Hoy hemos celebrado en mi universidad la I Jornada de Filosofía y Ciencia en la que, además de reflexionar sobre la posibilidad del diálogo entre ambas disciplinas con Ignacio Morgado y Jesús Conill, hemos presentado nuestra apuesta para tratar de hacerla efectiva, a la vez que un primer resultado que, desde el grupo de investigación 'Emoción, Cognición, Acción', han arrojado los pasos previos a este proyecto: el libro Diálogos entre filosofía y neurocienca. No pudimos estar mejor acompañados: junto a los ponentes de la mesa, estuvieron presentes mi Vicerrector de Investigación, José María Tormos, mi Decano, Eduardo Ortiz, y el director del Instituto Veritatis Gaudium, Ginés Marco, a quienes estoy sumamente agradecido por todo su apoyo.
Aunque en la jornada se hablaron de muchas cosas, cada cual más interesante, quisiera explicar un poco la idea básica con que nace este proyecto. Una situación que salta a la vista ―en mi opinión― es que cada parcela del saber suele permanecer recluida en su ámbito específico. Esto es algo que va de suyo, si uno quiere profundizar en dicho saber. Pero nos podemos preguntar si esto ha de ser así exclusivamente; es decir, si cada cual debe permanecer en su nicho de saber, aislado de alguna manera de todos los demás; o si, por el contrario, sería oportuno abrirse a otros marcos gnoseológicos, independientemente de que uno deba especializarse en uno de ellos, con la idea de poder enriquecerse en esa apertura. ¿Puede ser esto una buena práctica? Si lo es habrá que ver por qué es así y cómo llevarlo a la práctica, habrá que ver sus posibilidades y sus límites, no sea que se vuelva contra nosotros.
Si nos fijamos, qué postura se adopte ante esta circunstancia no es algo baladí, pues define de alguna manera nuestra postura académica; pero no sólo nuestra postura académica, sino también, de alguna manera, nuestra postura ante la vida. Como dice Gadamer, el conocimiento no es una cuestión neutral, sino que lleva de suyo una dimensión ética.
Conocer, en sentido amplio, es necesario sencillamente para vivir. Necesitamos saber a qué atenernos con la naturaleza, con las cosas. También con las personas. Conocer es algo propio de la vida. Un conocimiento que tendemos a ensanchar y ampliar continuamente para mejorar nuestra existencia. Como se suele decir, ampliando los límites de nuestro conocer, ampliamos también los límites de nuestro mundo. Y conforme el horizonte de nuestro mundo crece, comprendemos más y mejor las cosas.
Pero esto no es tan sencillo. No es tan sencillo conocer, ampliar nuestro mundo. Con frecuencia nos quedamos en lo familiar, en lo que nos es más habitual. Ya Platón cayó en la cuenta de que nos solemos contentar con las sombras, sin acudir a lo que genera dichas sombras, a lo real. Ser consciente de ello implica dos cosas, a mi modo de ver. Por un lado, cuestionarnos continuamente lo que ya damos por sabido, en beneficio de una tensión siempre abierta hacia lo desconocido, hacia lo que no se conoce. El que quiere conocer, sabe que sabe y, más o menos, sabe lo que sabe, pero también sabe que no sabe. Y sabe que hay muchas cosas que no sabe, no sólo en su propia disciplina del conocimiento, sino también en otras distintas a la suya. Precisamente, porque sabe que no sabe todo, quiere saber. Por el otro lado —y que me parece mucho más relevante— implica también un cuestionamiento de todo aquello que enmarca y, consecuentemente, limita el ejercicio de nuestro conocer, lo que se suele denominar como ‘nuestras gafas’: factores como pueden ser nuestros propios hábitos gnoseológicos, nuestros presupuestos de partida generalmente inadvertidos, todo lo cual condiciona tanto lo que sabemos como el acceso a lo que no sabemos.
Cuestionarnos sobre qué sea conocer supone la osadía de recuperar nuestra capacidad de pensar, más allá de las estrategias adoptadas para adquirir el conocimiento. De lo que se trata es de darnos la vuelta en la caverna y mirar al exterior, de ganar en libertad para ir más allá de los límites establecidos por nuestro marco, en la medida en que esto sea posible, pues no podemos olvidar que toda noticia del mundo tiene mucho de representación, de metáfora.
Y en esto ―así lo creemos los que estamos involucrados en esta aventura― van de la mano la filosofía y la ciencia. De lo que se trata es de construir pilares del saber, bien fundamentados, desde los cuales se atisbe un horizonte más amplio. ¿Hay otro modo? Tanto la una como la otra deben progresar, sí, pero hacerlo siempre desde un autoanálisis crítico de su propio ejercicio, y desde una actitud de apertura integradora. Ello les ayudará a ponerse al servicio de la verdad y, por ende, al de la persona, ayudando a que surja en ella esa inquietud radical que le abra a la gran maravilla que es la aventura del conocimiento. Inquietud que le servirá sin duda para crecer y madurar en su existencia, aprendiendo a vivir y a convivir mejor.
Entendemos que el diálogo entre filosofía y ciencia pasa por aquí, una conversación que nunca puede acabar. Porque el conocimiento es como una gran conversación. Una gran conversación entre nosotros y el mundo: constantemente preguntamos al mundo nuestras inquietudes, nuestros problemas, y él, a veces, nos responde; en otras ocasiones es el propio mundo el que nos interpela, y somos nosotros los que tratamos de buscar respuestas. Pero también es una gran conversación entre nosotros mismos, compartiendo entre nosotros lo que cada uno sabe.
Toda conversación tiene algo de encuentro, posee una dimensión experiencial, de modo que lo importante no es tanto lo que se dice ―que también― como el hecho de poder decirlo a otro que se deja decir por uno. Sólo así hay diálogo. Y conforme avanzamos en esa gran conversación, avanzamos en el conocer, en nuestra comprensión del mundo así como en la comprensión de nosotros mismos, capacitándonos para hacernos cargo de nuestras propias preguntas. ¿Por qué? Pues porque en todo conocimiento hay un ‘algo más’ de lo que se conoce, y que tiene que ver con una noticia inadvertida de lo que soporta todo conocer; hay un ‘infra-conocimiento’, no entendiéndolo como algo inferior sino como algo que subyace y permea a todo conocer, una dimensión formal que subyace a todo conocer, y que todo conocer comparte. La noticia de ese infra-conocimiento nos ayuda a replantearnos lo que ya conocemos, atendiéndolo desde ese marco novedoso.
La cuestión es: ¿esto está ocurriendo así en la actualidad? Quiero decir: ¿esa gran conversación que es el conocimiento tiene cubiertas en la actualidad esas dos vertientes? La primera parece estar más presente, estando cada disciplina del conocimiento ocupada con su objetivo propio en su diálogo con el mundo. La segunda parece estar más ausente. ¿Hay, realmente, un compartir, un conocer conjunto, en el que participen diversos agentes, de verdad?
Nosotros entendemos que lo segundo es una tarea pendiente, en la que podemos crecer más. Pensamos que es común la falta de diálogo entre las disciplinas. Quizá una de las causas sea que hemos perdido la capacidad de conversar, afanosos como estamos con la consecución de nuestros objetivos. Hay que recuperar el arte de conversar, esponjados, sin objetivo aparente, pero enriquecedor en esa misma medida en tanto que nos abre el horizonte de lo que podemos abarcar. Conversar es inversamente proporcional a trazarse objetivos específicos: esto nos focaliza la atención, la conversación nos desenfoca, nos esponja, nos abre perspectivas. Aunque no todo puede ser conversar, también hay que focalizar, y centrar el trabajo en objetivos. Hay una anécdota que nos transmite Platón en el Teeteto sobre Tales de Mileto: «Como también se dice que Tales, mientras estudiaba los astros… y miraba hacia arriba, cayó en un pozo, y que una bonita y graciosa criada tracia se burló de que quisiera conocer las cosas del cielo y no advirtiera las que tenía junto a sus pies». Pues sí: es un riesgo, sobre todo en la filosofía, que hay que considerar. En este sentido, si la filosofía puede aportar a la ciencia marcos más amplios para comprender los problemas, la ciencia puede aportar a la filosofía ese ‘toque de realidad’ que seguramente no le vendrá mal. Pero eso sí: siempre teniendo presente el riesgo del olvido de la conversación.
Pues bien, esta es la razón de ser con la que este instituto nace: que la filosofía y la ciencia puedan, sencillamente, conversar. ¿Con qué finalidad? Con la finalidad de que fruto de esa conversación surja un conocimiento conjunto, transdisciplinar. Un diálogo que nunca se sabrá a dónde nos llevará. Una buena conversación es como una partida de ajedrez: todos sabemos cómo comienza, pero nadie sabe cómo acabará.
No se trata de que el científico sea filósofo, ni el filósofo científico: como escribió en su día Jesús Conill, si un científico hace filosofía seguramente sea una mala filosofía; y, del mismo modo, si un filósofo hace ciencia, seguramente sea una mala ciencia. Ya no estamos en la época de los grandes polímatas (Aristóteles, Suárez, Newton, Descartes, Leibniz), aunque a algunos nos gustaría poder emularlos siquiera un poco. Ahora el conocimiento es tan vasto que difícilmente puede abarcarlo una sola persona. Lo que nos lleva a tomarnos en serio la posibilidad de un conocer compartido y común, integrador y plural. Con esto tiene que ver el conocimiento transdisciplinar. No se trata únicamente de conocer lo que dice la ciencia para pensar mejor la filosofía (que también), ni conocer lo que dice la filosofía para investigar científicamente mejor (que también), o para comprender mejor lo que se hace. Se trata de aprender a asumir cada uno el modo de pensar del otro, conocer sus problemas y sus propuestas de solución, por qué hacen lo que hacen y por qué dicen lo que dicen. Se trata de aprender a ver el mundo con la mente del otro, comprender cómo piensa. Esto es algo enriquecedor, pero también es complejo: aun con la mejor de las intenciones, es sumamente difícil salir del propio marco, del propio lenguaje. Es aquí donde el IFC quiere poner su grano de arena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario