4 de marzo de 2025

Qué conocemos cuando conocemos

Al hilo de lo que comentaba en el anterior post, un aspecto interesante que se deduce de la última idea es cómo y hasta dónde puede avanzar el conocimiento humano. Decía que en ese proceso de crecimiento de nuestro conocimiento, la conceptuación podía erigirse en un serio obstáculo, porque cabía el riesgo de satisfacer a nuestra curiosidad pensando que con ese concepto ‘ya’ conocemos lo que tratábamos de conocer. Nada más lejos de la realidad. Por lo pronto, nos abre a algunos asuntos interesantes, por ejemplo a estos dos: el primero tiene que ver con la reflexión sobre qué conocemos cuando conocemos, y el segundo con la de hasta dónde puede efectivamente llegar nuestro conocimiento. Vamos a ver hoy el primero, y en el siguiente post de esta serie veremos el segundo.

Lo que tengo en mente con la primera cuestión tiene que ver con el fenómeno de la conceptuación, es decir, cuál es la relación existente entre lenguaje y realidad, hasta qué punto un lenguaje puede ‘decir’ la realidad, hasta qué punto podemos ‘tocar’ la realidad con nuestra representación lingüística, no sea que nuestro lenguaje nos encierre en cierta circularidad tautológica. Dificultad que se acentúa cuando consideramos que en todo lenguaje —no lo podemos olvidar— hay una fuerte dosis de convenio. Para explicarme mejor voy a emplear el siguiente ejemplo, el de una pelota: si acordamos que a este objeto esférico y que bota le vamos a llamar ‘pelota’, y cuando vemos a un objeto similar a ese y decimos que es una pelota concluimos que esa afirmación es verdadera, ¿no parece que queda todo del lado de acá?, ¿no parece que todo es una mera convención? No estamos haciendo otra cosa ―si lo pensamos― que ratificar que a ese objeto que todos hemos convenido en denominar ‘pelota’ lo estamos reconociendo efectivamente así, como ‘pelota’. Cuando decimos ‘eso es una pelota’ no estamos diciendo más que lo que todos hemos acordado significar cuando decimos pelota, pero de ahí a lo que sea ese objeto en sí mismo hay un abismo. Esto es lo que se plantea: si, en el seno de esa circularidad, cuando concluimos la verdad de una afirmación, ‘tocamos’ a ese objeto, ‘tocamos’ la realidad, o no hemos rozado ni de cerca lo que sea la realidad en cuanto tal.

La verdad como resultado del conocimiento no es inmediata, sino mediata; una mediación articulada en torno a nuestras representaciones mentales en primera instancia, y a su expresión lingüística en segunda. Lo mismo ocurre cuando afirmamos ‘esto es un bolígrafo’: decimos que es falso porque esa cosa que está ahí y que nos hemos representado hemos decidido mentarla como ‘lápiz’, y no como ‘bolígrafo’; pero, si lo pensamos, aquello que denominamos ‘bolígrafo’ o ‘lápiz’ es un ente de naturaleza radicalmente diversa a la de nuestras representaciones suyas y la de los términos con los que las expresamos. Y, si nos podemos entender, no es sino porque una comunidad de hablantes empleamos los mismos términos para referirnos a las mismas cosas. Nietzsche —en el §268 de Más allá del bien y del mal— ya decía didácticamente:

«Las palabras son signos-sonidos de conceptos; pero los conceptos son signos-imágenes, más o menos determinados, de sensaciones que se repiten con frecuencia y aparecen juntas, de grupos de sensaciones.  Para entenderse unos a otros no basta ya con emplear las mismas palabras: hay que emplear las mismas palabras también para referirse al mismo género de vivencias internas, hay que tener, en fin, una experiencia común con el otro».

Pero ¿qué hay de la realidad? La pregunta es: cuando reconocemos las cosas y las expresamos lingüísticamente, ¿estamos aprehendiendo realmente a las cosas? Quizá sea razonable responder que sí, y que no. Ciertamente, el lenguaje no deja de ser metafórico ―como decía Schopenhauer―, pero ello no es óbice para que pueda decirnos algo de la realidad, por lo menos lo suficiente como para poder desenvolvernos en la vida. No podemos olvidar que los conceptos lingüísticos ‘no son’ las cosas, sino que nos las representan de alguna manera; pero tampoco podemos olvidar que toda metáfora, para ser tal, debe mantener cierta relación entre la imagen metafórica y aquella cosa a la que se refiere, pues en caso contrario ya no sería metáfora; la metáfora, aun en su carácter metafórico, y para mantenerlo, debe tener cierta referencia con la realidad. Lo mismo el lenguaje, que es la herramienta principal en la que se ampara nuestro conocimiento, sea el lenguaje habitual o el matemático.

Pero esto es algo de lo que no acabamos de ser conscientes. ¿Por qué? Porque hemos identificado las cosas con el lenguaje. Y esto, ¿por qué? Si bien todo lenguaje es metáfora, no todas las metáforas son iguales; hay algunas que, dada su fácil referencialidad a las cosas, han ido cristalizando en el imaginario colectivo en forma de lenguaje habitual, llevándonos a pensar en esa identificación entre lenguaje y realidad. Sobre este peligro es sobre el que nos ponen sobre aviso Nietzsche o María Zambrano, haciéndonos ver que un ente real es ‘mucho más’ que lo conceptuado. Zambrano explica bellamente que un concepto ‘vela’ más que ‘desvela’; no en vano, nos hace cuestionarnos qué es más, lo que dice una palabra o lo que deja sin decir. De lo que se trata, en definitiva, es de hacernos caer en la cuenta del carácter metafórico de nuestro lenguaje, de ‘todo’ lenguaje (tanto el habitual como el científico), para, a partir de ahí, hacer un análisis crítico de nuestro conocimiento, desde la base de que la realidad es ‘mucho más’ que lo que podamos conceptuar de ella.

Con todo, sigue abierta la pregunta: ¿tocamos la realidad con nuestro lenguaje?