segundo (el trayecto transversal). Cómo es fácil pensar, el caso de la barca y el río podía ser extrapolado a la situación de la Tierra desplazándose respecto al éter, de modo que las condiciones de contorno de los dos haces de luz se corresponderían con los dos trayectos de la barca debiendo tardar menos el que viaja longitudinalmente que el que hace lo propio ortogonalmente. Si los dos haces viajaban a velocidades distintas, que era la hipótesis de partida, debería aparecer un patrón de interferencia, similar al que en su día mostró Young, que era a lo que Michelson y Morley trataban de llegar. Dice Gamow: «Si no hubiera viento de éter los dos rayos coincidirían en fase y producirían el máximo de iluminación en el campo del telescopio. Si, en cambio, soplase el viento del éter, por ejemplo, de derecha a izquierda, el rayo que se propagaba transversalmente al viento quedaría retrasado menos que el que se propagaba contra el viento y habría al menos una parcial interferencia destructiva».

El famoso experimento se llevó a cabo en 1887, trabajo por el cual Michelson recibiría el Nobel de física en 1907. Cuál fue su sorpresa cuando se dieron cuenta de que los resultados no eran los esperados, sino que ¡los dos haces se comportaban exactamente igual! Algo que entraba en clara contradicción con el caso de la barca y el río. Repitieron el experimento por activa y por pasiva, realizando todo tipo de combinaciones distintas, incluso en lo alto de una montaña, por si allí el ‘viento del éter’ se hacía notar más; y siempre daba el mismo resultado: los haces de luces se comportaban exactamente igual. Algo que, en la época, era contraintuitivo… ¡a todas luces! La gravedad del descubrimiento era evidente ya que, por primera vez en la historia de la ciencia moderna, había una contradicción al aplicar las leyes de Newton a la naturaleza.


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