9 de diciembre de 2025

El lugar de la fe en el espacio público, pero ¿de qué fe?

Un debate frecuente es el de la legitimidad de la presencia de las religiones en el espacio público, en el seno del cual, y como no podía ser de otra manera, hay discrepancias: frente a Rawls, Ricoeur se une a Taylor en la defensa de la legitimidad de dicha presencia. Pero, para el primero, sólo la razón está justificada para habitar la esfera pública, única facultad humana con capacidad de articular un diálogo más allá de referencias culturales, abonando así el espacio para una argumentación racional, no condicionada por creencias de ningún tipo, las cuales debían mantenerse en casa. Pero enseguida surge la cuestión de si esto es posible: ¿hasta qué punto uno puede ejercer su razón de modo puro (vana ilusión ilustrada), al margen de creencias y de prejuicios (hermenéuticos)? En opinión de Ricoeur, esa pretendida plaza pública de Rawls se convertiría en una plaza desierta

Aunque, más allá de ello, más allá de la imposibilidad fáctica de tal pretensión, sería oportuno preguntarse por qué esto tendría que ser así, cuando la experiencia religiosa puede aportar valores adecuados a la discusión y al encuentro con el otro. Sabido es que, en ocasiones, por lo general ocasiones que desvirtúan lo religioso, no es así; pero ahí está el meollo: que estas ocasiones en que no es así, no cabe entenderlas por lo general originadas por una auténtica experiencia religiosa, a lo sumo pseudorreligiosa si se quiere, más frecuente de lo que parece. Pero si la experiencia religiosa es auténtica, muy bien puede ser útil en el debate público. Por lo pronto, presenta el importante rasgo de la confianza que se otorga al otro, confianza que está muy lejos de ser mera ingenuidad; frente a la desconfianza maquiavélica, la confianza básica ante el tú. Este rasgo no es exclusivo de la fe, pero sin duda es propio de ella. ¿Por qué? Pues porque, por su propia naturaleza, en la experiencia religiosa nos ponemos en contacto con algo que nos excede, y en lo que no tenemos más remedio que confiar, precisamente por no caber en un marco racional que se ve superado y desbordado, todo lo cual revierte beneficiosamente en la vida.

Si bien se trata de una experiencia de carácter universal, no deja de ser problemático cómo cada uno, o cómo cada tradición, se la apropie, la haga suya, logre aterrizarla a su vida. Porque esta experiencia religiosa (tanto como el ejercicio de la razón) no se da nunca en su prístina pureza, en su desnudez deslumbrante, sino que la viven personas concretas de sociedades concretas en épocas concretas. Cada religión puede entenderse entonces como un modo de expresar dicha experiencia fundante, como un modo concreto, parcial si se quiere, pero enderezado siempre a ella, de aproximarse a toda su insondable riqueza. Quizá sea cuando uno entiende su opción en términos de exclusividad, cuando se dé origen a la intolerancia y a todo tipo de desgraciados conflictos.

Ricoeur explica esto con la metáfora del nacimiento de un río, una fuente poderosa de la que sale agua salvaje, incontrolada. Si queremos aprovechar esa agua, nos acercamos a la fuente e intentamos encauzar el agua vertida, apresarla, hacerla nuestra, para lo cual creamos diques o canales. Y esto siempre exige una opción entre otras posibles: seguramente nuestro encauzamiento no es ni el único ni el mejor, aunque a nosotros nos lo parezca. Toda decisión implica dejar fuera a otras posibles decisiones. Así ocurre a nivel espiritual, nivel desde el que pretendemos aproximarnos a esa experiencia originaria y fontanal, conscientes de que nuestra aproximación siempre será limitada, concreción que siempre supondrá cierta violencia, por mínima que sea, respecto a la experiencia original.

Y, en este sentido, si bien toda aproximación muy bien puede erigirse en regeneración de vida, también cabe la desviación, el despropósito. ¿Cómo saberlo? Quizá la única respuesta sea precisamente el diálogo, porque si no conocemos otras tradiciones, nuestra tradición se convierte en un límite para nuestra experiencia religiosa. «Por lo tanto ―dice Ricoeur― creo que es un gesto de gran cultura y de gran modestia religiosa comprender que mi acceso a lo religioso, por fundamental que sea, es un acceso parcial, y que otros, por otras vías, acceden a ese fondo». Ninguna tradición posee un punto de vista absoluto ni definitivo de lo fundamental, y el modo por el que apuesta Ricoeur es por el diálogo fraterno, no para llegar a una ‘religión de consenso’, sino para poder enriquecerse mutuamente en ese camino compartido en pos de la fuente originaria, cada uno según su propia experiencia personal y compartida.

La tolerancia, de la mano con la justicia y la verdad, se erige aquí en valor fundamental; supone que uno posee la convicción de que no comprende ni abarca todo, que hay un fondo que se le escapa. Así, la tolerancia no es un mal menor, sino una elección positivamente aceptada, legitimada por la propia insuficiencia de llegar hasta el final, camino que se va construyendo en la convivencia. La inseguridad lleva en ocasiones a reivindicarse en lo específico, cuando lejos de elogiar las diferencias por las diferencias ―y que, en el fondo, nos lleva a una cultura de la indiferencia―, quizá lo que habría que hacer es valorarlas crítica y abiertamente, en diálogo fraterno, respetuoso y tolerante. De este modo puede que la plaza pública ya no sea una ‘plaza desierta’, sino una plaza habitada por personas con creencias, sí, pero con el ánimo de ser honestos y justos en el encuentro con el otro y en el camino hacia la verdad. Una plaza en la que, por supuesto, los creyentes se pueden enriquecer a su vez de la perspectiva de otras personas que no lo son, siempre situados en el marco de la laicidad de confrontación (que veíamos).

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