Ricoeur es un autor que pensó a fondo el problema de la legitimidad de la presencia de la religión en la vida pública. A pesar de ser un creyente convencido, ello en absoluto anuló su compromiso filosófico, todo lo contrario: en su reflexión social, mantuvo siempre una mirada vigilante y crítica sobre su discurso, defendiendo lo que denominaba un sano y sincero ‘agnosticismo filosófico’. Él lo argumentaba explicando que era el mejor modo de respetar a los otros, y que, en caso contrario, en caso de emplear argumentos de fe en el debate filosófico y político, fácilmente se podía caer en un dogmatismo, dado que estos argumentos, por su misma naturaleza, difícilmente pueden ser subsumidos en un debate lógico-argumentativo, como explica Domingo Moratalla. A sabiendas del riesgo de caer en una especie de ‘esquizofrenia intelectual’, esta es la postura que asumió. Ello no para renunciar a la dimensión pública de su fe, sino precisamente para poder debatir y defender desde ahí la legitimidad de su presencia en la vida social y política. De hecho, su reflexión al respecto es el precipitado de no pocas discusiones y polémicas, vividas y sufridas durante su propia biografía.
Una de estas reflexiones tiene que ver con la distinción a la que da pie el título del post, con dos dimensiones de la laicidad. Vaya por delante que en los Estados occidentales la laicidad se ha erigido como una postura generalizadamente aceptada, por lo menos en teoría; porque en la práctica el asunto ya es más complejo, cayendo en no pocas ocasiones en situaciones de laicismo recalcitrante. No es lo mismo la laicidad que el laicismo.
Se ha andado mucho en este sentido: desde las cruentas guerras de religión de no hace muchos siglos, en los que los Estados no podían abstenerse de la adopción de una postura de fe, hasta la actualidad contemporánea, en la que precisamente los Estados modernos nacen con la postura inicial de una abstención respecto a toda profesión de fe, alcanzándose un estatus de tolerancia en torno al cual se trata de sobrellevar ese difícil equilibrio entre religiones y otro tipo de creencias. La situación actual, más amable en general, no ha sido fruto de la casualidad, sino que se ha tenido que andar mucho para dejar atrás, en primer lugar, los dogmatismos religiosos de carácter teológico-político, pero también, más reciente, ese laicismo más agresivo característico de hace unas pocas décadas, que imponía al Estado una postura beligerante contra la religión; no una postura neutra sino antirreligiosa, defendida vehementemente. Ambas posibilidades, Estados confesionales y laicistas, parece que no tienen cabida en nuestra época, apostando por los Estados laicos, aunque dicha laicidad no deje de entrañar un equilibrio complejo. Esa dificultad seguramente tenga que ver con el diferente modo de entender la laicidad por parte del Estado y por parte de la sociedad, algo que él articula en torno a esas dos dimensiones: la primera es una laicidad de abstención, y la segunda de confrontación. ¿Qué quiere decir exactamente?
La laicidad de abstención tiene que ver con la postura adoptada por el Estado, y que viene a ser un ‘agnosticismo institucional’, que no quiere decir ignorancia mutua entre la vida civil y la religiosa, sino distinción y delimitación de los poderes y los roles del Estado y de las Iglesias. Esto es lo que comúnmente entendemos por laicidad: un Estado agnóstico que no se preocupa por asuntos religiosos, aunque permite mejor o peor su existencia en la esfera pública. Pero hay una laicidad diferente, que es la referida a cómo se vive esto de facto en la sociedad civil, de un modo más vivo, activo, dinámico, polémico si se quiere. Esta segunda es una laicidad positiva, más allá de la laicidad negativa de la abstención institucional: es una laicidad de confrontación, entendiendo ‘confrontación’ no en sentido peyorativo, todo lo contrario, sino en sentido vivificador: «la laicidad positiva en este planteamiento ricoeuriano no se define por la recuperación de determinados contenidos sino por la necesidad de que esos contenidos aparezcan en la ‘plaza pública’, se enfrenten y confronten». No hay un límite claro entre ambas dimensiones de la laicidad: se permean y se confunden, no sabiendo muy bien dónde acaba una y dónde comienza la otra, pero son fácilmente distinguibles. Quizá donde mejor se dé el problema de su coexistencia sea en la escuela pública la cual, por un lado, depende del Estado y, por el otro, de la sociedad civil que la delega en él. De qué modo se articule esta coexistencia dependerá de la madurez de la sociedad, de cómo sea capaz de vivir la tolerancia, verdadero fundamento de la laicidad.
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