Alicia llegó esa mañana contrariada al trabajo. Sus compañeros se dieron cuenta enseguida. El caso es que le había tocado en suerte un viaje, cuando a ella le daba pánico subir a un avión. Cada vez que pensaba en la posibilidad de aceptar el premio, la ansiedad y la angustia hacían presa en ella. Finalmente, decidió desestimarlo: no valía la pena, en casa se estaba muy bien.
Creo que cualquiera de nosotros se puede sentir identificado con Alicia, trasladando su caso a otros distintos que podamos vivir en nuestras vidas. En este sencillo ejemplo se nos muestra hasta qué punto nuestras emociones guían no sólo nuestras acciones sino también nuestra comprensión de la realidad. Un mismo hecho —un viaje a Estocolmo— puede ser interpretado bien como una ocasión para disfrutar de unos días de vacaciones con alguien querido, bien como una situación de grave riesgo que es preferible evitar a toda costa. Alicia apenas se planteó en firme la posibilidad de disfrutar del viaje y descansar unos días: sólo vio el riesgo inherente a ello. La opción de aceptar la invitación era inviable. Su angustia le impidió aceptar ese viaje, y le llevó a dejar pasar esa oportunidad para disfrutar unos días. Como digo, creo que a poco que lo pensemos, podemos identificar en nosotros distintas situaciones en las que nuestras emociones son las que enderezan ‘a pesar nuestro’ nuestra conducta: a la hora de hablar en público, cuando tal persona nos saca de los nervios, no poder parar de trabajar hasta entregar tal trabajo. Si bien esto no es necesariamente algo negativo, sí que puede serlo cuando nos impide hacer algo que nos gustaría hacer. Y el caso es que solemos tener asumidas estas ‘neuras’, estas ‘paranoias’ que, si bien no nos impiden realizar una vida ‘normal’, sí que suponen cierta limitación.
En mi opinión, ello tiene que ver con una visión reducida de lo que es la salud. Cuando hablamos de salud, solemos entenderla sobre todo en términos de nuestro cuerpo: estar libres de enfermedades, de dolencias, de disfunciones de cualquiera de los sistemas de nuestro organismo, etc. Una persona sana sería aquella que, según las posibilidades de su edad o de su cuerpo en concreto, puede llevar una vida razonablemente buena, etc. En este sentido, cuando notamos que algo no marcha bien en nuestro cuerpo, no dudamos en asistir al médico para que nos ayude a superarlo. Por suerte o por desgracia, no solemos hacer lo mismo con nuestra salud psíquica y afectiva: difícilmente queremos vivir con un dolor físico que nos acompañe día tras día, pero no dudamos en vivir con un dolor psicoafectivo, el cual también nos acompaña día tras día.
En lugar de sanarlo, nos acostumbramos a vivir con ello, a convivir con nuestros monstruos, tratando de obviar, disimular u ocultar el dolor que nos infringe, bien mediante rebusques, bien mediante conductas disfuncionales que alteran nuestra armonía psíquica, y que suelen afectar negativamente a los demás (y a uno mismo). Lo asumimos como formando parte de nuestro carácter, o incluso como que es algo genético, contra lo que no vale la pena enfrentarse. Cuando, si en vez de asumir que forma parte de nosotros, si en lugar de aceptarlas porque ‘somos así’ lo sanáramos, seguramente viviríamos más en paz, más armónicamente, todo lo cual revertiría beneficiosamente en nosotros y en los demás. Ello pasa por ir adquiriendo una sensibilidad creciente, en virtud de la cual poder identificar en nosotros ciertos procesos hasta entonces asumidos advertida o inadvertidamente; y de sentirnos capaces de poder mejorarlos. Algo costoso y complicado, porque no hemos sido educados para ello. Como decía Nietzsche en La genealogía de la mora, «nosotros, los que conocemos, somos desconocidos para nosotros, nosotros mismos somos desconocidos para nosotros mismos; esto tiene un buen fundamento: no nos hemos buscado nunca».
No hace falta irnos ni a situaciones extremas, ni a patologías clínicas graves. Tanto nuestras decisiones como nuestras acciones habituales están fuertemente condicionadas por nuestra estructura emocional. Cada uno de nosotros posee una estructura afectiva determinada, la que sea, y tanto nuestra comprensión de la realidad como nuestro hacer cotidiano están influenciados por ella. Es complejo identificar cuál es en nosotros dicha estructura afectiva, lo que pasa —a mi modo de ver— por conocer su génesis. ¿Dónde cabe situar su origen? Pues en nuestra experiencia biográfica sobre todo temprana, en el seno de la cual se van configurando fisiológicamente las estructuras encefálicas correspondientes, proceso que Rof Carballo articuló en torno a su interesante concepto de urdimbre afectiva, íntimamente vinculado con los procesos no conscientes que están presentes en toda relación interpersonal, también en la educativa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario