Es experiencia común percibir las cosas con ciertas propiedades o caracteres estables, lo cual se traduce en nuestra percepción en ciertas ‘constantes perceptivas’, tal y como las define Merleau-Ponty. Ahora bien, aquí hay que distinguir dos aspectos: uno, que efectivamente las cosas presenten una estabilidad en virtud de las cuales las percibimos así, como ‘estas’ cosas y no estas ‘otras’; y dos, que para nada es evidente que, de aquí, podamos dar con cómo sean las cosas ‘objetivamente’, en una objetividad suya ajena a nuestras percepciones, o como resultado de todas ellas. A poco que lo pensemos, nos damos cuenta de que, efectivamente, solemos distinguir en nuestra percepción de los objetos aquello que entendemos que les pertenece a ellos mismos, de lo que pensamos que son noticias accidentales de las percepciones que hemos hecho de él, y que no le afectan en cuanto tal. Lo que no está tan claro es qué sea accidental y qué le pertenezca objetivamente: ¿dónde está la frontera?, ¿a partir de qué estimamos que tal forma o tal magnitud son, efectivamente, una forma o una magnitud que le pertenecen objetivamente a ese objeto?, pregunta interesantísima que nos lanza el pensador francés.
Pensemos en la percepción de una figura geométrica, un cuadrado. Solemos definirlo en virtud de cómo se presenta en un plano frontal a nuestra visión, y a una distancia media (ni muy lejana, pues iría empequeñeciéndose hasta convertirse en un punto minúsculo, ni muy cercana, pues nuestra mirada quedaría empastada en el plano que lo alberga confundiéndose en él). Así, podemos distinguir a un cuadrado de un rombo, por ejemplo, el cual queda definido en las mismas condiciones: mirada frontal y a una distancia media. Estas condiciones de percepción se definen en virtud de nuestra posición respecto a tales figuras, adoptándolas como punto de referencia, con relación a las cuales identificamos las ‘apariencias fugitivas que no se corresponden con lo que ellas son’: es así como construimos la pretendida objetividad de las cosas.
Pero el caso es que estas percepciones así definidas no son más verdaderas que tantas otras que podamos tener. Es más, muy raramente percibimos en la naturaleza cuadrados frontalmente, sino que las más de las veces los solemos percibir oblicuamente, en forma precisamente de rombos. ¿Cómo sabemos que eso que vemos con forma de rombo, es un cuadrado y no un rombo? O al revés: ¿cómo sabemos que un rombo percibido oblicuamente, apareciéndosenos como un cuadrado, es efectivamente un rombo y no un cuadrado? Sólo podemos distinguirlo si tenemos en cuanta nuestra orientación, la posición de nuestro cuerpo, a partir de la cual hacemos una reconstrucción psicológica de lo percibido, tratando de comprobar si es efectivamente un cuadrado o no, si es efectivamente un rombo o no. Y aquí está el meollo: como muy agudamente ve Merleau-Ponty, «esta reconstrucción psicológica de la magnitud o de la forma objetiva, ya concede aquello que debería explicar: una gama de magnitudes y formas determinadas, entre las cuales bastaría escoger una, que sería la magnitud o forma real».
Esta idea es genial. Definir el cuadrado tal y como lo definimos no es más que una opción entre otras, y ‘decidimos’ que su objetividad resulta de tal definición. Lo que nos abre a dos problemas: el primero es averiguar si, efectivamente, ‘esta opción’ que escojo entre todas las demás es la que nos asegura la forma ‘objetiva’ de eso que estoy percibiendo, es la que nos define las propiedades estables de la cosa en cuestión; el segundo, quizá más grave, es tratar de comprender cómo, ante la infinidad de percepciones que tengo de un objeto, en constante dinamismo, se me puede dar en el flujo de mis experiencias ‘el’ modo de ser de la cosa, su modo de ser ‘objetivo’.
Quizá esa pretendida objetividad de las cosas no sea tal, cuando menos en su definición perceptiva, lo que no quiere decir en absoluto que las cosas no sean estables en su modo de ser, en el seno de determinadas escalas temporales. Ello quiere decir que las magnitudes y formas percibidas nunca son de modo absoluto ‘las’ magnitudes y formas del objeto, sino que son modos de denominar las relaciones perceptivas que, entre el sujeto y el objeto, se dan en el campo fenomenal. «La constancia de la magnitud o de la forma real a través de las variaciones de perspectiva, no sería más que la constancia de las elaciones entre el fenómeno y las condiciones de su presentación». Cómo sea la realidad no se puede saber como resultado de una perspectiva privilegiada, sobre la cual aparecerían todas las demás, sino que es el armazón de relaciones a las que todas las perspectivas satisfacen.
Toda perspectiva no es sino el precipitado de un objeto que se me presenta y una percepción realizada desde una posición de mi cuerpo. Tan cuadrado es un rombo percibido oblicuamente, como es romboide un cuadrado percibido de la misma manera. Si decimos que es aparente o no, lo hacemos en virtud de cómo esté situado nuestro cuerpo en la percepción, y cómo ‘debería estar’ si quisiéramos tener de esos objetos ‘la’ perspectiva ‘objetiva’. En este caso, esa perspectiva aparente ya no se sufre, sino que se comprende. Pero estas formas ya no son ‘objetivas’ como tales, sino ‘escogidas’, escogidas arbitrariamente por la correspondiente situación de mi cuerpo ante el fenómeno. Toda orientación de mi cuerpo presenta una apariencia concreta del mismo objeto, así como de los objetos próximos; en todas estas apariencias la cosa no deja de ser lo que es, con sus propiedades estables, y se nos presenta como tal porque todas las percepciones que de ella tenemos arrojan unas magnitudes y unas formas que caben en las relaciones que definen al objeto como tal, así como en las que mantiene con su entorno. Es en su estabilidad propia en lo que se funda la equivalencia de todas sus perspectivas, así como la identidad de su ser. Una estabilidad que se adivina como el fondo de sus figuras, pero como una presencia no sensorial, sino metasensorial.
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